viernes 29  de  marzo 2024
UN HOMBE EN LA LUNA

La vida en una maleta

MIAMI.- No conviene hacer los números de cuánta plata he gastado en alquileres desde que me fui del Perú el año 90 hasta que por fin compré (digamos un millón en veinte años)

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

MIAMI.- A fines del 90, descorazonado por la derrota política de Vargas Llosa, me fui del Perú. Era la primera vez que me alejaba de mi país resuelto no volver en buen tiempo, digamos los cinco años que durase el gobierno de Fujimori, que entonces casi nadie sospechaba que duraría diez. Antes de irme, vendí mi departamento de Miraflores por veinte mil dólares, liquidé mis cosas, metí todo en dos maletas y me mudé a Madrid con la intención de ser un escritor a tiempo completo y terminar la novela que venía maliciando años atrás. Tenía veinticinco años, el Perú me parecía un país de locos suicidas, no quería ser parte de ese hundimiento y terminé, enero del 91, en Madrid. Mi amigo y yo alquilábamos medio departamento (un cuarto y un baño) en el piso de dos hermanos peruanos. En seis meses escribí bastante, gasté casi todos mis ahorros, me negué a trabajar (porque escribir ficciones en un cuaderno no equivalía a trabajar) y poco faltaba para que expirase mi visa de turista cuando los Delgado, que acababan de fundar el canal Sur en Miami, me propusieron que hiciera un programa en esa ciudad. Me despedí de mi amigo (que se había hecho español), nunca más volvimos a vernos, volé a Miami, alquilé un departamento en Key Biscayne por mil dólares al mes a una venezolana, compré un Honda básico y volví al circo de la televisión con la novela inconclusa.

La conquista de Miami resultó un fiasco. Meses después los Delgado me pidieron que volviera a la televisión de Lima. Devolví el departamento, vendí el Honda y regresé a la ciudad en que nací. No me quedó más remedio que comprar un Volvo (tu carro de ministro, decía un amigo) y alquilar un departamento en Barranco que solo tenía una cama, un televisor y una máquina de escribir. Ya me había resignado a la idea de quedarme en Lima cuando Fujimori dio el golpe un domingo de abril del 92. Mis amigos me llamaron y dijeron que si no me iba, podían arrestarme, así que, ajeno al coraje, escapé al día siguiente. Una amiga liquidó mis cosas (es decir, vendió el carro de ministro y retiró las cosas del departamento) y me juré que no volvería al Perú mientras Fujimori fuese dictador.

En Miami alquilé un departamento en la avenida Brickell por mil dólares al mes. No sabía si quedarme trabajando en televisión o irme a Washington a terminar la novela. Tenía algo de plata, así que decidí irme a Washington. Me fui al día siguiente del huracán Andrew, agosto del 92. El departamento quedó devastado, manejé un camión de mudanzas tres días hasta Washington y alquilé un departamento viejo, ruinoso, fantasmagórico, por mil dólares al mes, y allí viví un año, luego me mudé a otro mejor por el mismo precio. Le pregunté al señor que me lo alquilaba si consideraría venderlo, pero cuando me dijo el precio quedé decepcionado, pues no tenía suficiente dinero para comprarlo y nadie me lo prestaría.

A mediados del 94, después de dos años en Washington, ciudad que de algún modo supe hacer mía, en particular el noble barrio de Georgetown, me había quedado sin reales, así que tuve que volver a Lima un semestre a hacer televisión, con lo cual violé mi promesa de no regresar bajo el imperio de Fujimori. Fue una operación puramente monetaria, seis meses bien pagados, luego me iría de regreso a Miami, como ocurrió a fines del 94. En Lima alquilé un departamento en la calle Los Laureles de San Isidro, primer piso, sin muebles, apenas una cama y un escritorio, mil dólares al mes, y no compré auto, iba en taxi al canal, así que cuando me fui, todo fue muy fácil.

En Miami me dieron un programa, mi segunda oportunidad de conquistar la ciudad, y esta vez me fue bien. Gracias a ello, pude pagar un departamento en Key Biscayne, con una preciosa vista al mar, que costaba tres mil dólares mensuales, lo que entonces me parecía una fortuna. Dos años después, devolví el departamento, que era de unos diplomáticos ecuatorianos, y me mudé a una casa en la isla de unos argentinos. La vendían en seiscientos mil y la alquilaban en seis mil al mes. No tenía dinero para comprarla, no quise endeudarme a pesar de que el banco me ofrecía dinero, así que la alquilé un año, dos, tres, cuatro, hasta cinco, y terminé pagando ocho mil dólares mensuales el último año. Ya entonces la casa no valía seiscientos mil sino un millón, pero todavía no tenía la plata y no quería endeudarme, así que la dejé llorando, metí mis cosas en un depósito y en enero de 2001, ya caído Fujimori, volví a la televisión peruana por dieciocho largos meses, tiempo que viví en un hotel frente al club de golf, en un cuarto pequeño, austero, tranquilo, que costaba cien dólares la noche, lo que entonces me parecía una fortuna.

A mediados del 2002, tuve que irme del Perú como consecuencia del escándalo por el beso que le di en la televisión española a un amigo venezolano. Regresé a Key Biscayne, mi barrio en Miami, y alquilé una casa vieja, llena de hormigas, arañas y cucarachas, en tres mil al mes. Era de un médico cubano, supe ser feliz en ella, escribí dos novelas, no hice más nada, ni siquiera tenía carro, me movía en bicicleta, llevaba una vida simple, relajada, libre de jefes, horarios, maquillajes y planillas de ratings, qué agrado era vivir así. En esa casa viví tres años y ni se me pasó por la cabeza comprarla porque no trabajaba, vivía de mis ahorros y con los libros no ganaba gran cosa, salvo problemas.

Luego de un año funesto en Buenos Aires, que minó bastante mi salud, en el que alquilé un departamento en una torre alta, piso doce, por mil quinientos dólares al mes, y del que algunas noches estuve tentado de saltar al vacío porque no podía dormir, regresé a la isla y alquilé una casa nueva por cinco mil al mes, renta que podía pagar gracias a que volví a la televisión, al canal en el que, nueve años después, sigo trabajando, y del que fui casi fundador. En esa casa encontré también la manera de ser feliz, aunque abusé bastante de las pastillas, y cuando quise comprarla me pidieron millón y medio, pero no tenía la plata, no quise endeudarme y seguí alquilándola. La alquilé cuatro años, luego me fui un año a Bogotá, donde viví en un hotel coqueto que costaba cinco mil dólares al mes y donde me atendían como un principito, y luego, hace casi cinco años, volví a la isla, ya con la intención de quedarme hasta el final. Como había ahorrado lenta y laboriosamente los veinte largos años, del 90 al 2010, en que fui inquilino y huésped de hoteles, pude comprar una casa en la isla, esta casa en la que ahora escribo. Fue la mejor inversión de mi vida, no solo porque en ella he sido inexplicable e inesperadamente feliz, disfrutando de todos los días con sus noches de la calma, el aire puro, las tardes en la piscina, las noches caminando o en bicicleta, sino porque, en menos de cinco años, el valor de la casa ha subido setenta por ciento, es decir que cada año, sin trabajar, y gozando de la casa, ganaba, por la apreciación de la propiedad, casi tanto como en la televisión.

Si fuera menos tonto, habría comprado la casa de los argentinos, que costaba un millón hace quince años y ahora cuesta tres, o la del médico cubano, que costaba un millón hace diez años y ahora cuesta más del doble. No conviene hacer los números de cuánta plata he gastado en alquileres desde que me fui del Perú el año 90 hasta que por fin compré (digamos un millón en veinte años). Me consuela saber que cuando por fin compré, no tuve que endeudarme, negocié bien, compré en un gran momento, con el mercado a la baja, deprimido, y ahora estoy sentado en una casa que, en apenas cinco años, vale casi el doble, y sin la menor intención de irme a ninguna parte, salvo a una funeraria de la Calle Ocho, cuando sea inescapable morir.

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