jueves 28  de  marzo 2024
OPINIÓN

Un jugador ya veterano

Si fuera un hombre solo, me habría ido a Puerto Rico, pero cuando tienes una familia, las cosas cambian
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Llevo muchos años, más de veinte, haciendo un programa de televisión en Miami, que se emite en directo, ahora a las diez y media de la noche, de lunes a viernes, y tiene como nombre, impúdicamente, mi apellido, como si fuera un diseñador de moda o una marca de perfumes.

Comprensiblemente, las personas que comparten conmigo ese apellido (mis hermanos, mis primos, mis tíos) podrían pensar que me he apropiado sin escrúpulos de la marca familiar y la he trajinado indebidamente en el fango de la vida pública, manchándola y desdorándola no poco. Lo siento por ellos, ya es tarde para buscarme un nombre artístico.

El canal en que trabajo estos días, que se ve en los Estados Unidos y Puerto Rico, se fundó hace doce años. Se podría decir que soy uno de sus fundadores, el que más tiempo ha conseguido sobrevivir en pantalla, sorteando las intrigas y conspiraciones de los adversarios. Cuando estás en televisión y ganas un buen salario, te haces de enemigos. No son pocos los que quisieran derribarte y ocupar tu lugar. Todo el tiempo hay gente complotando a tus espaldas. No es que te odien, es que quisieran ganar el dinero que te pagan.

Esta última década me ausenté del canal de Miami apenas un año, en que me mudé a Bogotá a presentar un programa todas las noches en una cadena periodística internacional. Después regresé y aquí sigo en pie todavía.

En pie, pero, últimamente, tambaleando, y a riesgo de caerme.

El dueño del canal, un magnate cubanoamericano, propietario de decenas de radios en español en los Estados Unidos, no diría que es mi amigo íntimo, pero tenemos una relación cordial, respetuosa, fundada en que nuestra sociedad nos hace ganar dinero, a él más que a mí por supuesto, y nos vemos dos o tres veces al año.

Hace un par de años sus gerentes me pidieron mudar el programa a San Juan, Puerto Rico, aprovechando los incentivos que había aprobado el gobernador de la isla, y se ofrecieron a subirme el salario si me trasladaba a los estudios del canal en San Juan, pero, debido a razones familiares, decliné el ofrecimiento y les dije que prefería quedarme en Miami, ganando menos dinero, pero sin exponer a mi esposa y mi hija a una mudanza que nadie deseaba en la familia.

Si fuera un hombre solo, me habría ido a Puerto Rico, pero cuando tienes una familia, las cosas cambian.

Tiempo después, y no sé si en represalia por no haber condescendido a mudarme, los gerentes me hicieron saber que estaban planeando lanzar un noticiero en mi horario histórico de las diez de la noche, conducido por una aguerrida periodista de mucha nombradía, y que por eso me pasarían a las once de la noche. Les dije a los jefes que si me movían a las once de la noche para tenderle una alfombra roja a la afamada periodista, tendría que irme, despechado, del canal: me tomaré un sabático, les advertí, a ver si, amenazándolos, lograba deshacer la conspiración.

Pero fracasé e hice el ridículo.

A poco de comenzar la nueva temporada, en enero del año pasado, me hicieron llegar el contrato, y allí pude leer una cláusula que me conminaba a aceptar el cambio de horario. Tras tensas negociaciones y amenazas histéricas de renuncia por mi parte, el canal cedió y se comprometió a moverme a las diez y media de la noche: el noticiero de la prestigiosa señora duraría media hora, y yo iría de diez y media a once y media de la noche. No era una buena noticia para mí, pero era menos mala que ser desplazado a las once. Salir más tarde seguramente bajaría mis números de audiencia, y si esos números caían, también se recortarían las ventas publicitarias, y si las ventas descendían, el dueño del canal y yo ganaríamos menos dinero, y yo estaría más cerca de ser despedido.

En vista de que las circunstancias me resultaban adversas, escribí unos correos a los principales canales peruanos, ofreciéndome a conducir un programa durante la campaña presidencial que se llevaría a cabo el primer semestre del año pasado. El gerente de un canal muy influyente, que me buscó con urgencia hace años y me pidió que cumpliera una misión histórica para salvar al país de la catástrofe de un gobierno chavista, esta vez no respondió, y los otros contestaron amablemente, diciendo que no podían contratarme, pues ya tenían la programación definida. Saben que soy un periodista de opinión, que no soy bueno para callar o disimular mis opiniones, que siempre termino apoyando a un candidato y atacando a otros, y no quieren correr riesgos conmigo, pensé. No he nacido para ser neutral, me dije, y por eso ahora me prefieren lejos, en silencio. Ya te buscarán cuando te necesiten, me consoló mi esposa.

Resignado, firmé el contrato con el canal de Miami, aceptando que me cambiasen de horario en febrero, cuando la renombrada periodista estuviese lista para anunciar sus primicias.

Entonces la gerencia me comunicó que, apenas la respetada señora saliera al aire, yo saldría unas semanas de antena, pues ella ocuparía el estudio donde yo había hecho el programa casi dos lustros, y mi escenografía sería desmontada y destruida para levantar la suya, y por consiguiente, mientras me cambiaban a otro estudio y daban forma a mi nuevo decorado, estaría tres semanas impedido de salir en directo. Me quejé, airado: ¿No le basta a esa señora, a quien tenía como amiga, con darme un codazo y despojarme de mi horario? ¿También me desplazará de mi estudio? ¿Y destruirá mi escenografía, que tanto dinero me costó? Escribí, furioso:

-Es un insulto sobre una humillación. Es demasiado para mí. Renuncio.

Pero no podía renunciar. Decir “renuncio” era solo una figura retórica. Porque si me obstinaba en renunciar, tenía que pagarle al canal el monto anual del contrato que habíamos firmado semanas atrás.

Luego la gerencia me informó, en los términos más comedidos, de que “mi estudio” no era en realidad mío, sino del canal, y “mi escenografía” tampoco era mía, sino de ellos, y ellos correrían con todos los gastos de diseñar y montar un nuevo decorado para mi programa, y que “mi horario histórico” de las diez de la noche tampoco era mío, pues las horas son de todos, no mías, y el canal cambiaba la programación si lo consideraba conveniente, y yo tenía que adaptarme a esos cambios, entendiendo que no se hacían para sabotearme, sino para que las ventas aumentasen y todos ganásemos más.

Pensé: he perdido, me han humillado, no puedo renunciar, me sacarán del aire tres largas semanas, me iré a Nueva York, así me duele menos todo esto. Llamé a mi agente de viajes, le pedí que me reservase tres pasajes en ejecutiva y tres semanas en el hotel Surrey, y cuando me dijo lo que me costaría, casi me desmayo. Luego le dije a mi esposa que, tal como estaban de tensas las cosas en el canal, no parecía razonable irnos a Nueva York a ver caer la nieve.

Así de auspicioso y alentador había comenzado el año pasado para mí.

Eran ya muchos años alejado de la televisión peruana y, si bien me había ofrecido humildemente a regresar, nadie quería rescatarme del ostracismo, y lo más probable era que pasaran muchos años más sin que pudiera volver a disparar mis balas o balines o perdigones desde un programa emitido en Lima. Van a ser once años en este canal de Miami, y a veces, en mis momentos más paranoicos, siento que están empujándome hacia la puerta de salida, y si el noticiero de la avezada locutora sigue teniendo éxito (y de momento lo tiene, según las planillas de audiencia), seguramente me desplazarán a las once de la noche, y después a la medianoche, y finalmente a la una de la mañana, y luego a mi casa o a lavar platos a La Fontana. Y en mi casa soy feliz, obscenamente feliz, más de lo que nunca he sido, y escribo tan contento mis novelas, pero con el dinero que dejan los libros no me alcanza siquiera para pagar los impuestos prediales.

Como los futbolistas veteranos, me gustaría jugar una última temporada en el club de mi pueblo donde todo comenzó, pero por el momento no he conseguido persuadirlos de que se apiaden de mí y me den la camiseta de mis amores, la número diez, y me dejen meter unos goles más, antes de colgar los botines. Por ahora debo seguir jugando en un club cuyo entrenador parece haberme perdido la confianza de antaño y amenaza con sentarme en la banca de suplentes. Descansaré lo que me obliguen a descansar y luego volveré a la cancha con todos los bríos que sea capaz de inventarme. Pero, a mi edad, y tras muchas lesiones, no sé si todavía juego como jugaba cuando todo comenzó, hace treinta y tres años, en un estudio del canal 5 de Lima.

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