Cuando nació el Estado de Israel, en mayo de 1948, apenas unos minutos después de la proclamación oficial, Estados Unidos y la Unión Soviética lo reconocieron. Fue un momento de júbilo, pero también de ansiedad. Porque, más allá de esos dos reconocimientos iniciales —tan opuestos entre sí como los propios bloques de la Guerra Fría—, el resto del mundo miraba a Israel con desconfianza, sospecha o directamente con hostilidad. La mayoría de los países árabes e islámicos lo rechazaban desde el primer momento. No reconocían su existencia, lo acusaban de ser una imposición colonial y declaraban su intención de borrarlo del mapa.
Esa fue la matriz fundante del relacionamiento internacional de Israel: una lucha constante por el reconocimiento. No solo el reconocimiento jurídico —es decir, que otros Estados lo reconozcan como par soberano— sino también el reconocimiento simbólico, el derecho a existir sin tener que justificarlo una y otra vez. Desde entonces, Israel vivió décadas de aislamiento diplomático, deportivo, cultural y hasta simbólico. Era el paria del sistema internacional.
Uno de los momentos más duros fue en 1975, cuando la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó una resolución que declaraba que “el sionismo es una forma de racismo y discriminación racial”. Una frase que lo decía todo: no era solo un rechazo a ciertas políticas israelíes, sino a su esencia misma. México votó a favor, lo cual llevó a tensión con las comunidades judías. La ONU, supuestamente el lugar para dirimir las diferencias entre los Estados, se convirtió en una máquina de resoluciones antiisraelíes. Durante décadas, un alto porcentaje de las condenas que se aprobaban en sus organismos eran contra Israel. La UNESCO, la Comisión de Derechos Humanos, la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, todos hablaban más de Israel que de genocidios reales, dictaduras brutales o conflictos regionales mucho más sangrientos.
La Guerra de los Seis Días, en 1967, cambió la geografía y la política de la región, pero también aisló aún más a Israel. Tras esa victoria militar, perdió relaciones diplomáticas con casi todos los países de África y con los del bloque comunista. La imagen internacional de Israel pasó a ser la de un país ocupante, colonizador, al menos en los ojos de quienes ya estaban predispuestos en su contra. El reconocimiento que había costado conseguir se desmoronaba.
Ni siquiera podía jugar al fútbol en Asia: los equipos árabes e islámicos se negaban a enfrentarlo. Lo mismo ocurría en los Juegos Olímpicos, donde los atletas israelíes eran rechazados o atacados. Corea del Sur era uno de los pocos países que aceptaban algún tipo de competencia. Y cuando algún país —como Costa Rica— se animaba a reconocer a Jerusalén como capital, la presión internacional lo hacía retroceder poco después.
En términos de alianzas, la situación era igual de sombría. Israel tenía una “relación especial” con Estados Unidos, pero durante años fue más simbólica que efectiva. No había tratados militares formales ni compromisos automáticos de defensa. En Europa, muchos países de la OTAN eran críticos o directamente hostiles. Grecia en su momento, Turquía más tarde, Malta en tiempos de Dom Mintoff, todos se alineaban con los intereses árabes. Incluso con Sudáfrica e Israel, dos países aislados por motivos distintos, surgió una relación extraña en tiempos del apartheid. También con Taiwán, marginado como Israel en el escenario global. Pero esas alianzas eran de segundo orden, frágiles y transitorias.
Un pequeño punto de inflexión ocurrió en 1977, con el acuerdo de paz con Egipto. Fue la primera vez que un país árabe reconocía oficialmente a Israel. No fue una amistad, pero sí un cambio. Luego vino la paz con Jordania y algún intento en el Líbano que no prosperó. En 1979, la revolución islámica en Irán fue un golpe durísimo: Israel perdió a su único aliado natural en la región. Irán pasó a ser uno de sus peores enemigos, aunque en la guerra Irán-Irak, Israel ayudó discretamente al primero, simplemente por cálculo estratégico.
Mientras tanto, Israel construía su país. Se volvió pionero en agricultura y en tecnología, y desarrolló una diplomacia de ayuda hacia África y América Latina. A través de cursos, misiones técnicas y asistencia humanitaria, tejió una red de vínculos informales con países que no se animaban a reconocerlo, pero que sí querían su conocimiento.
En paralelo, se fue “europeizando” en lo simbólico: comenzó a participar en Eurovisión, a competir en las ligas europeas de fútbol y básquet, a firmar tratados comerciales con la Unión Europea. Aunque no lo decían, lo estaban invitando a sentarse en la mesa de los grandes. En Estados Unidos, la comunidad judía ganaba influencia. Ronald Reagan fortaleció los lazos, pero todavía no era una alianza automática.
La gran transformación comenzó décadas después, con Donald Trump. Su primer acto simbólico fue mover la embajada estadounidense a Jerusalén. Por primera vez, una potencia reconocía oficialmente a Jerusalén como capital de Israel. Luego vinieron los Acuerdos de Abraham: relaciones diplomáticas abiertas con Emiratos Árabes Unidos, Bahréin, Marruecos, Sudán. No eran sólo papeles: había comercio, cooperación, vuelos directos, intercambios reales. Israel pasó de estar aislado a ser cortejado. De ser paria, a socio estratégico.
Pero el punto de quiebre más dramático fue el 7 de octubre. La masacre terrorista de Hamas fue un parteaguas político. Estados Unidos, esta vez sí, se alineó de manera total con Israel. No solo Biden, enviando portaaviones y apoyo sin condiciones, también la opinión pública judía mundial. Centenas de miles de judíos en la diáspora, muchos de ellos críticos o indiferentes con Israel, entendieron de pronto que el Estado judío no era una opción: era una garantía. La identidad judía y el Estado de Israel se fundieron en una simbiosis que fortaleció la posición del país como nunca antes.
Y entonces ocurrió lo impensado: Israel ya no necesitaba la aprobación de los demás. No necesitaba convencer, ni seducir, ni negociar. Solo necesitaba a uno: Estados Unidos. Y ahora lo tiene. No cualquier Estados Unidos, sino uno conducido por Trump, con una visión clara: el mundo se divide entre aliados incondicionales y enemigos absolutos. Todos deben alinearse con Washington o enfrentar las consecuencias. Aranceles, sanciones, exclusión tecnológica. En ese nuevo mundo, donde la hegemonía es explícita, Israel es el principal aliado de la superpotencia. No uno más: el principal. Y en esa lógica binaria, los demás países ya no importan.
La Unión Europea puede protestar, los organismos internacionales pueden condenar, las ONG pueden denunciar. Israel ya no está obligado a escuchar. Las Naciones Unidas, la Corte Penal Internacional, la UNESCO, Amnesty, todos esos nombres que antes condicionaban su accionar, hoy son irrelevantes. El respaldo de Estados Unidos lo blinda ante cualquier presión.
La historia de Israel fue, durante 75 años, una historia de búsqueda de reconocimiento, de alianzas frágiles, de soledad estratégica. Hoy es una historia de poder. ¿Cuánto durará esta etapa? Nadie lo sabe. Pero si Trump sigue en el poder, y si Vance lo sucede, Israel podría tener entre 4 y 12 años de fortaleza inédita, de invulnerabilidad política, de independencia real. Un tiempo precioso para construir, reforzar, blindarse.
Las cosas como son.
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