viernes 29  de  marzo 2024
Chile

Once años después

No volví a Santiago, ni a Chile en general, porque ocurrieron un número de cosas que me alejaron de ese país donde había hecho buenos amigos, me había enamorado de una fotógrafa, y me trataban con respeto y aprecio como escritor, tal vez porque Bolaño, quien todavía no había sido canonizado literariamente, me había elogiado por "La noche es virgen" y "Yo amo a mi mami"
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Llevaba once años sin visitar Santiago de Chile, qué pecado. El último viaje que recordaba, y dejo constancia de que mi memoria ya no es de fiar, había ocurrido en febrero de 2005, cuando, acompañado de mis hijas, celebré mis cuarenta años en el hotel Ritz de Las Condes, una espléndida propiedad con un servicio insuperable en el club ejecutivo y una piscina deliciosa en la terraza del último piso. Fue un viaje feliz, lleno de risas y travesuras, todas las tardes en la matiné viendo películas buenas y malas, salvo que en las noches ya casi no dormía y, sin embargo, todavía me negaba a tomar pastillas para inducirme el sueño. Comenzaban los años terribles del frío en los pies y los cuatro pares de medias y las noches infinitas, pesarosas, que me dejaban minado, rebajado, sin fuerzas, al día siguiente.

No volví a Santiago, ni a Chile en general, porque ocurrieron un número de cosas que me alejaron de ese país donde había hecho buenos amigos, me había enamorado de una fotógrafa, y me trataban con respeto y aprecio como escritor, tal vez porque Bolaño, quien todavía no había sido canonizado literariamente, me había elogiado por “La noche es virgen” y “Yo amo a mi mami”: diezmados mis ahorros, y en declive las ventas de mis libros, sin poder superar las ventas estelares de mis primeras novelas muy gays, volví a la televisión en 2006 y de pronto me vi haciendo un programa de lunes a viernes en Miami, otro los domingos en Lima, y un espacio de entrevistas que se emitía los sábados en Buenos Aires, lo que me obligaba a viajar todas las semanas, sin excepción, entre esas tres ciudades bien distantes; mi salud se vio minada por aquellos viajes tan frecuentes e inevitables, y vivía resfriado, y la crisis del frío y el insomnio me reducía a un guiñapo, un zombi, un enfermo crónico que vivía exhausto, tosiendo y tomando toda clase de pastillas para mal dormir en los aviones; mi hígado sufrió los estragos de tantas pastillas y tuvieron que operarme en Miami y quedé peor de lo que estaba antes de la intervención; y, además de no tener tiempo ni salud para pasar más por Santiago, había sufrido un par de humillaciones de las que todavía no me recuperaba, a saber, me habían dado de baja como columnista de La Tercera, sin darme siquiera una explicación o unas disculpas, sin mentirme piadosamente para atenuar la cachetada, y me hicieron grabar uno, dos y hasta tres pilotos para conducir un programa de medianoche en TVN, y los tres ensayos fueron desaprobados por los ejecutivos de ese canal, y al final me dijeron que era un riesgo muy alto darme un programa siendo peruano, y le dieron el espacio a un animador chileno que en ningún caso me parecía divertido, pero, claro, era chileno, y en eso no podía competirle. Echado de La Tercera, menospreciado por TVN, enfermo de frío e insomnio, y siendo ya rehén de las televisiones de Miami, Lima y Buenos Aires, simplemente me olvidé de Chile, de mis amigos chilenos, y pensé que no volvería más a ese país en el que había sido tantas noches feliz, y en el que había vivido unos meses de invierno, a mediados de 2002, conduciendo un programa con Felipe Camiroaga, una queridísima celebridad chilena que habría de morir en circunstancias trágicas en 2011.

Aunque llevaba años sin visitar Chile, y pensaba que ya no volvería más a ese país, ambienté el segundo volumen de la trilogía “Morirás mañana” en las calles de Providencia y Las Condes, en los hoteles de Santiago que mejor conocía (el Ritz y la torre San Cristóbal del Sheraton), en las playas de Reñaca y Cachagua, en las autopistas que van y vienen de Zapallar, en las mansiones arriba de los bosques que miran al mar de Zapallar, un balneario en el que había sido furtivamente feliz con la fotógrafa de la que me enamoré. Alma Rossi, la misteriosa e inescrutable mujer de “Morirás mañana”, estaba inspirada en esa mujer de la que yo me enamoré, una mujer por la que muchos hombres y mujeres babeaban, y que era renuente al amor, esquiva a la pasión, y que a duras penas condescendía a que le dieran sexo oral, pero nunca, nunca, se rebajaba a la vulgaridad de que la penetrasen, así de libre y altiva era mi Alma Rossi, la mujer que leía las hojas de los libros que su padre, tras leer, arrancaba de cuajo y echaba al suelo, una esfinge que tal vez propició la muerte de su madre para convertirse en la millonaria que no vivía en el mundo, sino escondiéndose del mundo. De manera que, aunque no pasé por Santiago ni las playas chilenas ni las montañas de Valle Nevado, sí paseé como un amante pistolero y despechado, mi bien ponderado Javier Garcés, por aquellos paisajes que a buen seguro echaba de menos.

Tenía que volver a casarme y ser padre, y recuperarme de mis dolencias tomando un par de pastillas maravillosas que me curaron del frío y el insomnio porque atacaron la causa de todos los males, mi bipolaridad, y alejarme de las televisiones de Lima y Buenos Aires, para encontrar una semana propicia, comenzando ya la primavera, que me llevase de regreso a Santiago, a la torre del Sheraton, piso nueve, donde me enamoré de la fotógrafa, donde ella me hizo fotos impúdicas, donde nos amamos a escondidas de su esposo y mi reciente exesposa, donde viví unos meses felices en 2002, cuando todavía podía dormir de corrido, sin pastillas ni sobresaltos ni toses viciosas ni pies helados. El regreso fue triunfal en toda la línea: mi esposa y nuestra hija de cinco años no conocían Santiago y la ciudad las recibió con unos días espléndidos, soleados, nítidos, de pura primavera; la fotógrafa de la que me enamoré conoció a mi esposa y a nuestra hija y fui feliz viéndolas reír como si se conocieran de toda la vida; comimos en lugares deliciosos que eran nuevos para mí, como el Hotel Singular del barrio de Lastarria, altamente recomendable, y el Osaka del flamante hotel W, en Las Condes; y me permití una excursión aventurera por las radios y televisiones que fue un bochorno porque nada de lo que dije importó más que el revuelo humorístico que mi acentuada gordura, mis rollizos mofletes y mi guatita rica provocaron en las redes sociales, todo el mundo diciendo sin compasión que Jaime Bayly se había comido a Jaime Baylys, lo que es verdad desde el punto de vista del peso en kilos y también de las novelas.

También pasé por la feria del Libro, en la estación Mapocho, donde di una charla en clave de humor, contesté preguntas amables y biliosas (las biliosas son siempre las políticas), y firmé ejemplares, lo que me ayudó a recordar que mi novela más leída en Chile es, a no dudarlo, “Yo amo a mi mami”, tal vez porque muchos de mis lectores fueron niños durante una dictadura militar, como yo, y supieron querer a alguna persona del servicio doméstico: una nana, un jardinero, un chofer, una cocinera: ¿quién no ha tenido una nana querendona a la que ha amado más que a su propia familia biológica? Me sorprendió que tanta gente fuese a verme y llevase ejemplares de aquella novela que me publicó Anagrama hace tantos años y que, suerte la mía, a Bolaño le encantó. Pero lo mejor de la feria fue encontrarme con la escritora catalana Milena Busquets, mega estrella de la literatura, que, además de escribir maravillosamente (su novela “También esto pasará” es un éxito global, ha sido traducida a más de treinta lenguas, y a mí me conmovió), es guapísima, divertida y encantadora.

El día que teníamos que irnos fue el caos puro: comenzó muy temprano, porque me llevaron a una radio, y luego me sometieron a una tanda de entrevistas con periódicos, y entretanto había dejado a mi esposa y nuestra hija jugando en la Plaza Perú, pues el Parque Metropolitano, detrás del hotel, estaba cerrado por paro, y, acabadas las entrevistas, fui a buscar a las chicas, almorzamos a toda prisa en el Ritz, corrimos al hotel, empacamos como locos, olvidé mi almohada y llegamos al mostrador de Latam faltando apenas media hora para que saliera el vuelo a Buenos Aires, y peor aún con cuatro maletas voluminosas: las dos mujeres elegantemente ataviadas de rojo, detrás del mostrador, nos trataron con una paciencia y una amabilidad extraordinarias, y obraron el milagro: sortearon toda clase de escollos para que pudiésemos abordar el vuelo, y me recordaron que la cálida atención de Latam es, sin duda, insuperable, la mejor del mundo. Gracias a esas dos mujeres angelicales, pudimos viajar, y les quedé infinitamente agradecido y con ganas de seguir viajando en esa estupenda aerolínea.

Cuando me retire de la televisión, me gustaría vivir entre Buenos Aires y Santiago, visitando Lima una semana al año. Algún día, con suerte, terminaré metido en el coño sur.

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