sábado 23  de  marzo 2024
DE PELÍCULA

Mala conducta... Pero ¿de quién?

Así como las buenas películas son útiles para enseñar a hacer y a entender el cine, Misconduct es el típico ejemplo de unas cuantas cosas que se deben evitar a toda costa en este arte

Por JOSÉ ANTONIO ÉVORA

Si usted encuentra los nombres de Al Pacino y Anthony Hopkins en el reparto de una película seguramente querrá verla.  Le advierto que huya en sentido contrario si esa película se llama Misconduct (Mala conducta), estrenada hace un par de meses “en circuitos limitados” --una manera elegante de decir que ninguna cadena de salas de cine quiso cargar con ella-- y disponible ya en DVD con subtítulos en español.

Hopkins es Arthur Denning, un anciano cuya fortuna personal se calcula en más de $8,000 millones de dólares como propietario de una súper compañía que produce y comercializa medicamentos, y Al Pacino es Charles Abrams, dueño de la firma de abogados donde trabaja el protagonista, Ben Cahill.  Algunos recordarán a Josh Duhamel, el actor que encarna a Cahill, como el capitán William Lennox de la serie Transformers.

Al recibir la noticia de que su joven amante ha sido secuestrada, el magnate se dispone a pagar la recompensa.  Pero resulta que la amante, Emily (Malin Åkerman), fue compañera de estudios del abogado, y que volverán a encontrarse al cabo de 10 años, justo cuando la farmacéutica está en pleno litigio legal por trampas del anciano Denning.  Detalle: el joven protagonista es un hombre casado.

Así como las buenas películas son útiles para enseñar a hacer y a entender el cine, Misconduct es el típico ejemplo de unas cuantas cosas que se deben evitar a toda costa en este arte.  Lo primero que salta la vista es la importancia del cómo en el lenguaje fílmico, algo que obviamente nos remite al guion.  Porque la anécdota de  Misconduct es formidable, pero no había peor forma de contarla.

Si aceptamos la premisa de que nadie está obligado a ver una historia llevada al cine por buena que le parezca a alguien --en este caso, sospecho que sólo al director y a los productores--, entenderemos por qué se dice que una película debe atraer la atención del espectador en vez de hacerle sentir que está obligado a prestar atención.  Parecerá una verdad demasiado obvia, pero valga decirla: la claridad de la lectura depende siempre de la claridad del relato, en este caso cinematográfico.  Hasta una situación complicada debe contarse claramente, y si para hacerlo se elige una estructura compleja, la complejidad de la estructura no puede afectar la claridad de la lectura; en todo caso, debe atizarla.  Lo peor es cuando el autor se dedica a enmarañar las cosas en un alarde de “creatividad formal”, creyendo que al final el contenido seguirá siendo tan comprensible para los demás como lo es para él.  También hay cine de autor pésimo.

Se nota demasiado que este es el primer largometraje de ficción de Shintaro Shimosawa, un productor y escritor de televisión nacido en Chicago que ha trabajado para las series Smallville, The Dead Zone y Criminal Minds.  Desde el principio, Shimosawa hace que Misconduct vaya y venga en el tiempo --el muy útil flashback--, pero resulta que en vez de extraviarnos en el cuándo para llamar nuestra atención y afilar nuestros sentidos, nos confunde en el qué y en el cómo.  Obligados a colocarse en ese desorden, los personajes empiezan a moverse como autómatas para no perder el hilo.  Se da incluso el caso curioso de escenas que por separado pudieran calificarse de magníficas, indudablemente porque en ellas aparece alguno de esos dos monstruos de la actuación que son Al Pacino y Hopkins, y que pese a su calidad dramática, no logran salvar al espectador de la alienación a que es sometido en las secuencias inmediatas.

 Al final, Misconduct no es ni una denuncia de las trampas que hacen las farmacéuticas para ganar más dinero ni un thriller sobre las alianzas tenebrosas de los presuntos defensores de la ley, ni un estudio de la lealtad de la pareja en circunstancias límite.

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