martes 26  de  marzo 2024
UN HOMBRE EN LA LUNA

Una madre se queda sola

Carmencita y yo nos habíamos endeudado, poniendo mi casa como garantía, para que ella estudiase, pero el préstamo tenía que pagarlo ella en treinta años y con bajos intereses

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Mi hija Carmencita se graduó de la universidad en mayo. Ya es oficialmente enfermera titulada con especialidad en asistencia de ancianos con artritis. Estoy tan orgullosa que no hay palabras para expresarme. Ya había reservado mi pasaje para ir a Nueva York a acompañarla en su graduación y luego invitarla a comer unas hamburguesas porque estoy corta de plata, pero ella me frenó en seco:

-No, mami, mejor no vengas.

Le pregunté por qué prefería graduarse sin que yo estuviera a su lado como su madre que la adora, y me dijo delicadamente, pero sin un ápice de duda:

-Porque eres alcohólica, mamá, y no quiero que mis amigas te conozcan.

Me quedé muda, vacía, sin reacción.

-No soy alcohólica, Carmencita –le dije-. Me bajo dos botellas de vino para combatir el estrés de mi trabajo como locutora de televisión, pero eso no me convierte en alcohólica, por el amor de Dios.

Carmencita, que es muy avispada, muy lista, muy de mirar documentales en Netflix y saber de todo un poco, me dijo:

-Todo el día estás tomando, mamá. No sé si te lo han dicho en el canal, pero apestas a alcohol.

Me dolió en el alma que usara esa palabra: “apestas”.

-No apesto –la corregí con firmeza-. Será que huelo un poquito a alcohol. No es lo mismo.

-Mamá, por favor, no quiero discutir –zanjó el asunto mi hija mayor-. Simplemente no quiero que vengas. Yo pasaré por Miami después y celebraremos juntas.

Me apresuré a decirle:

-Pero, hijita, no te olvides que yo te he pagado toditos los cuatro años completos de tu universidad carísima que me ha costado un ojo de la cara.

Lo que, en rigor, era mentira, o una exageración, porque Carmencita y yo nos habíamos endeudado, poniendo mi casa como garantía, para que ella estudiase, pero el préstamo tenía que pagarlo ella en treinta años y con bajos intereses.

-¿No te parece que me merezco estar presente en tu graduación? –insistí.

Pero ella ya había cortado. Carmencita es así: sabe lo que quiere, no pierde tiempo, te dice las cosas como son y a otra cosa, mariposa.

El sábado de la graduación me deprimí horriblemente porque mi esposo Silvio, que es un espía consumado y se mete a la cuenta de Carmencita en Instragram, me mostró fotos de mi hija con su novio, con la familia de su novio, con sus amigas, y yo, por supuesto, no aparecía ni de casualidad. Se avergüenza de su viejita, pensé. Reniega de mí. Le parece impresentable que no hable bien el inglés, que esté gorda, que sea borracha, que sea apenas una locutora de televisión y no una profesional titulada como ella. Triste vida la mía. Mi hija, mi propia hija, mi hija mayor, salida de mis entrañas, me aparta de los momentos más felices de su vida y solo me llama cuando necesita algo, sobre todo plata, que además yo no tengo, porque en el canal me han bajado el sueldo y no me queda más remedio que pedirle ayuda a mi Silvio, que es masajista del Ritz y solo con las propinas gana más que yo. En fin, mi hija se graduó y días después me llegó una foto enmarcada del día de su graduación, más nada.

Y luego, por supuesto, no pasó por Miami a visitarme, qué ocurrencia. Se fue con su noviecito a Francia, a la Costa Azul, a Cannes, a Niza, menos mal que unas semanas antes del atentado terrorista, y se dio la gran vida, porque creo que su novio tiene harta plata, y ni siquiera me escribió un mail contándome cómo estaba, y yo seguía esperándola, devastada, disminuida, humillada, rebajada a mi condición de madre fracasada que ya es un estorbo y a la que su hija da de baja sin pena ninguna.

Por eso, porque estaba desesperada, llamé por teléfono a mi segunda hija Paulina, que había conseguido un trabajo por el verano en el zoológico de Washington. La bella Paulina, tan relajada, cero competitiva, amante de los animales, se pasaba el día dando de comer a los monos.

-¿No estás poniendo en riesgo tu vida, hijita? –le pregunté, preocupada-. Porque esos monos no creen en nadie, no confíes en ellos, son bien traicioneros.

-Más traicioneros son los hombres, mamá –me dijo Paulina.

Sin más rodeos, le dije que tenía ganas de ir a visitarla y le pregunté si podía quedarme con ella.

-No, mami, imposible –me dijo-. En mi apartamento somos tres amigas, y cada una tiene su cuarto, no hay espacio para visitas.

-Pero puedo dormir en tu cama, hijita –le sugerí.

-¿Es broma? –replicó, y se rió burlonamente, como si yo fuera una mona vieja, gorda, peluda, que le cae pesada a todo el mundo, a la que nadie quiere tirarle un banano.

-Hijita, te extraño –le dije.

Paulina me preguntó:

-Mamá, ¿estás borracha?

No supe qué contestarle. Eran las cinco de la tarde y había empezado a remojarme el paladar con un vinito tinto desde el mediodía. No estaba borracha, simplemente estaba sentimental.

-Te llamo otro día –le dije-. Salúdame a tus amigas.

Corté, me encerré en el  baño y me eché a llorar. Me sentí una vieja. Mis hijas eran felices sin mí, preferían no verme, me tenían como una borracha de la que se avergonzaban. Hacía meses que no las veía, desde la última navidad, y ya me habían advertido de que la próxima navidad no la pasarían conmigo y con Silvio en nuestra casita de Kendall, porque se irían a Lima a pasar las fiestas con Sandro, su papá, que se había ennoviado con una francesa ricachona y no paraba de viajar. Llamé a Silvio, mi marido, y le pregunté:

-Amor, ¿tú crees que soy alcohólica?

Silvio se rio y me preguntó:

-¿Por qué me preguntas eso?

-Por que así me lo ha dicho Carmencita.

-Yo no diría que eres alcohólica, gordita –me dijo mi esposo, amorosamente-. Yo diría que tienes cultura etílica.

Lo amé.

-Es lo que yo dijo: soy enóloga, no alcohólica –le dije.

Cortamos y me fui a servirme una copa de vino. Luego descolgué una foto de mi hija Carmencita, hasta entonces exhibida en la cocina, y la metí al cuarto de las escobas. Ya no me quiere, pensé. 

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