martes 19  de  marzo 2024
RESEÑA

"Sin ir más lejos", Carlos Alberto Montaner nos deja hurgar en sus memorias

Son estas las huellas de un palpable desconsuelo, ribeteadas por la satisfacción de haber insistido siempre, con afilada certeza, en una Cuba libre
Diario las Américas | GRETHEL DELGADO
Por GRETHEL DELGADO

MIAMI.- En 407 páginas y cuatro partes, el intelectual cubano Carlos Alberto Montaner entrega sus memorias. No, no ha parado su reloj, le quedan aún capítulos por vivir y escribir.

Cuba, Miami, Puerto Rico y España son los espacios físicos y de identidad que componen el libro. Este comienza con la Milonga de Manuel Flores, de Jorge Luis Borges, en un mensaje tajante y musical, un dictado también cubano, porque entre un meneo y un guaguancó se despide a un ser querido, porque “morir es una costumbre que sabe tener la gente”.

Cita Montaner, también, a los escritores Enrique Del Risco y Roberto Ampuero, en una de tríada simbólica de exergos hilados desde la nostalgia hasta la memoria, esa misma memoria que respira en las fotos familiares, delicioso compendio que premia al lector hacia la mitad del libro.

Morir es un hecho cotidiano, “ley de la vida”, dicen algunos; pero, como escribió Borges, “sin embargo me duele decirle adiós a la vida”. A Montaner le duele este adiós. Es un dolor sabio, uno de esos pinchazos en el pecho que nos recuerdan, en medio de este torbellino que es vivir, lo que hemos hecho. Y él ha hecho un sinfín de proezas, algunas muy visibles, otras más íntimas; unas intelectuales, otras más físicas.

Inicia entonces esta deliciosa narrativa de un contador de historias, un desglose meticuloso de su linaje familiar, como si de una novela histórica se tratase; y justamente el relato tiene esos tintes.

El acto de hurgar en sus arcas familiares, de poner en blanco y negro esos detalles que quizás no contó del todo, o que imaginó como parte de esa construcción paralela a la realidad tan necesaria, nos ayuda a acercarnos a la estirpe que le antecedió y que de alguna manera ha definido su vida. Sin embargo, no es un recuento tedioso de sus raíces, que se remontan a gestas de los siglos XIII y XIV, sino una jocosa y profunda aproximación a historias que en su pluma son un deleite para el lector.

Lo mejor de esta autobiografía es lo colectiva que puede ser. La capacidad de convertir en universal lo particular es un acierto. Montaner ha sido tan dadivoso y ligero que esta autobiografía no resulta una “apología de mí mismo”, como usualmente pasa cuando a alguien se le ocurre escribir sobre su vida, desde sus antepasados hasta hoy, en un ejercicio peligroso y accidentado. La precaución -y la astucia- de este cubano con ademanes de lord y oratoria de altos quilates, es agarrarnos de la mano y llevarnos a su historia.

En su biografía late sobre todo la isla, ese fardo que lleva a cuestas y a la vez detrás, siguiéndole como sombra densa. Le pesan a Montaner los parques de la infancia; arrastra consigo partidas absolutas selladas con cuños de aduanas; colecciona ingratitudes y batacazos a los que respondió con ingenio y, también, merecido desprecio; lleva con él los epitafios de todas las islas que vio morir.

Son estas las huellas de un palpable desconsuelo, ribeteadas por la satisfacción de haber insistido siempre, con afilada certeza, en una Cuba libre. Como dijo, “lo más saludable es que [la muerte] no nos sorprenda sin los deberes hechos”. Montaner ha hecho y hace bien sus deberes. Lo deja por escrito de manera excepcional en este libro que leí y ahora toma otro camino, otras manos que entenderán de esas cuitas y que curiosamente se entrelazan en el pasado familiar de Montaner, por el apellido Lavastida.

Podría agregar más, explicar lo que he dicho arriba, hacer un recuento extenso de emociones, de historias en común, de otras queridas y necesarias heridas que he encontrado en este libro. Pero lo mejor -al menos así lo siento- es dejar de leer mis palabras sobre sus palabras y adentrarse en estas memorias incansablemente cubanas.

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