martes 5  de  agosto 2025
OPINIÓN

Julio Mendoza: El místico del tareco

Cuentan que habla poco. Cuando lo hace, menciona creencias, señales, sueños. Dice que las piezas le susurran a su vez antes de que él les ponga la mano encima

Diario las Américas | ZOÉ VALDÉS
Por ZOÉ VALDÉS

En un rincón improbable del mapa, donde la luz de neón de Las Vegas tiembla sobre el desierto como un espejismo enfermo, vive y crea un cubano que no hace sólo arte, también convoca espíritus. Julio Mendoza, mítico, duende. Escultor, moldeador. Exiliado, del todo. Místico del tareco.

Sí, del tareco. Esa palabra tan cubana que evoca objetos rotos, cosas que ya no sirven, pero que en manos de este chamán de la materia se transforman en portales oblícuos. El tareco, para Mendoza, no es la basura del mundo moderno: es su archivo espiritual. Su reliquia. Su grito enterrado, transformado en ave fénix.

Nacido en Cuba—y marcado por los ritos orales, los santos, las sombras de lo no dicho—Julio huyó, como tantos, hacia el norte “revuelto y brutal”, fugado de la isla espantada de comunismo. Pero en vez de olvidarse -ningún cubano olvida nada- se volvió más cubano, como si eso fuera todavía más posible. No de postal, sino de raíz. No del Malecón, sino del monte. En Las Vegas, una ciudad que hace del simulacro su himno, Mendoza ofrece lo real: piezas que sangran, que lloran, que respiran historia y salitre. Obras que hablan en lengua yoruba, en español rústico, en silencios faulknerquianos, mezcla de Faulkner y Lorca.

Esculturas que no se miran: se sienten. Presiento su taller—un templo camuflado entre garajes y suburbios—pareciera más un altar que un estudio. Allí, Mendoza trabaja con materiales desechados: madera vieja, metales oxidados, huesos. A primera vista, parecen restos de ruinas, escombros de derrumbes solariegos. A la segunda, son reliquias vivas. Cada pieza es un acto de redención, un exorcismo.

“La Máscara del Tareco”, se me ocurre como título para una obra suya, más visceral, como un rostro tallado que no representa a nadie en particular y a todos a la vez. Sus ojos vacíos no mirarían: penetrarían. “La Espiral del Alma” pudiera ser una estructura que sube y baja al mismo tiempo: una metáfora del viaje del espíritu en el cuerpo de un desterrado. “La Columna del Viaje Interior”, otro cuento imaginario en su obra, quizás pudiera ser su obra más autobiográfica, se levantaría como un mapa de madera que nadie puede leer sin haber vivido el desgarramiento del exilio. Pero el artista es él, yo sólo soy quien propone emprender un viaje mediante frases sugeridas…

Místico, no artista. Por lo leído, Julio Mendoza rehúye del título de “artista”. No expone en galerías de renombre ni busca el aplauso de la crítica decorativa y salsosa. Su arte no es para adornar paredes: es para desordenar almas. Sus piezas han sido vistas en círculos alternativos, espacios místicos, ferias de arte espiritual. Casi nunca en museos, pero siempre en memorias.

Cuentan que habla poco. Cuando lo hace, menciona creencias, señales, sueños. Dice que las piezas le susurran a su vez antes de que él les ponga la mano encima. No es superstición. Es conexión. El escultor como médium. El isleño como guardián de lo invisible.

El tareco como símbolo. En Mendoza, el tareco se vuelve símbolo de todo lo que el exilio arrastra: lo que se rompe al partir, lo que se salva al recordar. Sus esculturas son la contramemoria del cubano moderno. No celebran, no condenan: resisten. Se aferran al rito, al polvo, a la cicatriz. Y es que Mendoza no busca fama. Busca verdad. En un mundo donde el arte se ha convertido en frágil mercancía, él se mantiene del lado de los que aún creen que la creación es un acto sagrado. Lo suyo no es diseño. Es ceremonia. No es estética. Es trance.

En la ciudad del ruido, una voz de sombra. En Las Vegas, donde todo grita, su arte musita. Donde todo se vende, él entrega. Donde todo es espectáculo, él ofrece silencios pulsionales. Julio Mendoza es, quizás, uno de los últimos escultores-místicos del Caribe profundo. Un hombre que ha convertido el exilio en altar. Un cubano que esculpe no para mostrar, sino para revelar.

Porque al final, en cada tareco recogido, en cada objeto roto, está también Cuba. Entera. Rota. Viva. Esperando que alguien—como él—la moldee con fe y le devuelva su forma sagrada.

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