miércoles 24  de  mayo 2023
RELATO

La insolente libertad artística

Bocanadas de realismo y ficción que toman forma gracias al arte de la escritura y la imaginación

Diario las Américas | JAIME BAYLY
Por JAIME BAYLY

Eran las tres de la mañana en mi casa en Miami, las nueve de la mañana en Barcelona. Yo nunca había hecho una conexión virtual vía Zoom ni quería hacerla. Pero mi agente literario en Barcelona, un señor de apellido Palomares, insistió tanto en hacer el bendito Zoom, que me rendí. Mi esposa se dio el madrugón conmigo y se aseguró de que el encuentro cibernético ocurriese tan puntualmente como en efecto ocurrió. Luego, sabia ella, se fue a dormir. Pero antes me había dicho:

-No me gusta su cara. Tiene cara de pavo.

Esa agencia me representaba desde 1994, cuando mi primera novela, No se lo digas a nadie, apadrinada por Vargas Llosa, tuvo un éxito inesperado en España. La dueña y fundadora de la agencia, la mítica Carmen Balcells, me escribió con su fuerza huracanada y me fichó en un santiamén. Es una de las personas más inteligentes que he conocido. Fue mi agente hasta que murió. Pero yo era un autor menor en su agencia: los grandes vendedores eran García Márquez, Allende y Vargas Llosa. Cuando me peleé con Vargas Llosa por razones políticas, le dije a Carmen:

-Renuncio a tu agencia. Eres amiga de Mario y él ahora es mi enemigo. No quiero causarte disgustos.

Carmen soltó una carcajada que probablemente se oyó hasta en Madrid y respondió:

-No seas tonto. Yo soy agente de mis escritores y de sus contrarios.

Me pareció una frase sabia, digna de su inteligencia portentosa. En efecto, Vargas Llosa y García Márquez eran feroces enemigos desde 1976 y, durante décadas, ella había encontrado la manera de seguir representándolos a ambos y siendo amiga de ambos, de sus mujeres y de sus hijos.

Vargas Llosa se había peleado conmigo por razones políticas. Cuando su hijo mayor salió a marchar contra el dictador Fujimori y fue gaseado por los sicarios del autócrata, yo no quise salir a marchar: recuerdo el enfado de la hija de Vargas Llosa en una playa de Lima, amonestándome por no marchar contra el dictador. En aquella ocasión, Vargas Llosa me llamó esnob. Pocos años después, él apoyó a un político acanallado, Toledo, que fue presidente del Perú, y yo lo combatí. Entonces el escritor me llamó chismoso e intrigante: el tiempo, sin embargo, me dio la razón. El distanciamiento se agrió todavía más cuando él apoyó a un político impresentable, peón del dictador venezolano Chávez, un militar bruto y nacionalista de apellido Humala, y yo lo combatí como he combatido siempre a los comunistas y a los chavistas. Entonces Vargas Llosa me llamó payaso, bufón, arlequín, y su hijo mayor dijo que me había perdido el respeto, como si él fuese moralmente virtuoso, incorruptible, como si fuese la decencia pura.

Así las cosas, yo le había enviado a mi agente literario en Barcelona, el tal señor Palomares, un grandulón con cara de lechuza, mi novela Los genios, sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez, tratando de recrear desde la ficción por qué Mario le dio un puñetazo a Gabo en 1976 y no le habló nunca más. Yo sabía que Palomares, hijo de la Balcells, era ahora el agente aprovechado de los hijos de García Márquez y de Vargas Llosa. Yo sabía que mi novela, para desentrañar el misterio del puñetazo, se permitía penetrar en la intimidad de los genios y de sus mujeres, en los secretos que los genios nunca quisieron desvelar, acaso porque les resultaban bochornosos, indefendibles. Yo sabía que Palomares no arriesgaría sus pingües negocios editoriales con la familia García Márquez y la familia Vargas Llosa, solo para proteger la insolente libertad artística de un autor menor de la casa, como yo. Lo que no sabía es que ese grandulón con cara de lechuza tenía tan mala leche. Me dijo vía Zoom:

-Yo soy amigo de mis amigos. No puedo representar tu novela, por lealtad a mis amigos.

No le creí. El elefantiásico señor debió decirme la verdad:

-Yo soy amigo de mis amigos por el dinero que gano, gracias a ellos. Como gano con ellos mucho más dinero del que gano contigo, elijo no pelearme con ellos, elijo pelearme contigo.

No tengo dudas de que fue una decisión monetaria, crematística, perfectamente comprensible, la de mi agente con elefantiasis. Sin embargo, quedé desolado. Eché de menos a Carmen, cuando me decía:

-Yo soy agente de mis escritores y de sus contrarios.

Por lo visto, el desmesurado señor Palomares no tuvo valor para aceptarme como un contrario artístico de Vargas Llosa, como un rebelde o desafiante, como un parricida insolente. Le dije:

-Muy bien. Será hasta pronto.

Pero en realidad pensé:

-Hasta nunca.

Y enseguida me retiré de esa agencia y me sentí liberado, dichoso, rejuvenecido. Pensé, en un arrebato de optimismo:

-Nadie me representará mejor que yo mismo. No necesito un agente. El tal Palomares no es capaz de representarse a sí mismo.

Entonces le envié Los genios a mi editora en Madrid, Pilar Reyes, colombiana de origen, jefa de Alfaguara en España. Guardaba el mejor recuerdo de ella. Me parecía una mujer refinada y culta, una lectora sensible, una editora valiente. Había sido mi editora los últimos quince años. Me había publicado cuatro novelas y un libro de relatos. Era siempre muy amorosa. Me había presentado a Javier Marías. Se había enfadado conmigo cuando le dije que mi amigo Bolaño era un mejor escritor que Vargas Llosa, o al menos un mejor cuentista.

Le envié Los genios a Pilar y esperé un mes, dos meses, tres meses. Nunca respondió. No me sorprendió del todo. Ella publicaba en Alfaguara todos los títulos de Vargas Llosa: las últimas ficciones, las conferencias, el improbable poema a Borges, los artículos periodísticos, todo lo que vendía e incluso lo que no vendía. Era amiga íntima y confidente en la sombra de Vargas Llosa. Era de suponer que mi novela sobre la pelea entre Vargas Llosa y García Márquez no habría de gustarle. Nunca supe si la leyó. No me respondió. Tuve que interpretar su silencio.

Entonces comprendí que, debido a Los genios, por culpa de esa novela revulsiva y guerrillera, me había quedado solo, sin agente literario, sin editora. Confieso que me sentí triste, abatido, descorazonado. Por un lado, pensaba que la novela no estaba tan mal y merecía llegar a los lectores. Por otro lado, solo me había provocado decepciones.

Poco después me escribió un lugarteniente de Pilar Reyes, diciéndome que Alfaguara no quería publicar Los genios, sino La sagrada familia, una novela que escribí hace años, describiendo el fogoso manicomio que ha sido siempre mi familia biológica.

-Tu obra mayor está inédita -me dijo el lugarteniente-. No sabes cuánto te envidio. Queremos publicarla.

No le respondí. Yo no quería publicar La sagrada familia porque mi hermana mayor acababa de morir atropellada, montando en bicicleta, lo que me obligaba a reescribir la novela, los pasajes inspirados en ella. Yo quería publicar Los genios, no La sagrada familia, una novela que saldrá, si acaso, más adelante.

Ofrecí entonces mi novela Los genios a la editorial Planeta. Respondieron sin demora. Dijeron que les había gustado, pero no querían publicarla:

-Por razones extraliterarias.

No precisaron cuáles eran esas razones. Tal vez temían que los hijos de García Márquez se enojasen. Tal vez temían que los Vargas Llosa me enjuiciasen. En cualquier caso, declinaron, se abstuvieron. Me quedé solo de nuevo. Pero una de las jefas de Planeta me dijo:

-Es una gran novela. Me ha encantado. Habla con el dueño de Urano, que es mi amigo.

Sin perder tiempo, le escribí al dueño de la editorial Urano. Me dijo que quería comprar los derechos de la novela ya mismo. Por fin había encontrado una editorial. Pero no era una casa con prestigio literario, estaba más enfocada en los libros de autoayuda.

Por las dudas, le envié el manuscrito a Jorge Herralde, el legendario dueño de Anagrama, que algún día fue mi editor y amigo. Jorge respondió:

-Me ha gustado mucho. Me he reído leyéndola. Pero mi directora editorial no aprueba publicarla. Lo siento.

Después me enteré de que Herralde desestimó publicar Los genios por dos razones curiosas: la primera, porque es rencoroso, y cuando un autor lo abandona, no vuelve a ficharlo más; la segunda, porque dice que no publica escritores de derechas, y yo soy de derechas liberales, libertarias.

Pero fue el gran Herralde quien me sugirió que no firmase con Urano, sino que enviase la novela a Galaxia Gutenberg, una editorial que siempre había visto con admiración. No tardé en enviarle el manuscrito al dueño de Galaxia, Joan Tarrida. Semanas después, Tarrida me dijo que había quedado maravillado con la novela y deseaba publicarla en España y América. Recién entonces comprendí que todos los infortunios y las contrariedades precedentes habían sido inevitables, necesarios, saludables, y que el destino de Los genios era ver la luz gracias a Galaxia Gutenberg y Joan Tarrida, quien no se asustó con mi insolente libertad artística.

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