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OPINIÓN

Trump y Jerusalén (II)

No faltan los que consideran que, por añadidura, se trata de una torpeza de Trump porque entrega a Israel una pieza clave antes de que se comience la negociación
Por CÉSAR VIDAL

Como señalé en una entrega anterior, la Guerra de 1967 deparó una extraordinaria victoria a Israel, pero también implicó problemas que continúan hasta el día de hoy y de los cuales el menor no es el de los territorios ocupados.

En otra época, Israel se habría anexionado esos territorios sin especiales complicaciones. Tras la Segunda Guerra Mundial y los procesos de Nüremberg, un acto de esas características resulta inaceptable. A decir verdad, la legalidad internacional en bloque apunta a una retirada de los territorios conquistados por Israel.

En ese sentido, se orientó la diplomacia mundial incluida la de los Estados Unidos. Si semejante visión podría o no haber triunfado es algo que nunca sabremos porque en los años 70, el primer ministro israelí Menahem Begin –que contaba con un pavoroso pasado de terrorista– decidió trasladar la capital a Jerusalén. La acción fue rechazada por ir directamente contra el derecho internacional, incluso por los Estados Unidos.

Simplemente, no se podía reconocer una nueva capital en un territorio que estaba parcialmente sujeto a ocupación militar y era objeto de litigio. Así se mantuvo la situación por un par de décadas hasta que a mediados de los años 90, el Congreso estadounidense aprobó una norma que instaba a la Casa Blanca a reconocer Jerusalén como capital del Estado de Israel y a trasladar a esa ciudad la sede de la embajada.

Naturalmente, una cosa es lo que aprobara el legislativo en el que el peso de los lobbies sionistas es inmenso y otra cómo el ejecutivo actuara. Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama optaron por aceptar formalmente la norma legislativa y luego aplazarla de manera indefinida. Mantenían el respaldo de los lobbies sionistas y, a la vez, orillaban los conflictos internacionales derivados de ir más allá de un mero servicio de labios.

Y entonces llegó Donald Trump y decidió afirmar que la capital de Israel es Jerusalén y que la embajada de Estados Unidos va a trasladarse a este enclave. Para algunos, la declaración de Trump constituye una quiebra de la política de los anteriores presidentes. Por supuesto, semejante distanciamiento es visto como muy positivo por el primer ministro israelí Netanyahu, los lobbies sionistas y un porcentaje elevado de los cristianos evangélicos y como muy negativo por los que creen que Estados Unidos debería ser imparcial y ayudar a un final negociado del conflicto, por los palestinos y por las naciones islámicas en general.

No faltan los que consideran que, por añadidura, se trata de una torpeza porque entrega a Israel una pieza clave antes de que se comience la negociación. Mi impresión es que se trata de una jugada de Trump en términos meramente internos. De entrada, Trump ha contentado a los lobbies sionistas y a los votantes evangélicos que lo ven como la gran esperanza frente al desplome moral de Estados Unidos.

Mediante esta jugada, Trump les dice que sí, que tienen razón y que está con ellos de la misma manera que hizo con los exiliados cubanos en la Florida hace unos meses. Sin embargo, igual que sucedió con el tema de Cuba, la sensación es que poco o nada va a cambiar.

El traslado de la embajada a Jerusalén queda suspendido sine die, la solución de los dos estados sigue siendo la preferida y nada impide que Jerusalén sea también, en su zona oriental, la capital palestina. En otras palabras, se cambia lo suficiente para que todo siga igual, incluido el respaldo electoral de ciertos segmentos sociales. Y that´s all, friends.

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