viernes 29  de  marzo 2024
JURISTA Y ESCRITOR VENEZOLANO

Caracas, corazón de Venezuela

En esta hora de angustia y desolación, cuando el peso del desgobierno y la amenaza de disolución de nuestros lazos de confianza recíproca agobian, por mediación de Nuestra Señora de Caracas, olvidada, oremos con Andrés Eloy ante Nazareno de San Pablo y pongamos manos a la obra: ¡La peste aléjanos, Señor! 

Diario las Américas | ASDRÚBAL AGUIAR
Por ASDRÚBAL AGUIAR

Discurso de orden en el 449º aniversario de la fundación de Santiago de León de Caracas

Ex gobernador de Caracas y Miembro de la Real Academia Hispanoamericana de Ciencias, Artes y Letras de España

Inicio mis palabras, honorables ediles, honorable alcaldesa, con tono elegíaco. Las lágrimas del pueblo llueven sobre el valle que nos acoge. Este Cabildo se reúne en un momento agonal de la república.

“En la esquina de Miracielos / agoniza la tradición. / ¿Qué mano avara cortaría / el limonero del Señor? /…/ Cuentan que en pascua lo sembrara / el año quince, un español/ y cada dueño de la siembra / de sus racimos exprimió / la limonada con azúcar / para el día de San Simón /Por la esquina de Miracielos / en sus miércoles de dolor / el Nazareno de San Pablo / pasaba siempre en procesión / Y llegó el año de la peste;/ moría el pueblo bajo el sol;/… / ¡Oh, Señor, Dios de los Ejércitos /La peste aléjanos, Señor…!”

Así le canta Andrés Eloy Blanco a los dolores y angustias de esta ciudad, la de ayer y diría que también la de hoy, cuyo 449° aniversario conmemoramos.

Nuestra historia noble, de gestas y de glorias americanas, de partos de hijos universales, por lo visto se cuece sobre los hornos del sacrificio.

La humanidad y el temple que son las características dominantes de lo caraqueño tienen su justa explicación en esta constante; por ser nuestra ciudad, incluso en sus horas menguadas, fuente permanente del ejemplo – lo dice el himno - y fermento inagotable de la esperanza.

Su ser es el no ser, no ser algo acabado. Por ello, desde siempre demanda de sus hijos – los aquí nacidos, los que llegan desde la provincia, los nacidos aquí e hijos de provincianos, los que vinieron de lejos, nacidos en otras tierras – constantes lisonjas, devotos cuidados.

En 1579, trascurridos doce años desde cuando don Diego de Losada nos da sitio estable en este Valle de San Francisco, donde antes intenta forjar ciudad Francisco Fajardo, un descendiente del cacique de Maya, Charayma, la peste del vómito negro se traga a nuestros habitantes. Llevado en procesión San Pablo, El Ermitaño, milagrosamente acaba.

La capilla que en agradecimiento construye el Ayuntamiento para acoger al santo, al sur de la Catedral, llegado el siglo sucesivo - en 1641 - sufre los embates del terremoto de San Bernabé.

Pero la ciudad no se rinde. En 1666 la capilla de San Pablo es reconstruida; hasta se levanta sobre su pared aledaña un hospital y un hospicio para mujeres.

A finales de ese siglo XVII, en 1694, durante 16 meses, otra vez la peste hace estragos en la ciudad. “No cabían los cuerpos en las Iglesias y se enterraban en los campos”, refiere la crónica.

Entonces ya se encuentra, entre nosotros, la actual y venerada imagen del Nazareno de San Pablo, llegada veinte años antes, ante la que se postra nuestro poeta nacional con su elegía escrita durante el segundo decenio de pasado siglo. Aquella es puesta en procesión y se le inunda de ruegos, mientras en su camino tropieza con un árbol de limón y los limones, como don de la naturaleza, trabajados luego por la mano del hombre, hacen el milagro:

“Y se curaron los pestosos / bebiendo el ácido licor / con agua clara de Catuche / entre oración y oración”.

Andrés Eloy, si mirase las filas de hambrientos desdentados que cubren a la capital cuya efeméride nos reúne, en cuya morgue se apiñan las víctimas de la violencia o de la falta de medicinas, donde los niños de Caracas no alcanzan a nacer con el pujar de sus madres desnutridas o desasistidas, lloraría otra vez con el desgranar de sus letras:

“¡Malhaya el golpe que cortara el limonero del Señor…! /¡Malhaya el sino de esa mano que desgajó la tradición…!

Pero no basta el ruego, hay que hacer y tomar el brebaje. Y como el mandato divino obliga a todo ciudadano ser hacedor de su ciudad, cabe, en una hora tan adversa como la presente, asumir como propio el desafío de uno de nuestros hijos más ilustres, Simón Bolívar: “Si se opone la naturaleza, lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca”.

José Domingo Díaz escribe sobre ese instante dilemático de la ciudad y de la república. Es su testigo de excepción y sobre esa otra hora oscura de Caracas, la de 1812, que mi generación ve replicar en 1967, dice: “A aquel ruido inexplicable sucedió el silencio de los sepulcros. En aquel momento me hallaba sólo en medio de la plaza y de las ruinas; oí los alaridos de los que morían dentro del templo, subí por ellas y entré en su recinto. Todo fue obra de un instante… Volví a subirlas y jamás se me olvidará este momento. En lo más elevado encontré a don Simón que, en mangas de camisa, trepaba por ellas para hacer el mismo examen. En su semblante estaba pintado el sumo terror o la suma desesperación. Me vio y me dirigió estas impías y extravagantes palabras: “Si se opone la naturaleza…”.

Entre 10 y 15 mil personas fallecen en este valle de San Francisco, que una centuria antes apenas alberga “innumerable multitud de negros y mulatos y 1.000 vecinos españoles”.

“La plaza estaba ya llena de personas que lanzaban los más penetrantes alaridos… Poco tiempo después de estar en ella se dio una prueba pública del delirio revolucionario” dominante – que apaga a la misma catástrofe o acaso es descubierta como lección – pues al paso se desmorona nuestra Primera República. Sobre el drama a la vista, en el momento agonal, lo que revienta sobre la superficie es el ardor político de los caraqueños.

“Mientras todos estábamos mirando nuestros sepulcros, abiertos a nuestros pies”, afirma Díaz, por una parte, el Prior de los dominicos ora, el Regidor le pide perdón a Don Fernando VII por desafiarle, mientras risueño, mordaz y lleno de contento, por la otra, el mayordomo de los hospitales celebra el derrumbe de la casa de los españoles.

Desde su albor, la Caracas de la “primavera perpetua”, esa que describe el Barón de Humboldt e impresiona al historiador Oviedo y Baños en 1723, muestra “el corazón brioso de los caraqueños, inclinados a todo lo que es política”.

Se explica, así, no de otra manera, que la ciudad, nuestra ciudad, nuestro Santiago de León de Caracas, como hecho público colectivo jamás pueda desaparecer; ni con los desafíos naturales, ni con las mal querencias de quienes desde aquí – en este instante - la buscan mandan sólo para destruirla, por no quererla, manteniendo tras las rejas a su Alcalde Mayor, Antonio Ledezma.

Honorables miembros del Ayuntamiento Metropolitano de Caracas, honorable Alcaldesa Metropolitana Interina, respetadas autoridades, queridas amigas, queridos amigos, noble pueblo que nos acompaña y escucha.

Agradezco, unido a mi esposa Mariela y de los hijos que aún no se han marchado, hacia horizontes lejanos, el inmenso honor que se me tributa al confiárseme la tribuna de oradores en este solemne acto aniversario de la fundación de mi patria de campanario.

Habitada en parte por los parientes de Fajardo, indígenas originarios todos, ocupada por grupos separados, constante de veinte leguas de norte a sur y de cuarenta leguas de longitud, el valle nuestro es descrito hacia 1567 por el gobernador de la Provincia, Juan de Pimentel, como una ciudad cuyos naturales sufren de catarros por sus lluvias y sus vientos, y “tienen la costumbre de bañarse siempre”.

En esta Caracas, lo declaro con legítima emoción, en su esquina de la Fe, pared de por medio con la capilla de la Santísima Trinidad que es heredera de la Iglesia de su mismo nombre, sustituida por el actual Panteón Nacional, hace 67 años abro mis ojos. Aquí respiro nuestro aire primaveral, en la parroquia de los josefinos.

En esa Caracas, entre las esquinas de Carmelitas y Llaguno, en el antiguo Colegio Chaves, aprendo además el abecedario. Sus portones, por cierto, los replica el arquitecto Carlos Raúl Villanueva en las arcadas de la Reurbanización El Silencio, donde me hago hombre, y que marca el inicio de nuestra modernidad.

Me duele, pues, esta ciudad de la que fui, alguna vez, su primer servidor e inquilino del Palacio de Gobierno que se inaugurara en la fachada norte de la Plaza Bolívar el mismo día en que fallece nuestro último gendarme innecesario, el general Juan Vicente Gómez, quien no quiere a Caracas.

Sufro junto a nuestros conciudadanos el drama – por ello resoluble - que una vez más nos rasga en la piel y horada nuestras almas; y que nos humilla sin discriminar por obra de forajidos sin arraigo ni memoria de nuestro devenir, apenas interesados en la expansión de la criminalidad revolucionaria. Me refiero a esa suerte de Marqués de Casa León que ocupa el Palacio Municipal de la esquina de Las Monjas y al indocumentado que habita la Casona de Misia Jacinta, residencia de los Crespo.

Desde aquí, entonces, me es obligante enviar mi palabra de solidaridad y acompañamiento a nuestro Alcalde Metropolitano y a su esposa Mitzy. Él es víctima, desde su cárcel domiciliaria, del oprobio de sus carceleros, los ya señalados. No otra cosa éstos hacen que reescribir las hojas más oscuras de nuestro pasado como ciudad, con la tinta del revanchismo y de la perfidia. No por azar los hijos más universales de Caracas, Francisco de Miranda y Andrés Bello, viven sus ostracismos amamantados por la mezquindad y el espíritu de la traición; mueren lejos del valle que tanto aman, como puede ocurrir con nuestros exiliados del momento.

“… / amada sombra de la patria mía, /orillas del Anauco placenteras, / escenas que la edad encantadora / que ya de mí, mezquino, / huyó con presta, irrevocable huida, /…/ ¿Qué es vosotros? ¿Dónde estáis ahora/ compañeros, amigos, /de mi primer desvariar testigos”.

El maestro Bello reza su oración a Caracas, hace así su elegía como desterrado entre las brumas londinenses.

Ledezma, en lo particular, copiando a Ortega y Gasset es “un incendio de energías” enjaulado, que busca desbordar su probado amor por la ciudad pero que, igualmente, no pierde el don del juicio ponderado como instrumento del quehacer político. Una “carujada”, lo tenemos muy presente, lo expulsa de la sede natural de su gobierno, para instalar desde allí la pedagogía de la arbitrariedad y dividir en feudos a la ciudad que ha sido y seguirá siendo – copio el giro – “la conciencia y el corazón de Venezuela”.

Es este un hecho que no debo pasar por alto, dada su significación. Explica la atomización de la lucha en curso, que se da y se le demanda a nuestro “bravo pueblo” para superar, una vez más y con éxito, su crisis humanitaria e institucional.

En prefacio que escribo a la Historia de Caracas, de mi entrañable amigo y escritor fallecido Tomás Polanco Alcántara, hago constar la preocupación de Arturo Uslar Pietri por el destino de nuestra ciudad: “Caracas dejó de ser una ciudad” señala el escritor, por considerar que la urbe ha perdido su carácter histórico y la conciencia de su identidad.

Alude Uslar a la desaparición del Cabildo único caraqueño, que personifica por más de cuatro siglos a nuestro ser colectivo y la repartición del territorio de la misma ciudad por combinaciones políticas entre seis alcaldías urbanas.

Hacia 1995, cuando ejerzo como Gobernador, asimismo Juan Ernesto Montenegro, cronista de la ciudad y de voz autorizada, comparte dicha visión.

Declaro, al respecto, que, sin lugar a dudas, la ciudad no puede afirmarse sobre egoísmos localistas; pero subrayo, no obstante, que Caracas nunca ha dejado de ser ciudad.

Es en sus orígenes la capital de la Provincia - y luego de República - desde cuando Juan de Pimentel la establece como tal a partir de 1576; a pesar de arrebatársele su primado en algunos momentos de inflexión o por necesidades propias a nuestra Emancipación e Independencia, o para estabilizar a la República.

Las vivencias de la capital, como ciudad, es decir, como hecho cultural y político originario que dura casi cinco siglos, nunca se han reducido al marco estrecho de las cuadrículas de la antigua ciudad. La historia muestra lo contrario.

Caracas es y ha sido una ciudad en constante movimiento desde el oeste hacia el este y viceversa, desde el norte hacia el sur y viceversa; sea como capital de la Provincia de Venezuela, sea como Estado Caracas, ora como Distrito Federal, ora como lo que es desde su nacimiento, una realidad integral a los pies del Waraira Repano, nuestro Cerro Ávila como cantan poetas y trovadores.

Durante el siglo XVIII, Chacao – parroquia de Caracas hacia 1856 - ya es el sitio poblado en donde mantienen espacios de recreo y estancias frutales las familias caraqueñas. Las siembras de café, para el sostenimiento de la economía de la ciudad, se explayan sobre Blandín, San Felipe y La Floresta. El propio Humboldt lamenta que no se haya fundado la primera población más hacia el este del valle, “debajo de la boca del Anauco en el Guaire”. ¡La ciudad ya frisa para entonces los 40.000 habitantes!

De modo que, si el ángel de nuestra historia se pusiese de espaldas al porvenir, al que ineluctablemente le arrastran nuestros vientos indomables; si mirase nuestros muertos, nuestras batallas, nuestros caídos, la apostasía de nuestras autoridades nacionales, nuestros sufrimientos aderezados con una alegría que puede resultar macabra – como la del citado celebrante del terremoto de 1812 - observaría que sobre tales intersticios llega también, de tanto, la hora inexorable de la resurrección.

El Conde de Segur, quien nos visita durante el año en que nace El Libertador, atestigua como “la ciudad de Caracas se ofreció a nuestros ojos con bastante majestad. Ella nos pareció grande, limpia, elegante y bien construida. Me parece – escribe - que se calculaba su población en 20.000 habitantes, pero se asegura que un desastroso terremoto y los furores de la guerra civil han hecho desaparecer aquella prosperidad”. Fue esa, en efecto, una dentro de nuestras varias eras de luces, entre sombras y caídas, como lo apuntan los cronistas de la época.

De modo que, con la mirada puesta en el siglo XXI que nos acompaña, mucho antes de que se sancione la Constitución actual de 1999; distante la circunstancia en la que los propios hacedores – como el ex Alcalde Aristóbulo Istúriz – apuestan por la reforma de la metrópolis y luego se arrepienten al perder el beneplácito popular, afirmo con sinceridad, en 1995, lo siguiente:

“Se impone reconocer la realidad fáctica de Caracas, como unidad espacial y poblacional; admitir que según su proceso evolutivo tiene adquirida una especial fisonomía, la de urbe metropolitana, comprender la necesidad de dotarla de un sistema político administrativo que corresponda a dicha realidad”.

Acepto con Uslar que “sobre Caracas se cierne la amenaza – es ahora un hecho – de una verdadera feudalización… cuyo efecto sería el seccionamiento de la urbe en pequeños señoríos y la desaparición del gobierno de la ciudad”, como expresión de su alma verdadera y primitiva, que parte de Borburata y corre 40 leguas, hacia el este del valle, desde 1560.

Agrego, por ende, que “la articulación de los intereses generales de Caracas debe corresponder al gobierno de la metrópolis. A las alcaldías urbanas toca propender a las exigencias del ciudadano concreto, a nivel local, gestionando la democracia participativa. El Alcalde Metropolitano – es mi propuesta en ese tiempo pasado – ha de tener a su cargo la administración de las políticas globales y propias de la ciudad como un todo y la coordinación de la gestión de las alcaldías urbanas”.

Caracas, en suma, castigada por el Mito de Sísifo, es de nuevo un reto constante a la creatividad y al quehacer de quienes somos sus habitantes. Lo primero, pues se trata de reconstruirla en su tejido moral, es tomar conciencia de nuestro pasado y nuestro presente sin mediatizaciones ideológicas o de conveniencia.

No basta sufrir a Caracas para soñarla y devolverle su dignidad. Lo esencial es mantenernos apalancados sobre nuestras raíces, sobre esa caraqueñidad latente, que quizá no apreciamos a primera vista o no se haga patente sobre la superficie.

Ha sido característica nuestra, de la caraqueñidad, “haber brillado más como esforzados que como inteligentes” según el giro orteguiano; y ese es el dilema que hemos de resolver hasta capturar en nuestras manos el destino de la ciudad.

Hemos preferido, así queramos ignorarlo, “repudiar la cátedra” – a nuestros repúblicos y padres fundadores de 1810 y 1811, los de 1830 y 1961 – y admirar a los cuarteles; con sus decenas de miles de cadáveres provocados por la Guerra a Muerte”, por nuestras guerras de Independencia, por nuestra guerra larga o Guerra Federal, sin que hayamos saciado – y para muestra el régimen imperante en Venezuela - la voracidad de nuestra barbarie. Así lo denuncia sin yerro un noble y leal amigo, el filósofo Antonio Sánchez G.

Cabe admitir, incluso así, que la ataraxia tal vez pueda ser un estado propio del alma, pero no de una ciudad como la nuestra, cuyas dificultades crecen en proporción geométrica a su expansión y demandan respuestas adecuadas a su naturaleza, según cada época.

El ideal de una Caracas en la que no estén presentes sentidas necesidades colectivas o dificultades para satisfacerlas es un mito, que consuela, y al cual se aferran quienes no tienen confianza en el progreso ni aprecian la perfectibilidad de la vida ciudadana.

Un dato de relevancia se impone, y nos ha de acicatear.

Dejamos de ser ciudad triste y alcanzamos notoriedad durante el siglo XVIII cuando se nos da vida propia e institucional, y cuando Madrid suelta sus amarras, incorporándonos “al ritmo de una evolución acorde al mundo civilizado de entonces”, lo constata Ramón Díaz Sánchez.

En el siglo XIX, lo observa Polanco, cuando dejamos de ser ciudad capital y mudan a Bogotá el eje de nuestra vida política, el propio Bolívar dice sobre el deseo de su hermana de mudarse a los Estados Unidos, porque “Caracas está inhabitable”. Y le escribe a su tío Esteban Palacios: “Ud. lo encuentra todo en escombros, todos en memorias. Ud. se preguntará a sí mismo dónde están mis padres, dónde mis hermanos, dónde mis sobrinos… ¿Dónde está Caracas, se preguntará Usted?”.

Llegado el siglo XX, Gómez nos niega. Se muda a Maracay, hasta que, en hora afortunada resucitamos con el ronquito, el general Eleazar López Contreras; vuelve el poder a asentarse aquí, en Caracas, en la ciudad de los políticos, que somos así desde cuando Humboldt tropieza con los naturales del Ávila en su viaje hacia Santiago de León.

Desde ese instante hasta 1999, cuando otra vez somos preteridos y la sede del poder político se muda a La Habana, con sus acusadas falencias Caracas crece, se moderniza, se siente querida y sus habitantes son dignificados.

López, con apoyo de arquitectos franceses que forjan el Plan Rotival, bajo la guía de quien nos cambia el traje colonial – Carlos Raúl Villanueva - sin atropellar lo que somos como ciudad de techos rojos, ordena y regula nuestro crecimiento urbano. Le fija un nuevo punto de intersección a Caracas, que no es más la Plaza Bolívar, sino la Avenida Bolívar y su plaza monumental de las dos fuentes, en la Reurbanización El Silencio: la plaza de Las Toninas de Narváez, llamada O´Leary, desde la que ve su amanecer la democracia en 1958.

Los edificios de El Silencio – que más tarde inaugura el general Isaías Medina Angarita – cuentan con estatura humana; vienen dotados de parques infantiles, áreas de deporte, sitios de reunión y comerciales, plaza principal, avenidas peatonales internas paralelas a las vehiculares, con espacios centrales verdes, semejantes a los de las viejas casas coloniales. Y todo ello en un momento de dificultades económicas.

¡Qué tiempos y qué tiempos éstos, de inhumana revolución, cuando el caraqueño muda en número sin alma, y es mudado a cajones socialistas que no hacen ciudad y le degradan!

Don Rómulo Gallegos, antes de ser derrocado, anuncia la construcción de la Avenida Bolívar y la autopista Caracas-La Guaira. El Coronel Delgado Chalbaud, antes de ser asesinado, inicia dichas obras. Pérez Jiménez hace de Caracas su boutique y las concluye. Y le regala su Centro Simón Bolívar, un teleférico y su hotel Humboldt, la Ciudad Universitaria, los bloques con espacios generosos del 2 de diciembre, rebautizados 23 de enero.

Durante la democracia y hasta 1998, todos los presidentes, oriundos todos de la provincia, hacen objeto de su entrega y su celo a la cuna de El Libertador. Honran a sus habitantes: ¡Caracas, Te quiero!, es la expresión que cierra ese otro ciclo de luces.

Nacen, durante 40 años, sus parques del Este y del Oeste; se construyen el Poliedro de Caracas y el Teatro Teresa Carreño; surgen los Museos de Arte Contemporáneo y del Oeste; se edifican nuestras grandes autopistas (el Pulpo, la Araña, la Francisco Fajardo, la del Este, la de Prados del Este, la Cota Mil) con sus distribuidores; se fabrican los túneles de Catia, San Martín, La Planicie; se ve regada la ciudad de hospitales, como el Oncológico, el Militar, los Magallanes, Lídice, Pérez Carreño, Materno Infantil y la moderna Concepción Palacios; se planifican y construyen las líneas 1, 2 y 3 del Metro de Caracas; se edifica el Foro Libertador, la Biblioteca Nacional, el nuevo edificio de la Corte Suprema de Justicia; el Conjunto y torres de Parque Central signan la versión contemporánea y humana de la vivienda metropolitana; el Complejo Deportivo Parque Naciones Unidas y el estadio Brígido Iriarte completan el circuito de nuestro esparcimiento; y los habitantes del valle recibimos abundantes servicios de aguas blancas y negras, a un punto que el promedio de nuestra vida salta desde 53 años hasta 72 años, entre 1958 y 1998.

Caraqueños:

En esta hora de angustia y desolación, cuando el peso del desgobierno y la amenaza de disolución de nuestros lazos de confianza recíproca agobian, por mediación de Nuestra Señora de Caracas, olvidada, oremos con Andrés Eloy ante Nazareno de San Pablo y pongamos manos a la obra: ¡La peste aléjanos, Señor!

Ganar la libertad es hoy nuestro mayor deber ciudadano. Expulsar al invasor, una obra de conciencia. Reivindicar nuestra capitalidad, es un deber histórico. La posteridad le hará juicio a nuestra generación. Yo me sumo al desafío.

¡Viva Caracas, viva la libertad!

Plaza Brión, Chacaíto, 25 de julio de 2016

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