jueves 28  de  marzo 2024
OPINIÓN

Vicepresidentes (I): Kaine

Es el sustituto institucional del presidente en caso de que éste no pueda seguir en el ejercicio de su cargo y hay que reconocer que semejante eventualidad no es cosa baladí
Diario las Américas | CÉSAR VIDAL
Por CÉSAR VIDAL

La figura del vicepresidente en el sistema político de Estados Unidos es ciertamente peculiar. Por un lado, sus funciones reales son escasas. A decir verdad, podría estarse mano sobre mano y sin mover un dedo, durante todo el mandato si así lo decidiera el presidente y no pasaría absolutamente nada. De hecho, fue el caso de L. B. Johnson durante la presidencia de JFK y, como él, de tantos otros.

Sin embargo, al mismo tiempo, el vicepresidente, sea aspirante o ya ejerza como tal, cuenta con una relevancia extra institucional no escasa. De entrada, de él se espera que pueda atraer los votos que, de manera natural, no irían destinados al candidato a la presidencia. De salida, en caso de que el presidente no pudiera continuar con sus funciones, se vería convertido en eso que, convencionalmente, se denomina “el hombre más poderoso del mundo”.

Es el sustituto institucional del presidente en caso de que éste no pueda seguir en el ejercicio de su cargo y hay que reconocer que semejante eventualidad no es cosa baladí.

El candidato del partido demócrata, el virginiano Tim Kaine, parece diseñado al milímetro para poder cumplir con ambas funciones. El personaje es extraordinariamente simpático –doy fe personal de ello– pero, por encima de todo, es un católico cuya misión fundamental consiste en atraer el voto hispano y el religioso de cualquier signo.

Lo primero lo tiene relativamente fácil porque los hispanos votan mayoritariamente demócrata. No es el caso de Miami, pero en Estados Unidos, el ochenta por ciento de la inmigración hispana es de origen mexicano y su inclinación suele ser más hacia el burro que hacia el elefante.

Por añadidura, Kaine fue misionero en Centroamérica con los jesuitas y habla un español de fuerte acento, ciertamente, pero bastante aceptable.

Para rematar, Kaine desborda el panorama de los católicos del partido demócrata –que, por regla general, como sucedía con Joe Biden, son partidarios del aborto, del matrimonio homosexual y de la ideología de género- y apela a referencias más centradas como puede ser ir a la iglesia todos los domingos o la defensa, desde su juventud, de los derechos civiles.

Kaine es una garantía –supuesta, subrayémoslo– de que Hillary Clinton no se excederá al llegar a la Casa Blanca e impulsará, por ejemplo, una normativa legal en que, si las presuntas víctimas son homosexuales, se presumirá la culpabilidad del también presunto homófobo, salvo que pueda demostrar lo contrario.

Se trataría de un golpe directo contra la presunción de inocencia y los derechos humanos, pero normas de ese tipo ya existen en algunas naciones europeas. La garantía no es segura porque Hillary Clinton ha sido una de las responsables directas de colocar a algún grupo que agrede obscenamente iglesias en el podio de los derechos humanos, simplemente porque el templo estaba en Rusia y las profanadoras eran lesbianas.

Sin embargo, de momento, Kaine está cumpliendo su papel a la perfección. Es el hombre de cordialidad a raudales, casado con una esposa encantadora –más incluso que él– implicado en la práctica de su iglesia y cercano a los hispanos que son, de entre los grupos católicos de Estados Unidos, los más conservadores. Si Kaine conseguirá sus objetivos, es difícil de saber, pero posibilidades, sin duda, las tiene y en abundancia.

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