jueves 3  de  octubre 2024
OPINIÓN

El desprecio de Correa por la libertad de expresión

No deja de ser cuando menos inaceptable que exista una limitación cada vez mayor a la presencia libre de los medios en actos públicos, además de la negativa de los miembros del Gobierno a conceder entrevistas o declaraciones a periodistas “conflictivos”

JUAN CARLOS SÁNCHEZ
Analista y consultor

No ha sido ninguna sorpresa que uno de los últimos informes de la Fundación Andina para la Observación Social y Estudios de Medios (Fundamedios) califique el año 2015 como “el peor” para la libertad de expresión en Ecuador.

Sólo el pasado año se produjeron 377 acciones gubernamentales en contra de periodistas y medios de comunicación, 123 más que las registradas en 2014, según esta organización civil que trabaja desde 2006 a favor de los derechos humanos en el país andino.

Con absoluta impunidad, el régimen ecuatoriano está reconfigurando un entramado mediático a imagen y semejanza de su poder absoluto. Varios periódicos se han visto obligados a cerrar o a cambiar de línea editorial en respuesta a las presiones del Gobierno, que no se inhibe en practicar agresiones físicas a periodistas, descalificaciones públicas, demandas judiciales contra medios de comunicación y periodistas, así como persecución a tuiteros y blogueros y hasta censura de contenidos de Internet.

Pero la hegemonía mediática con fondos públicos y el acorralamiento a los medios ha ido más allá. Los funcionarios del presidente además de coartar el derecho a la información, amenazan a los propietarios con negar la renovación de licencias y retirarles el presupuesto publicitario institucional. Para completar el cerco, examinan con lupa el contenido de todos los periódicos, revistas, libros, películas o informativos incómodos, a la vez que suprimen e imponen contenidos que incluyen réplicas, tergiversaciones y condenas descalificadoras, siempre a favor del Gobierno.

Al estilo de su maestro Hugo Chávez, sábado tras sábado, en el programa de televisión «Enlace ciudadano», el gobernante rinde cuenta de su trabajo semanal, y repite el mantra: “Prensa corrupta, prensa corrupta”. Un espacio de corte estalinista en el que han exhibido de manera amenazante fotos de los periodistas que han expresado algo que al ‘máximo líder’ no le gusta, exponiéndoles al escarnio público.

Se equivoca el mandatario Rafael Correa, que presume de consultas populares para perpetuarse en el poder, cuando se lamenta de los medios que no se guían por las mismas normas y obligaciones que la prensa partidista. Si lo que quiere decir el presidente ecuatoriano en relación al polémico tema de la relación del periodismo con el poder, es que la satisfacción de su Gobierno se mide de acuerdo al grado de servidumbre de determinados medios de comunicación alineados con el discurso oficialista, la democracia corre un grave peligro.

En este sentido, la propia credibilidad del Gobierno -y de algunas instituciones afines como la Corte Constitucional- está en entredicho si se analiza su modelo del linchamiento contra los periodistas que Correa ha adoptado como una de sus principales estrategias. Un régimen que ha invadido todas las esferas de la vida pública y que sólo permite la entrega de imágenes empaquetadas y notas de prensa prefabricadas y editadas por sus propios gabinetes oficiales de comunicación, obsesionados en controlar el alcance de la noticia para ponerla al servicio de una ideología o de determinados intereses oficiales.

Por otra parte, no deja de ser cuando menos inaceptable que exista una limitación cada vez mayor a la presencia libre de los medios en actos públicos, además de la negativa de los miembros del Gobierno a conceder entrevistas o declaraciones a los periodistas que ellos califican como “conflictivos”. Basta este dato para ilustrar la arbitrariedad, opacidad y ejercicio desleal del ejecutivo con la prensa nacional e internacional acreditada en el país: no sólo prohíbe a sus funcionarios enviar publicidad oficial a los medios “enemigos” sino que además ordena a sus ministros y altos cargos esquivar declaraciones a los medios «que tienen negocios con fines de lucro y atacan al Gobierno”.

Precisamente, es el Gobierno el que tiene que velar, preservar -y propiciar- los espacios de libertad para que la prensa desempeñe su papel, y no ésta la que necesite acreditar un marco de convivencia y tutela jurisdiccional de los derechos públicos, particularmente de los derechos de libertad civil. En cualquier caso, el Estado es el administrador de la ley y por ello tiene que ser el primer cumplidor a la hora de impedir actuaciones hostiles al ejercicio libre del periodismo.

Para que exista libertad de expresión hacen falta dos condiciones: que la clase política no se erija en propietaria de la libertad de información y, a la vez, que el debate de ideas y el pensamiento crítico avalen el pluralismo. En Ecuador ambos principios corren el peligro de descomponerse entre las grandes pretensiones de un poder político que además de condicionar a la prensa para que no vertebre la opinión pública, juega con la indefensión de una sociedad masificada y condicionada por un ejercicio de sectarismo y lo que es peor, de totalitarismo.

Un ejecutivo a la defensiva con numerosas leyes a la deriva -La Ley de Comunicación de Ecuador, considerada por la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) como la “más restrictiva del Hemisferio”- es la mejor presa para la manipulación, la falta de transparencia y el ataque a los informadores que ejercen con profesionalidad el oficio cada día.

En todo caso, la cacería implacable en contra de periodistas y medios de comunicación, atenta contra los dictámenes de la Corte Interamericana de los Derechos Humanos, que establece que no comete delito quien reproduce información de terceros.

Los problemas de Ecuador -ya sean económicos, políticos o sociales- se solucionan con el respeto a los derechos de los ciudadanos y a las reglas de la democracia, no quebrantando el espejo que refleja, cuestiona y ofrece soluciones a la realidad del país, y que constituye un ejercicio de abuso de poder absolutamente incompatible con cualquier atisbo de existencia de un Estado de derecho.

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