domingo 24  de  marzo 2024

La muerte de lo saludable

Tiene que ser duro dedicar toda tu vida a convencer a la gente de que su vigor será increíble si desayuna quinoa con leche de avena y una remolacha cruda
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Malos tiempos para los tipos de la cruzada de la salud. Sin que sirva de precedente, mi solidaridad con ellos. Tiene que ser duro dedicar toda tu vida a convencer a la gente de que su vigor será increíble si desayuna quinoa con leche de avena y una remolacha cruda, y que de pronto venga una pandemia y nadie te tome en serio. No es que la quinoa haya perdido sus maravillosas propiedades para vender libros, sino que en este momento de la historia, por primera vez en muchos años, la gente no quiere estar saludable sino viva. Un drama. La gente está loca.

No hace mucho el mayor de nuestros enemigos era el colesterol. Todos hemos visto esos anuncios en los que una arteria se atasca por culpa de un bollito de chocolate y entonces una pastilla mágica destruye la obstrucción y el paciente vuelve a sonreír, con la arteria más despejada que un bazar chino durante el confinamiento; y se agarra así la panza baja, como si fuera una indigestión. Pero ahora el colesterol nos suena como ese amigo que se pone pesadísimo cuando se emborracha y nos cuenta exactamente las mismas tres historias preferidas, incluyendo su pormenorizada operación de apéndice, que le prestas tan poca atención al relato que ya no sabes si tenía apendicitis o un tomo extra con gráficos.

Tampoco les va bien a los que decían que llevar una vida altamente activa era lo mejor para el cuerpo y para el intelecto. Lo único cierto a día de hoy es que el mundo será de los vagos. Esa no la vimos venir. Todos aquellos que consigan pasarse los próximos cinco años tumbados en un sofá serán serios aspirantes a ser los dueños del planeta “cuando todo esto termine”, que es la expresión que se puso de moda en primavera para expresar “no sé cómo narices concluir la frase sin parecer demasiado ridículo”. Pero me inquieta este asunto de los perezosos. Incluso aunque dediquen su tiempo libre a ingerir Dunkin Donuts como si fueran cacahuetes, tendrán una esperanza de vida mucho mayor que cualquiera de esos inquietos hombres de acción, incapaces de respirar si no está el ambiente cargado y repleto de vida microscópica, y que necesitan meter la mano en todas las fuentes ajenas para demostrar su naturalidad, exponiéndose a ese ladrón de almas exportado por Xi Jinping.

Tengo amigos que comían cada día dos piezas de frutas a media mañana. En serio. Existen. Esos amigos que los ves llegar al trabajo y tienen aspecto de haber discutido anoche con su nutricionista. Al menos antes se les notaba con confianza en sí mismos, con la convicción de que salvarían la especie humana y heredarían la tierra que otros dejaremos huérfana, por nuestra vida sedentaria, nuestras tablas de queso y jamón, nuestros tabacos y alcoholes, y nuestros motores a cafeína. Hoy, ellos siguen con la manzana en ayunas, y sin embargo, les invade la melancolía de la frugalidad. Hoy estamos aquí y mañana quién sabe. Y, entre usted y yo, tiene que ser aterrador palmar con solo un trozo de manzana en la barriga.

Nadie interprete en mis palabras alegría alguna por esta circunstancia. Ni mucho menos una invitación a llevar a cabo actividades que incrementen el colesterol, como ir al médico regularmente, o dejarse pinchar por señoritas vestidas de blanco. Mi único propósito en este momento aciago para los nazis de la salud es solidarizarme con esa gente que depositó todas sus confianzas profesionales en una sola baza: convencernos de que para tener una vida plena, larga y saludable la única alternativa era comer tres platos de repollo hervido al día. Y lo siento de corazón yo, que sigo estrictamente desde hace siglos la Dieta de Repollo, es decir, comer pollo y al rato volver a comer pollo. Ahora que, como en la ranchera de José Alfredo, “la vida no vale nada”, hay millones de irresponsables comiéndose hasta el último donuts del paquete y entonando la frase preferida de todos los administradores de tanatorios: de algo hay que morir. Y aun así, los entiendo: ya de matarte, que te mate un jamoncito ibérico, un vinito español, y un buen trozo de queso italiano. Y no un maldito virus comunista mientras tratas de masticar un puñadito de centeno, que es además una cosa que no se come, aunque los nutricionistas todavía no lo saben.

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