miércoles 27  de  marzo 2024
Cuba

Heredia: el dolor del exilio

En José María Heredia se gesta un temprano tránsito desde una mentalidad liberal hacia la plena asunción de la identidad americana
Diario las Américas | EDUARDO MORA BASART
Por EDUARDO MORA BASART

Al analizar la línea evolutiva del pensamiento cubano, descubrimos que está plagada de gigantes, a la usanza de los héroes renacentistas, que se erigen como tótems de la nación. Uno de ellos, es José María Heredia: escritor y patriota. A quien José María Chacón y Calvo llamó Poeta Nacional y José Martí calificó como Primer Poeta de América. En Heredia, se gesta un temprano tránsito desde una mentalidad liberal hacia la plena asunción de la identidad americana. Sin embargo, es frecuente que la historiografía silencie las zonas de su vida que se erigen como curvaturas absorbidas por los agujeros negros del tiempo.

Las rememoraba por estos días, al releer “La novela de mi vida” de Leonardo Padura. Una obra que, desde el exergo, es genuina expresión de los avatares existenciales del poeta: “¿Por qué no acabo de despertar de mi sueño? ¡Oh!, ¿cuándo, ¡Dios mío!, acabará la novela de mi vida para que empiece su realidad?”

La frase sintetiza la vida del poeta. Fue incluida en una carta de 1824 a su tío Ignacio Heredia, a la que antecedió la escritura de la “Oda al Niágara”, bautizada por el escritor y periodista estadounidense William Cullen Bryant como el mayor monumento literario erigido a las cataratas que sirven de puente entre Estados Unidos y Canadá.

“Niágara poderoso!

¡Adiós! ¡adiós! Dentro de pocos años

Ya devorado habrá la tumba fría

A tu débil cantor. ¡Duren mis versos

Cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso

Viéndote algún viajero,

Dar un suspiro a la memoria mía!

Y al abismarse Febo en occidente,

Feliz yo vuele do el Señor me llama,

Y al escuchar los ecos de mi fama,

Alce en las nubes la radiosa frente”.

La misiva enviada el 1 de abril de 1836 al Capitán General de la Isla de Cuba, Miguel Tacón, se cierne sobre Heredia como acto sacrílego. En ella, solicitó una licencia para visitar a su amada isla y se retractó de las ideas políticas que defendió al enrolarse en la sublevación de los Soles y Rayos de Bolívar.

El movimiento sustentado por las logias masónicas -fraguado desde 1820- fracasó. Los preparativos fueron abortados el 14 de agosto de 1823, por una delación que condujo a seiscientos de los implicados al encierro. El poeta alcanzó a refugiarse en la casa de José Arango, amigo de su siempre fiel tío Ignacio. Desde allí, conoció el auto de prisión dictado en su contra, aun cuando adujo su inocencia en carta al instructor de la causa en la ciudad de Matanzas, Francisco Hernández Morejón. De nada valieron sus esfuerzos: sus amigos Aranguren y Betancourt declararon que Heredia los había iniciado en la congregación de raigambre masónica.

Resulta paradójico, o quizás expresión de su antinomia interior, que en la carta pidiera ser exculpado, mientras en el propio contexto escriba unos encendidos versos que, aunque destilan frustración y desencanto, son precursores de la poesía revolucionaria cubana:

“Que si un pueblo su dura cadena

no se atreve a romper con sus manos,

bien le es fácil mudar de tiranos

pero nunca ser libre podrá”.

(La estrella de Cuba).

La suerte estaba echada. Sería conminado a un cruel y forzado destierro. El 14 de noviembre de 1823 parte con destino a Boston, Estados Unidos, a bordo del bergantín Galaxy. Al puerto de Massachusetts arribó tiritando de frío el joven imberbe, enjuto, que pronto sería blanco de una épica batalla contra la enfermedad que lo carcomió: la tuberculosis. Llegaba a un país por el que sentía gran admiración, como reafirman los versos escritos después de visitar la tumba de George Washington en Monte-Vernon:

“Alzando a la primera magistratura

de tu Patria la suerte coronaste,

y en cimientos eternos afirmaste

la paz, la libertad sublime y pura”.

Allí aprende inglés, imparte clases de español, admira y frecuenta el mercado de pescado de Fulton, en Nueva York; publica parte de lo más connotado de su obra poética. En su epistolario relata la aversión por un frío que no solo hiela sus manos, sino hasta la tinta de la pluma; convirtiéndose la chimenea de la casa en su único resguardo. El tormento por el frío lo hizo recorrer Boston, Filadelfia, Nueva York y New Orleans, desde donde llegó a México el 7 de septiembre de 1825. Llevaba una carta de recomendación de Vicente Rocafuerte, dirigida al presidente mexicano Guadalupe Victoria. Heredia se sentía atraído, además, por la experiencia republicana de Victoria. El entonces presidente de México lo colmó de honores y le ofreció, en 1826, un puesto como funcionario de la Secretaría de Estado y del Despacho de Relaciones Interiores y Exteriores.

En México se siente curado de la más desgarradora enfermedad del destierro: la nostalgia. Allí se mueve con libertad por el mundo del periodismo, la jurisprudencia, escribe teatro, -la puesta en escena de una versión del Tiberio, escrita por André Marie Chénier, deviene acontecimiento social- y es admirado por selectas figuras políticas como Santa Ana y Andrés Quintana Roo. Sin embargo, en 1829 sufre los avatares anárquicos que aquejaban al país, no exento del visceral caudillismo que padecía la América.

Las noticias de allende los mares se suman a su pesar. Los vicios destruyen a Cuba. Su amigo el padre Varela, fue conminado a cerrar la publicación “El Habanero” por falta de apoyo financiero y la esclavitud parece perpetuarse. La total entrega a una vida de martirologio se desvanece en él y la tuberculosis acerca el día en que la tumba devorará al cantor. Las gestiones de su madre María de la Merced para lograr un indulto fueron estériles, aun cuando contaron con el apoyo de familiares, vecinos y del siempre fiel tío Ignacio.

Heredia sólo vislumbra una salida: escribirle al Capitán General de la Isla, como hace en el mes de abril de 1836. “Se me asegura que V.E.-vuestra excelencia- expresó saber que mi viaje tendría un objeto revolucionario, por lo que no dudo que sus informantes me han calumniado cruelmente. Es verdad que ha doce años la independencia de Cuba era el más ferviente de mis votos, y que por conseguirla habría sacrificado gustoso toda mi sangre. Pero las calamidades y miserias que estoy presenciando en los nuevos países americanos han modificado mucho mis opiniones, y hoy vería como un crimen cualquier tentativa para trasplantar a la feliz y opulenta Cuba los males que afligen al continente americano”.

Tacón asiente a la solicitud. Actitud que puede interpretarse como una jugarreta del Capitán General de la Isla de Cuba para borrar del escenario político cualquier atisbo de sedición. Lo reafirman las monumentales obras que se erigen en la Habana e incluyen un paseo bautizado en su honor.

Habían pasado doce lacerantes años separados de su madre. A quien lloró durante horas, días y noches frente al retrato al óleo que recibiera el 31 de diciembre de 1835 por su cumpleaños. En el horizonte percibe la posibilidad de abrazar a su tío Ignacio, apoyo financiero y espiritual en los devastadores momentos del destierro, a Ignacia, su hermana preferida, a sus sobrinos y de cotejar, junto a Domingo del Monte, los textos que conformarían un nuevo poemario.

La isla de Cuba aguardaba. Aun cuando atrás debiera quedar su esposa, Jacoba, hija del gran amigo de su padre Isidro Yáñez, sus hijos Loreto, José de Jesús, Luisa y las tumbas de tres de sus hijos: María de la Merced, fallecida en 1829, de Julia y del menor José Francisco, cuyos decesos fueron entre mayo y julio de 1835. Urgía, además, una conversación con Lola Junco, la protagonista de la novela de su vida, la joven que llegó a jurarle, embarazada del niño que bautizaría en honor a San Esteban, un amor inagotable como el manantial del que nace el río Yumurí, en Matanzas. La mujer que sumió la vida del poeta en un inenarrable calvario, cuando supo en México que Esteban había muerto al nacer –noticia a la postre falsa-, de su definitiva ruptura y del inminente matrimonio con Felipillo Gómez, que le hizo exclamar desgarrado:

“Amor, amor tan sólo

suspiro sin cesar, y congojado

mi corazón me oprime…cruel estado

de un corazón ardiente sin amores”.

Aun cuando el tiempo lo cura todo, Heredia no podía abandonar esta vida sin un encuentro con Lola Junco, como el que tuvo lugar el 26 de diciembre, día de San Esteban, el santo por el que ella profesaba una especial devoción:

_ ¿Y por qué me escribiste aquella carta?

_ Me obligaron.

_ ¿Y por qué no volviste a escribirme?

_ ¿No era mejor que me olvidarás? ¿Qué vivieras tu vida sin verte atado a un pasado que no podías cambiar, a un hijo que no podrías ver? También creí que el silencio era lo mejor.

_ ¿Y por qué me lo dices ahora?

_ Porque se todo de ti. Sé que estás enfermo. Que en unos días tienes que volver a México. Y porque todavía te amo.

Las huellas de la visita a Cuba fueron desgarradoras. Sus amigos lo condenaron al noveno círculo de Dante: reservado a los traidores. Lo testifican las palabras del periodista y poeta Félix Tanco al dirigirse a Domingo del Monte: “He visto y abrazado a José María Heredia. Lo abrazaba y sentía vergüenza, sentía indignación, sentía lástima. Lo veía como a un desertor, como a un tránsfuga abatido, humillado, sin poesía, sin encanto, sin virtud”.

Fue Tanco quien rehuyó participar en la sedición contra el gobierno español, aun cuando adujera ser un inveterado amante de la libertad y reacio enemigo de la esclavitud. Las traiciones se sucederían. Domingo del Monte, a quien dedicó en México José María Heredia su segundo cuaderno de poesía, fue quien hizo pública su carta al Capitán General Miguel Tacón, sobre quien recaen estudios históricos que lo señalan como el principal responsable de su delación durante los sucesos de Los Rayos y Soles de Bolívar. En una pequeña esquela que le envía al poeta, enhebra palabras que le causan profunda humillación: “Ángel caído: siempre te quiere con caridad y cariño sin igual, tu constante amigo, Domingo”.

En carta enviada a Dolores Junco el 3 de mayo de 1839 desde su lecho de muerte en México diría: “Salvo esas pequeñas reparaciones, tan valiosas para mi espíritu, mis días en Cuba me enseñaron, con despiadada crueldad, hasta que extremos pueden llegar el odio, la vanidad, la envidia, el afán de poder y la capacidad de venganza albergada en el corazón de los humanos. Sufrí, en esas pocas semanas, las más espantosas vejaciones y desprecios, las más inconcebibles decepciones, y entré en conocimiento de las más desfachatadas supercherías que la mente humana pueda concebir. Y supe, para colmo de desengaños, que el origen de todos mis grandes pesares había sido una traición, salida de una persona a la que yo entregué mi confianza, mi afecto de amigo y, más de una vez, mis perdones”.

José María Heredia se despidió de Cuba, a bordo de la goleta El Carmen, el 16 de enero de 1837. En México lo aguardaba el caos y el desorden. Allí había perdido toda su influencia política, teniendo sólo bajo su custodia la parte literaria del Diario del Gobierno de la República Mexicana: dádiva concedida gracias a la mediación de su amigo Quintana Roo. Los incumplimientos en el pago de los salarios adeudados, la nueva ley dictada que exigía ser ciudadano mexicano para optar por una magistratura, unido al agravamiento de su enfermedad, lo obligaron a alejarse del trabajo. Heredia se vio obligado, en los últimos días de su vida, a vender sus propios libros para procurarle un bocado de comida a su familia.

En carta a Dolores Junco, antes citada, sentencia: “Mi enfermedad, aunque del cuerpo, es también del alma. Especialmente penoso me resultó descubrir que, siendo ya incapaz de escribir poesía, no encontraba tampoco siquiera un amigo a quien enviarle una carta y contarle mis angustias. Pero, necesitado de hacer lo único que he sabido hacer en los duros días en la tierra, comencé a escribir dirigiéndome a Dios, y fui volcando sobre el papel los avatares de esta extraña y persistente novela que ha sido mi vida”.

El jueves 7 de mayo de 1839, a las diez de la mañana, en la Calle del Hospicio de San Nicolás, número 15, en la Ciudad de México, muere el último escritor neoclásico y el primer romántico de América, cuyas obras “Niágara”, “En el Teocalli de Cholula”, “Himno del Desterrado” y “La Estrella de Cuba”, se inscriben como paradigmas de la lírica cubana e hispanoamericana. Fue enterrado ese día en el Santuario de María Santísima de los Ángeles. En su lápida quedó grabado como epitafio:

“Su cuerpo envuelve del sepulcro velo

Pero le hacen la ciencia, la poesía

Y la pura verdad que en su alma ardía

Inmortal en la tierra y en el cielo”.

Al ser clausurado el cementerio, sus restos fueron depositados en una fosa común en Tepellac.

En el discurso en homenaje a Heredia, el 30 de noviembre de 1889, en el Hardman Hall de Nueva York, José Martí señala: “Pero nuestro Heredia no tiene que temer del tiempo: su poesía perdura, grandiosa y eminente, entre los defectos que le puso su época y las limitaciones con que se adiestraba la mano, como aquellas pirámides antiguas que imperan en la divina soledad, irguiendo sobre el polvo del amasijo desmoronado sus piedras colosales”.

José María Heredia es uno de los padres fundadores de la nación cubana y se erige majestuoso como pilar de la nacionalidad. Aunque su vida se movió entre Cuba, República Dominicana, Venezuela, Estados Unidos y México su obra destila una cubanía visceral. Una placa de bronce situada en las Cataratas del Niágara le rinden homenaje, como lo hace desde el año 1902 una de las calles más famosas de Cuba, situada en la provincia de Santiago de Cuba.

Una y otra generación de cubanos evocará al hombre que, retomando a Martí, no fue más perfecto que el sol, pero sufrió el dolor del destierro, desde el desamor, la traición, la añoranza por una Cuba libre y próspera. Si urgiera endilgarle alguna mancha fue supeditar la gloria patriótica por besar la frente cansada de María Merced, su madre, la de su adorada Ignacia, escuchar de boca de Lola que solo las presiones familiares la hicieron obrar así y por volver a contemplar a su amado Pan de Matanzas, que inenarrables recuerdos le suscitaría al divisarlo en su trayecto hacia México. Entonces sólo tuvo fuerzas para llegar al camarote y enhebrar una pieza literaria que sintetiza parte de la vida de una nación:

“Si es verdad que los pueblos no pueden

Existir sino en dura cadena,

Y que el Cielo feroz los condena

A ignominia y eterna opresión,

De verdad tan funesta mi pecho

El horror melancólico abjura,

Por seguir la sublime locura

De Washington y Bruto y Catón.

¡Cuba! al fin te verás libre y pura

Como el aire de luz que respiras,

Cual las ondas hirvientes que miras

De tus playas la arena besar.

Aunque viles traidores le sirvan,

Del tirano es inútil la saña,

Que no en vano entre Cuba y España

Tiende inmenso sus olas el mar”.

Fue tal la grandeza de Heredia, que el más universal de los cubanos lo invocó en tono de plegaria: “Danos, oh padre, virtud suficiente para que nos lloren las mujeres de nuestro tiempo, como te lloraron a ti las mujeres del tuyo; o haznos perecer en uno de los cataclismos que tú amabas, si no hemos de saber ser dignos de ti”.

José María Heredia sufrió la enfermedad del exilio. Dolor que pesa sobre el pueblo de Cuba durante siglos. Sea por su confrontación al colonialismo español, resultado de los desmanes políticos del gobierno de Gerardo Machado, por la anarquía suscitada durante el segundo mandato de Fulgencio Batista o por el totalitarismo en que sumió Fidel Castro al país tras mancillar la base democrática que lo sustentaba. Millones de cubanos, como Heredia, sueñan con el fin de la novela de sus vidas, para que empiece su realidad.

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