miércoles 31  de  mayo 2023
FLORIDA

Huracán Andrew: 60 minutos que cambiaron a Miami

A 30 años del paso del terrible huracán, recordamos las vivencias que ayudaron a hacernos aún más grandes

Por JESÚS HERNÁNDEZ

MIAMI.- Hace 30 años, el lunes 24 de agosto de 1992, un enorme huracán desató su furia sobre Miami-Dade. La aplanadora llamada Andrew, con vientos de 165 millas o más por hora, unos 265 km/h, amenazó el centro de la ciudad y a última hora hizo un pequeño giro para desatar su fuerza sobre la zona sur del condado floridano, donde destruyó 63.000 viviendas, dañó parcialmente 100.000 y causó la muerte a 65 personas, así como heridas a cientos.

El centro de la ciudad fue embestido con vientos de 115 millas por hora, 185 km/h, y pequeños tornados. Grandes ventanales de rascacielos cayeron a las calles, arboledas fueron reducidas a escombros, techos de casas fueron dañados y en unos minutos la ciudad, con sus zonas adyacentes, dejó de ser una urbe del llamado primer mundo, sumida en el caos de la supervivencia, sin electricidad, ni agua ni comida, en medio de un agotador verano de agosto.

La espera

Unos días antes, el 16 de agosto, los meteorólogos advirtieron de la formación de una onda tropical, en medio del océano Atlántico, cuyas lluvias y vientos anticipaban la formación de un huracán.

Una fuerte zona de alta presión, ubicada encima del archipiélago de Bahamas, forzó al ciclón a seguir una ruta recta hacia Miami.

“Entonces, muchos [miamenses] desestimaban los pronósticos de ciclones y optaban por seguir sus vidas”, recordó Frank, vecino de Coral Gables.

Incluso, muchos jóvenes celebraban la cercanía de huracanes y preparaban fiestas, cerveza en mano.

“Se burlaban”, señaló el vecino de Coral Gables. “Pero tras el paso destructor de Andrew las cosas cambiaron: ahora prestamos más atención a los partes de meteorología y nadie se atreve a celebrar un hurricane party”.

De hecho, el día anterior a la llegada de Andrew, el domingo 23 de agosto, el Sol resplandecía en Miami, como es habitual, y el cielo mostraba un color azul intenso, sin la presencia de nubes que anticiparan la tormenta por venir.

“Recuerdo que muchos fueron a la playa, otros acudieron a última hora a los supermercados a comprar comida y agua, a las ferreterías a buscar tablas para resguardar sus ventanas”, memorizó Sandra, vecina de la zona de Cutler Ridge, donde el huracán azotó horas después.

La suerte estaba echada. Andrew estaba a la vuelta de la esquina y se preparaba, con toda su furia, para azotar a Miami.

Suceso

Durante la tarde del domingo, Andrew continuaba transitando en dirección recta a la ciudad, cuando seguía el curso que le dictaba la centrífuga de alta presión que permanecía sobre Bahamas.

Sandra llamó por teléfono a sus padres, que vivían en una zona cercana a Coral Gables, y les dijo que no se sentía segura en su casa y rápidamente la acogieron, junto a su esposo, un sobrino que les visitaba de Nueva York y sus dos gatos.

“La noche transcurrió en torno a la mesa del comedor”, trajo a la memoria Sandra. “Entonces, no existían los teléfonos celulares ni internet y todos dependíamos de los informes en la radio o la televisión”, subrayó.

La noche, la larga noche, no parecía tener fin. Un interminable silencio anunciaba el devastador paso de lo que más tarde llamaron The Big One, el gran huracán.

Pasadas las 12 de la noche, la electricidad, el gran invento de finales del siglo XIX, desapareció.

El viento, el abominable fuerte viento comenzaba a golpear las paredes de la casa de los padres de Sandra y un estruendoso ruido anunció la caída de algo grande.

La curiosidad se adueñó del sobrino, que sin conocer el peligro se atrevió a disponerse a abrir la puerta de la casa. Un fuerte grito “Shut that fucking door” fue suficiente para detener al joven neoyorquino.

Otro estruendoso ruido y otro más anunciaron más destrucción, sin que pudieran mirar afuera para ver qué sucedía.

Al otro lado de la ciudad, unas 20 millas al sur, donde Sandra tenía su casa, el inmenso vórtice del huracán echó sus mayores garras y la gente vivió los peores momentos de sus vidas.

Unos buscaron refugio en los baños y los closets. Otros se cubrieron con colchones o simplemente pidieron clemencia a los dioses ante tanta angustia. El sonido aterrador del viento, unido a la desesperación, anunciaba el paso insostenible de la devastación.

“Nunca más volveré a quedarme en casa”, afirmó Luisa. “La casa temblaba y nosotros adentro, mi esposo y mi niña de seis años”, destacó.

Hoy, la niña tiene 36 años y recuerda aún cómo su madre lloraba mientras la abrazaba.

Minutos después

Amaneció y el Sol volvió a resplandecer, como si fuera un día cualquiera. Pero debajo de los rayos de luz la ciudad lucía devastada.

La gata de los padres de Sandra, que siempre corría al ver una puerta abierta para salir al patio, paró en seco al ver la destrucción.

Los estruendosos ruidos que escucharon un par de horas antes se habían cargado una buena parte de las tejas del techo de la casa, la cerca de madera que protegía ambos lados del patio, un árbol de framboyán y el amplio jardín, con plantas tropicales y orquídeas, que tanto cuidaban.

En medio del patio yacía el semáforo de la intersección de Coral Way y la avenida 22, que tras volar media cuadra de distancia aterrizó donde pudo.

Sandra corrió a su casa, acompañada de su esposo y hermano, mientras esquivaba árboles caídos y tendidos eléctricos.

Advertida por la destrucción que divisó en el camino, con camiones volcados por los vientos y cientos de viviendas sin techo, imaginó lo que encontraría.

“Medio techo cayó y las ventanas prácticamente desaparecieron”, recalcó.

En la casa, donde tanto cuidó una exquisita decoración contemporánea, los muebles estaban cubiertos de ramas y una rara mezcla de polvo, residuos del techo y lluvia.

Un perro, que habría entrado a la casa en busca de refugio, reposaba en un extremo del sofá.

Desconfiado, el animal bajó al suelo cubierto de desechos, y salió a la calle y al ver el resplandeciente sol, echó a correr.

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