jueves 28  de  marzo 2024
OPINIÓN

Huir de un huracán para caer en otro

Muchos años atrás, en 1992, me había quedado en Miami para enfrentar con curiosidad literaria y espíritu suicida al huracán Andrew, categoría 5, y la noche había sido una auténtica pesadilla
Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Cuando anunciaron que el huracán Dorian se había fortalecido al punto de llegar a categoría 4, se dirigía viciosamente a las Bahamas y, de cumplirse los pronósticos, podía golpear las costas de la Florida a la altura de Palm Beach, no dudé en decirle a mi esposa Silvia que debíamos irnos de Miami cuanto antes y ponernos a buen recaudo del ciclón.

Muchos años atrás, en 1992, me había quedado en Miami para enfrentar con curiosidad literaria y espíritu suicida al huracán Andrew, categoría 5, y la noche había sido una auténtica pesadilla, pues la virulencia de los vientos había roto las ventanas del edificio al pie de la bahía, revuelto el mobiliario del apartamento y, literalmente, hecho volar un colchón de dos plazas: nunca olvidaré aquella imagen, la de un colchón volando a las cuatro de la mañana, abducido por las fuerzas perniciosas del huracán, saliendo por las puertas de vidrio rotas de la terraza, alejándose de nosotros como en un cuento de alfombras voladoras o una película de terror. Al día siguiente, la piscina del edificio estaba llena de peces vivos, inundada por las olas chúcaras del mar. Sin luz, sin agua, sin un colchón donde descansar, sin poder caminar a una tienda cercana porque las calles estaban obstruidas por los árboles caídos y los postes de luz derribados, mi novia y yo hacíamos el amor, sudorosos, tendidos en la alfombra, como si fuésemos a morir aquella noche, como si ya no hubiese futuro para nosotros.

Recordando todo aquello, no vacilé en decirle a mi esposa que no debíamos subestimar al huracán Dorian, que ya rozaba la categoría 5 y estaba peligrosamente cerca de la Florida, y debíamos alejarnos de Miami. Las gasolineras estaban colapsadas, los supermercados y las ferreterías agotaban sus reservas de agua, comida en lata, paneles de madera y grupos electrógenos, nuestros vecinos de la isla manejaban a la costa occidental de la Florida, o al norte, tan al norte como las Carolinas. Tuvimos la suerte de comprar cuatro boletos a Nueva York, saliendo esa misma tarde. Nuestra hija Zoe, de ocho años, fue al colegio, pero pasamos a buscarla al mediodía. Mi esposa Silvia decidió que nuestro perrito Leo se quedaría con Patricia, su cuidadora chilena, y la verdad es que me sentí un padre negligente y egoísta con mi hijo Leo, pero Silvia insistió en que Leo estaría mejor en Miami, bajo el cuidado profesional de Patricia, acompañado de otros perros que ya son sus amigos. Esa tarde abordamos el vuelo a Nueva York e insólitamente, tratándose de esa aerolínea, el avión despegó a tiempo, lo que me pareció un milagro. Tres horas después, estábamos en Nueva York.

Por lo visto, yo había olvidado que la ciudad de Nueva York, quiero decir la isla de Manhattan, es siempre un huracán, el ojo de un huracán, y nadie pasa por allí sin sufrir los estragos más o menos perniciosos de su poderosa energía, de sus vientos díscolos e inasibles, del modo caprichoso como juega contigo, y te despeina, y te revuelve, y te deja aturdido y exhausto, como si hubieras estado media hora dando vueltas en una gigantesca secadora de ropa, y salieras mareado, arrugado, sin aliento. Eso mismo es la isla de Manhattan: una inmensa secadora de ropa a la que entras sin darte cuenta y de la que sales vapuleado como un harapo, un huracán que da vueltas sobre sí mismo y no se mueve, no se aleja, se instala allí para siempre y te hace girar frenéticamente como si fuera un tiovivo terrorífico. Yo debí recordar todo eso, pero lo había olvidado.

Porque, puesto a recordar, Nueva York siempre me había dejado contuso, malherido, mínimamente despeinado. Cuando era reportero de televisión, con apenas veinte años, me había peleado con un presidente rencoroso que no quería darme una entrevista, porque me había atrevido a cuestionar su salud mental, y sus custodios me habían alejado a empellones de él, en los salones del hotel. En ese viaje, mi primero a Nueva York, un amigo del colegio, un chico lindo, me había pedido dormir en mi cama, pero yo, estúpidamente, cobardemente, me había negado, y todavía lo lamento: tenía miedo de que mis jefes del canal de televisión, que habían viajado conmigo, descubriesen que yo estaba durmiendo con un amigo: pude enamorarme de él, pero me negué a la posibilidad de un amor. Cuando regresé a Nueva York con mi novia Daniela y su madre, perdí mi pasaporte, lo dejé olvidado en un taxi, me sentí un idiota. Cuando volví para ver a un amigo, Jeffrey, al que había conocido en Austin, y del que estaba enamorándome, la primera noche que pasamos juntos fue tan violenta y deliciosa, tan prometedora y huracanada, que, a la mañana siguiente, cuando él se fue a trabajar, hice maletas y escapé al aeropuerto, huyendo de una pasión amorosa tan tormentosa, categoría 5, que me daba miedo, si seré cobarde. Perdí dos pasaportes más en Nueva York, no sé qué tiene esa ciudad que me roba los pasaportes. Me enamoré de un modelo que me invitó marihuana y luego me rechazó desdeñosamente, mofándose de mi gordura. Es decir que en Nueva York había perdido muchas veces los documentos y el honor, y siempre el sosiego, la tranquilidad, la paz interior.

¿Por qué regresábamos entonces a Nueva York, si allí nos esperaba otro huracán, con toda probabilidad? Porque mis hijas mayores, Camila y Paola, viven en esa ciudad, y no las veía hacía cuatro meses. Las había visto en Lima, en abril, y las echaba de menos. Ellas estudiaron en universidades de Nueva York, se graduaron con honores, trabajaron en Manhattan, nada más acabar sus carreras. Camila está estudiando una segunda carrera, luego de haber trabajado en un banco de inversión. Paola trabaja en una empresa de tecnología. No viven juntas. Camila vive con amigas, Paola vive sola. Pero viven en el mismo barrio, en la parte baja de Manhattan, y se ven una o dos veces por semana. Yo les había transferido el dinero que les regalo cada semestre, es decir que estaba al día con ellas hasta fin de año. Mi esposa, conociéndome, me sugirió que no llevase cheques para no sucumbir a la tentación de regalarles más dinero, pero, débil como soy, llevé dos cheques en blanco, por las dudas. Hice bien. Las circunstancias inesperadas del viaje confirmaron que a ellas no les vendría mal un dinero adicional.

Tan pronto como llegamos al hotel donde nos alojamos siempre que visitamos esa gran ciudad, en la avenida Madison y la calle 76, a una cuadra del gran parque, les escribí a mis hijas, invitándolas a cenar esa misma noche, si les provocaba, si no estaban comprometidas. Camila no tardó en decirme que prefería vernos al día siguiente. Poco después, Paola confirmó que vendría a vernos. De inmediato, Camila, que juega en equipo con su hermana, se sumó al plan. Nuestra hija Zoe se quedó descansando con su nana Tamara en la habitación del hotel. La cena en el francés del hotel fue apenas regular, tirando a mala. El pollo y el pescado me parecieron discretos, solo se salvó el risotto de zapallito. Camila nos contó sus planes. Está estudiando una segunda carrera, cuatro años más, una campeona. Su gran pasión es ver documentales, los ha visto todos, tiene una gran curiosidad intelectual. Paola nos contó las peripecias que sufrió en un reciente viaje a Mallorca: la presión del vuelo le reventó un diente y luego, ya en la playa, le salió una muela del juicio, o sea que fue un viaje acontecido, adolorido. Saliendo de cenar, le prometí en voz baja que le pagaría todos los dentistas.

La noche siguiente cenamos en el Carlyle, y Zoe y su nana Tamara nos acompañaron. Silvia les regaló a mis hijas unas cosas lindas. Zoe les contó de sus enamorados del colegio y sus clases de karate. Camila mencionó que necesitaba comprar un colchón nuevo, ortopédico, firme, bueno para la espalda. Le dije que yo se lo regalaría. Paola dijo que pasaría las navidades en Lima y año nuevo con su novio en el Caribe. Nos contó que la madre de su novio había muerto de un infarto, cuando ella estaba en Mallorca, y por eso no había podido estar en los funerales. Silvia y yo le pedimos al camarero chileno Alberto lo de siempre: caviar y el lenguado. En la carta, el lenguado aparece como Dover Sole. Curiosamente, Silvia pidió “el dove”. Quiso decir “el sole”, pero dijo “el dove”. Nadie se rio. Pero “dove” en inglés es paloma, y la marca de un jabón. Yo supe, en ese momento, que mis hijas estaban riéndose por dentro y lo comentarían luego en el Uber: ¿viste que Silvia pidió paloma, qué chiste?

Por eso, la noche siguiente, de nuevo en el Carlyle, les dije que Silvia y yo nos sentíamos abochornados por haber pedido paloma y no lenguado, más aún con la fama de comedores de paloma que tenemos los peruanos. Ellas se rieron a pierna suelta, todos nos reímos por haber pedido paloma en un restaurante tan elegante. Al final, les entregué a mis hijas una bolsa con regalos: perfumes, chocolates y dos cheques por la misma cantidad, uno para Camila, otro para Paola. Siempre que les regalo dinero, me pregunto cuánto debo darles, no es fácil precisar el monto justo, correcto. Sabía que le debía los dentistas a Paola y el colchón a Camila, pero ¿cuánto podía ser eso, exactamente? Arriesgué una cantidad, la misma para ambas, y dejé caer los cheques en la bolsa de regalos, sin decirle nada a Silvia, mi esposa. Al despedirnos, nos abrazamos y les recordé que me dijesen las fechas de sus viajes a Lima por navidades y al Caribe por año nuevo para sacarles los boletos enseguida. También les pedí que viniesen a vernos a Miami, sabiendo que eso no habría de ocurrir. Entrometiéndome en el ámbito de su libertad personal, le aconsejé a Camila que estudiase cine, documentales, su gran pasión, pero lo más probable es que no me haga caso. Me disculpé con Paola por no haber invitado a su novio, le dije que nos daba pereza hablar todo el tiempo en inglés, y ella me dijo: No te preocupes, en cinco años lo invitamos.

Llegué al hotel y esperé a que me escribieran, agradeciéndome los cheques. No ocurrió. Les escribí, agradeciéndoles por haber cenado tres noches con nosotros. No tuve respuesta. Al día siguiente les escribí del aeropuerto, del avión, llegando a casa. Tampoco tuve respuesta. De inmediato me asaltó la duda: ¿estaban molestas o decepcionadas porque esperaban más dinero y el monto que yo había elegido era insuficiente? La duda me atormentaba, pero ya nada podía hacer. Les volví a escribir, preguntándoles si necesitaban más dinero para el dentista y el colchón. No tuve respuesta. Ha pasado una semana y todavía no me escriben. Me siento fatal. Quizás están contentas con los cheques, les di el dinero justo, pero no me escriben porque ya nos vieron, ya cobraron, ahora están ocupadas en sus cosas y se olvidan de escribirme. O tal vez están mortificadas porque piensan que el monto que elegí es demasiado acotado, un arrebato de tacañería, una mezquindad que ellas no merecían. He mirado precios de los colchones más caros y la plata que le di a Camila alcanzaría para el mejor, pero raspando. No sé cuánto gastó Paola en dentistas en Mallorca e Ibiza, debió de gastar una fortuna. Debí darles el doble, o el triple. Creo que el lunes les mandaré más dinero. No quiero que piensen que ahorro a expensas de ellas. Qué difícil es ser un buen padre, yo por lo visto no aprendo.

De regreso en la isla donde vivimos, el huracán Dorian se desvió tan lejos que por fortuna no provocó la caída de una sola hoja en nuestro barrio. Sin embargo, el huracán Camila y el ciclón Paola me han dejado tembloroso como una palmera hamacándose en medio de una tormenta tropical. ¿Qué es, después de todo, la paternidad, si no el viento poderoso que soplan los hijos para derribar a sus padres y afirmar su identidad?

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