viernes 29  de  marzo 2024
UN HOMBRE EN LA LUNA

La tristeza del padre ausente

El primer año fue el más complicado porque ella me pidió, para sus gastos personales y sus compras de ropa, una suma que me pareció excesiva, y tuvimos que negociar como dos contadores avaros
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Mi hija mayor se graduó de la universidad a finales de mayo. No fui invitado a la ceremonia ni a las celebraciones. Todavía no me recupero de ese dolor.

Ella fue admitida a una universidad de gran prestigio académico en el estado de Nueva York, cuando cursaba el último año de secundaria en un colegio norteamericano de Lima. Su madre, de quien yo estaba divorciado hacía muchos años (si catorce años son muchos), me informó, mediante un escueto correo, de la buena noticia. Felicité a mi hija. Ella fue luego donde mi madre y le pidió que le pagara la universidad. Intervine a tiempo, le rogué a mi madre que no solventara esas cuentas y me comprometí con mi hija a pagarle la universidad.

-No sé si puedo confiar en ti –me escribió ella.

Tenía buenas razones para desconfiar de mí. Yo había tenido una pelea escandalosa con su madre por cuestiones de dinero un par de años atrás. Yo también desconfiaba de mí. Sin embargo, le prometí que no le fallaría, que pagaría sus cuatro años de universidad, y dos más también en caso de que siguiera una maestría.

El primer año fue el más complicado porque ella me pidió, para sus gastos personales y sus compras de ropa, una suma que me pareció excesiva, y tuvimos que negociar como dos contadores avaros. Ella ganó, por supuesto. Rebajé un poco sus pretensiones, pero ella prevaleció. Luego surgió otro problema delicado. Ella me pidió un monto elevado para comprar una camioneta nueva, de lujo, que le permitiera conducirse con comodidad en los duros meses de invierno. Procuré persuadirla de que comprase un auto más económico (digamos, un Toyota, un Honda), alegué que yo mismo manejaba un Honda, pero fracasé y le envié la cantidad que me había solicitado. Una vez que compró la camioneta, no me envió fotos del vehículo, ni me invitó a visitarla. Yo le sugería con frecuencia una visita a Nueva York para vernos, o la invitaba a mis viajes de promociones literarias, y ella respondía:

-No estoy preparada para verte.

Yo no le preguntaba qué estudiaba, qué calificaciones obtenía, qué planes tenía para sus vacaciones, y ella tampoco me contaba nada. Yo confiaba en su inteligencia. Siempre había sido una chica muy lista y no dudaba de que su aventura universitaria terminaría bien. Por desgracia tuvo un accidente menor: se cayó de un balcón, se fracturó una pierna, tuvieron que ponerle cinco clavos. Su madre la acompañó en el hospital y durante la recuperación. Yo pagué las cuentas médicas y de hoteles, como correspondía. No viajé porque sabía que no era bienvenido y no quería imponer mi presencia.

La universidad costaba 35 mil dólares por semestre, y el pago se hacía al comenzar cada semestre. Fuera de eso, le enviaba a mi hija 15 mil dólares por semestre para sus gastos. De manera que cada seis meses yo pagaba 50 mil dólares entre los costos académicos, la comida, el gimnasio, el seguro médico y otros gastos de mi hija. Además se presentaban gastos extraordinarios, como algún viaje corto en un receso académico. Yo insistía en ir a verla, y sobre todo en que viajásemos juntos, pero ella era inequívoca:

-No estoy preparada para verte.

Entretanto, me enteré de que mi madre le había comprado una mansión a mi exesposa, la madre de mi hija mayor. Mi madre se compadeció de los llantos y las súplicas de mi exesposa, y le regaló un caserón a dos cuadras de su casa, en el barrio noble de Miraflores, en Lima. En aquel momento, pensé: si yo hubiese ido a llorarle pobrezas a la madre de mi exesposa, ¿ella me habría regalado una casa? No, ciertamente no. Esa mujer, mi exsuegra, había sido siempre mezquina conmigo, y yo no olvidaba que, cuando salió mi primera novela, “No se lo digas a nadie”, hace más de veinte años, ella me dijo:

-Ojalá te mueras de sida tirado en las calles como un perro.

Tampoco me resultaba fácil olvidar lo que el esposo de esa señora me había dicho, echándome a empellones y entre insultos de su casa, cuando publiqué otra novela, El huracán lleva tu nombre:

-Has dejado a Casandra como una puta.

No era verdad. No había dejado a mi exesposa como una puta. Pero la familia de esa mujer me detestaba.

Entretanto, mi segunda hija fue admitida a otra universidad del estado de Nueva York, todavía más cara que la de mi hija mayor. Ahora las cuentas eran de 100 mil dólares anuales para cada una. Sin contar la suma elevada que tuve que mandarle a mi segunda hija para que se comprase la misma camioneta que manejaba su hermana.

Cuando, hace año y medio, cumplí cincuenta años, hice una austera reunión en mi casa. Vinieron, desde Lima, mi madre y tres de mis hermanos. Mis hijas mayores no quisieron estar en la cena, pero aceptaron mi invitación a Miami, se quedaron en un buen hotel y cenamos juntos un par de veces. Se negaron a visitar mi casa y conocer a mi esposa y mi hija menor. Al menos se había roto el hielo y nos habíamos abrazado después de tres años largos sin vernos.

A finales del año pasado, vinieron nuevamente, se alojaron en el mejor hotel de la isla, y se animaron a venir a la casa y conocer a mi esposa y a mi hija menor. Fue una gran felicidad para mí. Antes de que volvieran a Nueva York, nos hicimos fotos. Les pregunté si podía subir una foto a mi página de Facebook para que mis seguidores supieran que la pelea había terminado, pero mi hija mayor me dijo:

-Por favor no subas ninguna foto. Te pido que respetes mi privacidad.

Me dolió. Ella subía muy a menudo fotos con su madre y la familia de su madre. Pero una foto conmigo le parecía impresentable, deshonrosa, y me prohibía exhibirla. Sentí que mi hija se avergonzaba de mí y prefería ocultarme.

A principios de mayo, le escribí preguntándole cuándo sería la graduación y qué planes tenía. Yo sabía que no sería bienvenido en la ceremonia, pero me gustaba la idea de viajar a Nueva York y cenar con ella la noche de su graduación, o al día siguiente, para celebrar juntos, a solas ella y yo, el final feliz de su aventura académica. No tuve respuesta.

El sábado de su graduación fue un día particularmente triste para mí. Luego me enteré de que había viajado a Europa a celebrar. Vi las fotos, me alegré, parecía feliz. Semanas después, me llegaron dos fotos enmarcadas: una, de su graduación; y la otra, la misma foto que ella me había regalado y yo llevaba en mi billetera. Le escribí:

-La foto que me has mandado no es de tu graduación, porque la tengo en mi billetera hace dos años.

El mes pasado, a su regreso de Europa, me sugirió que le enviase dinero para sus gastos en Nueva York, ahora que ha conseguido un buen trabajo. No he querido enviárselo. Siento que no se lo ha ganado. Todos los días me pregunto si debería enviarle el dinero.

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