jueves 21  de  marzo 2024
OPINIÓN

Ha muerto el televisor

Cuando estaba por cumplir quince años, a finales de 1979, un terremoto sacudió mi vida y la cambió para siempre
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Cuando era un niño y vivía con mis padres y hermanos en una casa muy grande en un cerro a una hora de la ciudad, teníamos un solo televisor instalado en la sala principal, sobre la chimenea, y era en blanco y negro, y no existía entonces el control remoto, ni la televisión a colores, ni mucho menos el cable, y solo podíamos ver tres canales, el 4, el 5 y el 7, pero mis padres me tenían prohibido ver televisión durante la semana y solo podía verla muy limitadamente y bajo estricta vigilancia los fines de semana. A mi padre le gustaban los programas humorísticos de Luis Ángel Pinasco, que hacía una interpretación genial de un turista gringo vestido con camisas de flores y pantalones cortos, hablando un español muy cómico con acento disparatado, y de Tulio Loza, quien, azuzado por un enano adulón, hacía escarnio de los políticos con verbo florido y caudaloso. Mi madre no veía televisión, salvo muy ocasionalmente alguna transmisión desde el Vaticano, pues ella desconfiaba poderosamente de las ondas catódicas y la caja pecaminosa, y creía que muchos vicios nefandos se emitían desde ese aparato con antena de conejo y aire inofensivo. Los fines de semana, y cuando mis padres salían o se descuidaban, yo trataba de ver mis series favoritas, principalmente El gran chaparral, Los ángeles de Charlie (yo amaba a Farrah Fawcett) y Hawaii 5-0, y a veces, si era muy afortunado, me regocijaba con algún partido de fútbol alemán, que transmitían por canal 7, la emisora estatal. Mi relación con la televisión era, pues, promiscua, furtiva, clandestina, culposa, y yo soñaba con tener algún día mi propio aparato y ver los programas que se me antojasen, sin recortes puritanos a mi libertad.

Cuando estaba por cumplir quince años, a finales de 1979, un terremoto sacudió mi vida y la cambió para siempre: debido a mis constantes ausencias y mi conducta díscola, me expulsaron del colegio inglés y mi madre decidió matricularme en uno religioso, de curas españoles; como consecuencia de mis constantes fugas de la casa de mis padres y mi relación terrible con mi padre, que me detestaba sin remedio, mi madre me despachó a vivir con sus padres; y en las vacaciones escolares del verano de 1980, yo cumpliendo quince años, mamá me consiguió un trabajo en un diario conservador, “La Prensa”, cuya local principal se encontraba en el corazón de Lima, en una calle peatonal del centro, el jirón del Unión. Esas tres cosas me alejaron de mi padre, enhorabuena, y me permitieron saborear una libertad que hasta entonces desconocía, y por fortuna me ayudaron a descubrir bien pronto mi fiebre o vocación, el periodismo, y ya después la literatura. Con mis primeros sueldos del periódico, yo todavía cursando cuarto año de secundaria, y acudiendo a trabajar al diario con uniforme escolar, nada más salir del colegio, pudo comprarme mi primer televisor, uno pequeño, de catorce pulgadas, sin control remoto, con antena de conejo, pero ya a colores, qué maravilla. Como había que cambiar manualmente de canales girando el dial, puse el televisor a un paso de mi cama, de modo que, estando echado y estirando el brazo derecho, podía girar el sintonizador y pasar del canal 4, al 5 y al 7, tampoco había más canales, y no se veía ningún canal extranjero, desde luego. Mis programas favoritos eran los políticos (el noticiero 24 horas; Buenos días Perú, entonces conducido por un periodista de leyenda, César Hildebrandt; Pulso, con el cascarrabias sabelotodo de Alfonso Tealdo), los deportivos (principalmente Gigante deportivo, con el gran Pocho Rospigliosi, que pasaba los goles de Cubillas en un club de Nueva York, un hecho cultural que paralizaba al país) y, sobre todo, los humorísticos (Risas y salsa, los sábados a la noche, programa que me hacía reír a carcajadas). Aquel viejo aparato de televisión me procuró placeres inestimables, por ejemplo ver los partidos de fútbol en los que el Perú clasificó al mundial de 1982, y terribles humillaciones, por ejemplo ver los goles que nos metieron los polacos en el mundial de España, qué dolor. Y aún conservaba ese televisor sin control remoto cuando, en noviembre de 1983, empecé a salir yo mismo en la televisión, en el canal 5, hablando cosas graves de política.

Cuando cumplí veinte años, el periódico “La Prensa” había quebrado, el presidente García ordenó que me despidieran del canal 5 y me fui a hacer televisión en Santo Domingo, donde conducía un programa semanal que se veía en toda Centroamérica. Viviendo en hoteles en Santo Domingo y San Juan durante largos cinco años, descubrí dos programas que me cambiaron la vida y que no podía ver en Lima: el de Johnny Carson, el rey de las noches en los Estados Unidos, y el de su delfín mimado, el lunático de David Letterman, que me gustaba todavía más, porque era ácido, corrosivo, feroz, impredecible. No había noche que no los viera, y la influencia que ejercieron en mí fue, creo, enorme, brutal, porque entonces decidí que ya no quería ser como los periodistas que más admiraba, los peruanos Hildebrandt y Tealdo, sino como Letterman y Carson, que hablaban de política y con políticos, pero con una mirada risueña e irreverente, y que convertían a la política en una de las formas del entretenimiento. Me propuse entonces fundar un “late night” en la televisión peruana, y recién vine a conseguirlo el segundo semestre de 1990, cuando García dejó el poder, y en 1991 y 1992, cuando Fujimori maliciaba ya el golpe de Estado que lo convirtió en dictador. Recuerdo que ciertos críticos mordaces de Lima me reprochaban que copiaba o imitaba a Letterman, y yo pensaba ¡pero claro que trato de imitarlo, es tan genial que vale la pena el intento de parecerse a él! Es como si le dijeras a un futbolista: ¡qué barbaridad que trates de imitar a Pelé o Maradona!

Me fui del Perú con el golpe de Estado y, ya en los Estados Unidos, seguí siendo un asiduo televidente, pues en aquellos años no existían internet ni Youtube. Veía las noticias a las seis y media de la tarde con Peter Jennings en ABC y con Jorge Ramos en Univisión, y a la noche no me perdía a Carson y Letterman. Ese año, 1992, Carson se retiró y no le dieron el programa a Letterman sino a Leno, lo que me disgustó mucho, porque Leno no me parecía tan gracioso. No veía ficciones, no veía telenovelas en español, no veía programas de chismes y farándula, y no veía tampoco juegos deportivos, porque entonces no transmitían los partidos de fútbol europeo en la televisión de los Estados Unidos. Cuando había un gran partido de fútbol, tenía que ir a un bar latino en Maryland o Virginia, o en Key Biscayne o Miami Beach, y pagar una entrada, y ver el juego en medio de la humareda y el bullicio, cómo han cambiado los tiempos.

Hoy, tantos años después, pasan los días y no enciendo el televisor. Antes lo prendía a las seis y media de la tarde para ver las noticias nacionales, ahora ya no lo hago, que me perdone mi admirado Jorge Ramos. Me mantengo bien informado leyendo diez o doce diarios digitales en inglés y español, ya no viendo la tele. Tampoco veo ya los programas de conversación de la noche, porque Fallon, Kimmel y Colbert, siendo muy talentosos, no me atraen como me hechizaba Letterman. El último “late night” que vi fue el del escocés Ferguson, un loco genial, y lamenté mucho cuando se retiró de puro loco, ya no sé a qué se dedica. Pasan los días, las semanas, y no prendo el televisor, y solo espero a que termine el verano para encenderlo y ver el partido del Barcelona o del Madrid, pero ni siquiera estoy tan seguro de que quiera ver los partidos completos, porque a menudo es más cómodo ver los goles en Youtube. Mi esposa y yo vemos ficciones (la mejor de todas, Breaking bad), pero no las que echan por la televisión regular, sino las que uno compra o baja de Netflix y otras plataformas, y ella ve todo el día cosas en Youtube, y tengo la impresión de que más gente ve mi programa por Youtube, dondequiera que se halle, que en su transmisión en directo por Mega, mi casa en Miami hace ya largos once años, con intención de quedarme once más. Algo ha cambiado radicalmente en mi vida y, sospecho, en la de los demás: el televisor, que antes era el centro de la diversión, el polo de atracción que imantaba a las familias, la fuente de hipnosis que nos mantenía embrujados, está ahora apagado, y los jóvenes ni siquiera se molestan en tener una caja boba en su casa, pues lo ven todo en sus móviles, tabletas u ordenadores. Puedo decir, sin exagerar, que en mi casa ha muerto discretamente el televisor, y aunque tengo cinco o seis aparatos en distintos cuartos, todos duermen el sueño de los justos, la paz del sepulcro, y mi inquietud no es ya la que me desvelaba cuando tenía quince años, comprarme un televisor mío y solo mío para verlo sin restricciones, sino instalar en mi casa una pantalla gigante con cuatro sillones reclinables para ver las ficciones de excelencia que se producen y emiten en las plataformas digitales, no ya en los canales de aire. Me siento, pues, un dinosaurio, un mamut, viendo caer un meteorito.

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