viernes 29  de  marzo 2024
UN HOMBRE EN LA LUNA

Los viajes de Dorita

MIAMI.- En su última visita a Miami para celebrar el cumpleaños de su hijo Jimmy, Dorita llegó un tanto malhumorada porque protagonizó un altercado con la azafata que la atendió en su asiento de clase ejecutiva, primera fila, ventana, un boleto que le compró Jimmy usando la plata que trimestralmente le deposita su madre

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

MIAMI.- Dorita Lerner viuda de Barclays viaja cuatro veces al año de Lima a Miami para visitar a su hijo Jimmy Barclays, quien se considera un escritor y dice que está escribiendo una novela voluminosa sobre su familia, pero, en la práctica, no trabaja y vive de las donaciones de su madre, unas transferencias bancarias que ella hace a escondidas de sus otros hijos, que nunca saben cuánta plata tiene Dorita, dónde la esconde, cómo va cambiando de escondites y en qué actos de caridad va gastándola a su antojo.

Dorita es acaudalada gracias a la herencia que recibió de su hermano, pero cuando Jimmy le pregunta cuánta plata tiene, cuánto valen sus acciones, en qué paraísos fiscales ha depositado su dinero, quién le maneja sus platas, ella no sabe responderle y dice riéndose que no tiene la menor idea, que no le interesa el dinero, confía en sus operadores financieros del Opus Dei y sabe ser feliz con poca plata, sin lujos, viviendo una vida sencilla, austera, coherente con su profunda fe religiosa de toda la vida y su militancia en el Opus Dei, cofradía a la que premia cada tanto con donaciones secretas que sus hijos ignoran.

A Jimmy le hace gracia que su madre no sepa cuánto dinero tiene, se rehúse a moverse en un auto blindado con guardaespaldas, maneje un auto japonés con más de sesenta mil millas, se niegue a comprar una mansión en Lima y propiedades en Miami y Nueva York y siga viviendo en su casita de Miraflores, sin alardear de su riqueza y tratando con generosidad a su personal doméstico, sus masajistas, sus jardineros y decoradores, sin contar a los muchos pedigüeños ocasionales que tocan el timbre de su casa para pedirle una limosna, una contribución al paso, a quienes Dorita atiende como si fueran de su propia familia.

En su última visita a Miami para celebrar el cumpleaños de su hijo Jimmy, Dorita llegó un tanto malhumorada porque protagonizó un altercado con la azafata que la atendió en su asiento de clase ejecutiva, primera fila, ventana, un boleto que le compró Jimmy usando la plata que trimestralmente le deposita su madre. Dorita alegó que la azafata fue ruda y descomedida con ella. Según su relato, cuando la mujer le ofreció la cena, ella le dijo que no tenía hambre pero quería llevarse la comida. Sorprendida, la azafata le preguntó: ¿Llevársela adónde? Dorita le respondió, o eso dijo que había respondido: A la casa de mi hijo Jimmy, pues, hijita, adónde más crees que la voy a llevar. Dorita, todavía fastidiada por la escaramuza, le contó a su hijo que la mujer uniformada le dijo que eso no era posible, que no podía guardarle la cena y dársela para que la llevara fuera del avión. Pero adónde la voy a guardar, cómo se la voy a entregar, preguntó la azafata, a lo que Dorita replicó: Piensa, pues, hijita, piensa, no hay imposibles sino incapaces, busca una bolsa y ahí metes toda la comida, la mía y la de los otros pasajeros que no quieran comer. La azafata se negó y entonces Dorita se enfureció y le preguntó cuál era su nombre completo para quejarse con sus amigos, los dueños chilenos de la aerolínea, pero la azafata le dijo su nombre y apellido y Dorita no los apuntó y en cinco minutos ya los había olvidado y se quedó dormida, aunque, llegando a Miami, antes de bajarse, le dijo: Ya te fregaste conmigo, ya vas a ver, no sabes con quién estás tratando.

Por suerte, en Miami, en la isla donde vive su hijo Jimmy, Dorita fue a la parroquia católica, saludó al padre Julio, que la adora, y, como hace siempre en sus frecuentes visitas, le pidió que le dieran toda la ropa usada que había sido donada por los ricachones de la isla, lo que el padre y su asistenta hicieron sin demora, llenando tres maletines deportivos, que Dorita llama “salchichones”, de ropa vieja, no tan vieja, usada, alguna en buen estado, para que la repartiese a su regreso a Lima. Sin embargo, ya en casa de su hijo, Dorita abrió los salchichones, sacó toda la ropa, se probó la que le gustaba y se quedó con un número de prendas. Cuando Jimmy le preguntó por qué le gustaba tanto usar ropa usada de la parroquia y no comprarse ropa nueva, ella respondió: Porque la ropa vieja me queda mejor y me abriga más y además no puedo comprarme ropa porque mi tesorero de La Obra me tiene las tarjetas de crédito bloqueadas, con candado, para que no me desbande cuando viajo.

Jimmy y su madre salieron a cenar todas las noches durante una semana. Para él fue un espectáculo ver cómo Dorita, tan regia, lúcida y despierta, comía entrada, plato intermedio, plato de fondo, postre, todo, y lo que él dejaba, ella pedía que se lo metiesen en una bolsa para llevárselo de regreso a Lima, y así iba coleccionado en la nevera bolsas con pedazos de lasagnas, filet mignons, branzinos, ñoquis de calabaza, platos que Jimmy y su esposa Silvina no comían del todo y dejaban a medias y Dorita recolectaba con celo minucioso, como siempre había hecho, como hacían su madre Josefina y sus tías Eleonora y Elsa, ya fallecidas. Pero además, terminada la cena, y al primer descuido de los camareros, que le hacían toda clase de venias y reverencias porque advertían que de ella emanaba una autoridad discreta, elegante, antigua, Dorita iba guardando en su cartera las servilletas de tela, los cubiertos, alguna tacita, cualquier cosa que pudiera deslizar sigilosamente, con la mirada pícara, en su bolso, lo que provocaba las risas de su hijo, quien le decía: Mamá, eres una cleptómana, una ladronzuela, deja ya de llevarte cosas que no necesitas, pero Dorita era incorregible y siempre se llevaba algo, aunque solo fueran los palitos del restaurante japonés o bolsas vacías de las tiendas caras en las que compraba su hijo. De hecho, una noche, al volver de cenar, Dorita vio en el cubo de basura, afuera de la casa de Jimmy, unas bolsas vacías de una tienda de decoración, y lanzó un grito escandalizado de consternación y corrió a sacar las bolsas de papel y doblarlas con sumo cuidado y guardarlas para llevárselas a Lima, sabe Dios para qué.

En una ocasión, visitando un centro comercial de Coral Gables, apenas su hijo encontró un lugar para estacionar el Jaguar que Dorita le regaló, ella, nada más bajar del auto, pidió que la excusaran, buscó una esquina discreta, se escondió detrás de una camioneta, se bajó el calzón, se puso en cuclillas y orinó riéndose a carcajadas, mientras Jimmy se reía también y ella gritaba: Yo soy del campo, hijito, nada es más rico que orinar al fresco, así me enseñó mi papá en la hacienda. En esos momentos Jimmy adoraba a su madre, le parecía una vieja chiflada, lunática, extravagante, que no necesitaba exhibir su dinero para demostrar sus encantos, su simpatía, su don de gentes, pero sobre todo entendía por qué él era tan loco, porque a no dudarlo había salido a su madre. En efecto, a él también le encantaba mear al fresco, solo que no se atrevía a hacerlo en los parqueos de Miami por temor a quedar registrado en una cámara de seguridad, pero lo hacía en los balcones del segundo piso de su casa, apuntando a la piscina temperada (un poco más de calorcito no le vendría mal) o a la casa de los vecinos que hablaban como papagayos.

Al llegar a Lima, Dorita estaba nuevamente indignada porque el vuelo salió de Miami con seis horas de retraso y sus maletas llegaron con los candados rotos y sin los perfumes que Jimmy le había regalado. Ella le dijo por teléfono a su hijo: Me han abierto las maletas, me han robado todo, voy a llamar a quejarme con los dueños, ya les he dicho a las azafatas que no saben con quién se han metido. Jimmy le pidió que no llamara a nadie. Más tarde encontró los perfumes en una bolsa dentro de la camioneta que había usado Dorita en Miami. Llamó a su madre y le dio la buena noticia, pero ella no le creyó y dijo: No me mientas, yo sé que me han robado, no te hagas el pendejo conmigo, no creas que soy una huevonaza. Los dos se rieron porque, ya con setenta y cinco años, ella gozaba diciendo palabrotas, como si al decirlas rejuveneciera y volviera a ser la campeona de saltos ecuestres que había sido en su juventud.

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