jueves 19  de  junio 2025
OPINIÓN

Dios no vive en La Habana: entre el altar de la ideología y los burdeles del poder

Habana Babilonia expuso la prostitución moral del castrismo y mostró cómo un país entero fue forzado a alquilar su dignidad para poder sobrevivir

Diario las Américas | EDUARDO MORA BASART
Por EDUARDO MORA BASART

El año 2001 quedó marcado, como tantos en la historia reciente de Cuba, por la devastación y la mentira. El huracán Michelle azotó con furia las provincias de Matanzas, Cienfuegos y Villa Clara, dejando a más de diez mil personas sin techo y causando pérdidas que rozaron los 20 mil millones de dólares. Paradójicamente, fue el gobierno de George W. Bush —demonizado por el comunismo— quien autorizó la venta de medicamentos, granos y pollo al pueblo cubano, pues las leyes del embargo no permitían donaciones al régimen. Mientras la isla se desangraba entre ruinas, el castrismo seguía repitiendo que “Resistir es vencer”, “Ni un paso atrás” o “Seguiremos venciendo”, aunque ya no estaba claro qué se estaba venciendo.

Unos meses antes, el 23 de junio, un desmayo público de Fidel Castro conmocionó al país. La frase “Se cayó Fidel”, repetida entre dientes en las esquinas, portaba un doble sentido que rozaba la herejía. Pero no: el “vicho malo” no murió. Aquel episodio fue un anuncio, una grieta, un símbolo: el cuerpo del líder se tambaleó como el alma de la nación. Sin embargo, al pensar en ese año, no me sacude el huracán ni el desmayo: me golpea otra caída, mucho más profunda, menos visible, más definitiva. La caída de toda una estructura moral narrada por la obra testimonial y de investigación periodística Habana Babilonia de Amir Valle.

Nacida inicialmente con el título Jineteras, la obra de Amir mutó con razón a Habana Babilonia, evocando no solo a las mujeres que venden su cuerpo, sino a una ciudad entera que se alquila, traviste, disfraza y entrega. Babilonia es, en el imaginario bíblico, el símbolo de la corrupción total, la idolatría, la caída espiritual. Al elegir ese nombre, Amir Valle no solo denuncia la prostitución física, sino la prostitución simbólica de una nación entera, donde los principios fueron sustituidos por consignas, la dignidad por la supervivencia y la justicia por el miedo.

Leer Habana Babilonia en Cuba fue un acto hereje y una forma de rebeldía silenciosa. No existía ninguna edición autorizada por el régimen: circulaban copias clandestinas, con grapas temblorosas, reproducidas de noche en oficinas estatales y repartidas de mano en mano como reliquias de una fe proscrita. Leerla implicaba cumplir con una norma no escrita: hacerlo en setenta y dos horas. No más. Era un requisito impuesto por una fila interminable, con su propia lista de espera, y que funcionaba como un pacto no declarado que mezclaba el miedo y el riesgo. El tiempo no podía extenderse. Setenta y dos horas para devorar una verdad que no cabía en los periódicos ni en los discursos; una verdad que no solo desmontaba la propaganda oficial, sino que cuestionaba la idea misma de humanidad. En sus últimas páginas, algunas versiones simulaban un gesto casi subversivo: un mensaje disfrazado entre líneas, como si fuera un código para burlar a la seguridad del Estado o un ardid de ella para atrapar disidentes. Decía: “Si has llegado hasta aquí, si estas palabras te han tocado, escríbeme. Este libro no existe oficialmente, pero tú lo estás leyendo. Gracias por atreverte.” Amir Valle [email protected].

Aquel texto no se limitaba a mostrar cuerpos vendidos: desnudaba las almas forzadas a negociar con la necesidad. Nos mostraba los años noventa del Período Especial, la etapa del hambre y del silencio, cuando la utopía revolucionaria se convirtió en consigna vacía y la ideología en ornamento. Las mujeres entrevistadas por Amir no eran figuras marginales. Eran médicas, ingenieras, maestras. No se prostituían: sobrevivían. No ofrecían su cuerpo por placer, sino porque el sistema les había robado el derecho a otra salida. Decían frases que todavía queman: “Yo no vendo mi cuerpo, yo alquilo el olvido” o “La decencia no alimenta”.

Antes de Amir, ya Luis Manuel García (1987) nos había sacudido con El caso Sandra, publicado milagrosamente en la revista Somos Jóvenes. Sandra no era una aberración del sistema: era su hija natural. “Yo no soy puta. Yo resuelvo. Yo sobrevivo”, dijo. Su historia era un grito que cortaba en seco la narrativa redentora del poder. Fue la primera vez que el cuerpo de la mujer cubana apareció en la prensa revolucionaria no como símbolo de virtud, sino como campo de batalla, como superficie negociada por una sociedad que había dejado de protegerla para comenzar a usarla.

A menos de una década, irrumpió Nancy con otra afirmación estremecedora: “Hay algo muy lindo en mí que nadie me puede quitar”. La prostituta de la película Fresa y chocolate (1993) desmantelaba los prejuicios políticos y elitistas, reivindicando que la belleza está donde la vida resiste en su forma más humana. Por eso, aunque el régimen quiso hacer invisibles a Nancy y a Sandra, ellas irrumpieron con la fuerza de quien no tiene nada que perder salvo su voz.

El clímax de la desfachatez lo impuso Fidel Castro (1999) durante un encuentro en Belo Horizonte con miembros de la Unión de Estudiantes de Brasil (UEB). Allí subrayó: “Nuestras prostitutas son las más cultas del mundo. Y lo hacen por gusto, no por necesidad.” Aquello no fue un desliz. Fue una declaración de guerra a la verdad. Una frase revestida de retórica populista, que encubría una de las realidades más dolorosas y estructurales de la sociedad cubana. Fidel convirtió la tragedia en exotismo, la desesperación en postal, la miseria en folclore. En vez de asumir que Cuba estaba creando una economía sumergida donde el cuerpo era la nueva moneda, eligió presentar a las jineteras como un logro del comunismo: cultas, sanas, voluntarias. La lógica del verdugo que culpa a la víctima por sobrevivir.

La diferencia entre el discurso del régimen y la obra de Amir Valle era filosófica: uno maquilla, el otro revela; uno instrumentaliza, el otro humaniza. La prostitución no es una metáfora: es una consecuencia. No es una desviación: es un síntoma. En una sociedad donde un título universitario no sirve para comprar pan, el cuerpo se convierte en moneda de cambio. Y eso no es cultura: es barbarie con disfraz ideológico.

Habana Babilonia, entonces, entraña una ética de la denuncia, una antropología del colapso, una teología del cuerpo herido. Amir no escribió desde la rabia, sino desde la compasión lúcida. Entrevistó, documentó, desmontó. Y como castigo el régimen no lo envió al exilio —como él mismo ha explicado—, sino que lo desterró: lo arrancó por la fuerza de su tierra. No por mentir, sino por defender que “las jineteras no son una anomalía: son la lógica de un sistema que ha perdido el alma.”

Aunque pasaron más de veinte años desde aquella lectura clandestina, sigo recordando esas setenta y dos horas como una iniciación. Habana Babilonia no fue solo un libro: fue un espejo. Un espejo que no deformaba, sino que devolvía la imagen desnuda de un país donde la verdad solo se adquiere de contrabando —en el mercado informal— y la mentira es moneda nacional. Cuba vive sumida en un teatro donde solo puede llamarse escritor o intelectual a quien muestra la podredumbre detrás del telón.

Y ahora Amir vuelve a cruzarse en mi camino. Está en Miami esperando a su primer nieto. Aquí presentará —sábado 21, 5:00 p.m.— su nueva novela Mi nombre es polvo en Cuba Ocho, ese templo de memorias donde se palpa el dolor de la patria ausente. Allí, entre cuadros, café fuerte y libros que ya no caben en Cuba, volverá a lanzarnos un espejo a la cara. Esta vez, no será sobre jineteras ni sobre dictaduras, sino sobre la obsesión humana con la posteridad, sobre las heridas de la infancia, sobre el abismo que cada uno guarda bajo la piel.

Peter Faecke, editor alemán, escribió: “Estas memorias impúdicas de un tatuador enloquecido por sus delirios de grandeza, sus traumas familiares y sus sueños de alcanzar la posteridad son el pretexto para lanzarnos a la cara cuánta miseria humana se esconde en los entresijos de la sociedad actual, a cuánta hipocresía nos rendimos por puro y malsano egoísmo y, por encima de todo, cuánto de demonio escondemos bajo la piel de ángel con la que nos vestimos cada día. Una obra mayor que, sin ser del tema que Amir Valle suele abordar con su reconocida pericia narrativa en sus obras más elogiadas (Cuba y sus infiernos), muestra la absoluta e indiscutible madurez literaria de este escritor fundamental en las letras cubanas.”

Espero a Amir no solo para hablar de libros. Lo espero para hablar de la vida que viene, para seguir intercambiando sobre la crianza de mi niño y de los nietos. De los hijos que crecen o de la patria que muere. Lo espero para agradecerle, una vez más, por Habana Babilonia, por su coraje —soportó golpizas físicas durante la investigación y psicológicas del régimen—, por su manera de señalar las ruinas sin esquivar la ternura. Porque quien ha dicho la verdad en voz alta, como él, ya no pertenece al exilio, sino al archivo vivo de las conciencias insobornables.

Nosotros, los que lo leímos en setenta y dos horas con los ojos abiertos de par en par, seguimos leyendo. Porque quien conoce la verdad sobre Cuba ya no puede volver a dormir tranquilo. Ni vivir tranquilo. Ni callar jamás.

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