Como un poseso, cinto en mano, desembocó mi abuelo por la estrecha puerta de la azotea, la chismosa del barrio le había alertado que los muchachos empinábamos unos papalotes desde el techo del edificio y allí nos sorprendió. Todos cogimos correazos, los nietos y los otros. el sesentón apretaba el paso tras nosotros mientras corríamos por la angosta escalera de servicio. Por igual impartía improperios y cintazos, justificándose con la historia de la supuesta muerte de unos niños, de no se sabía dónde, que habían caído de un techo porque no tenían un abuelo que los vigilara.
Entre los que recibió su dosis de “leña” estaba Antonio el “jabao”, hijo de Héctor, un vecino muy mal encarado. Antonio huía como todos, pero asegurando que su padre tomaría venganza. Así que los tres nietos temíamos el ajuste de cuenta que le tocaría al “mano suelta” del abuelo.
El viejo en persona le abrió la puerta a Héctor y al “jabao” y sin dar chance a nada el padre le espetó a mi abuelo: “si lo vuelves a coger en la azotea me lo suenas hasta que suelte sangre, como si fueras el padre, el tío o el abuelo, ¿o para que vivimos en la misma cuadra?”
Eran algo común que los vecinos formaran una cofradía, que se autoprotegieran y ampararan sin necesidad de lazos sanguíneos, una relación que ha perdurado con los años y que ahora mismo exhiben con orgullo algunos de los hijos y los nietos de los que en 1973 fuimos perseguidos y obligados a dejar “a bolina”, los papalotes en el techo.
La calle era el reino, en cualquier casa se comía o tomaba agua, los padres no excluían a los amigos, ser tu vecino era un signo de distinción, tanto como un primo o un hermano y juntos nos movíamos cuando teníamos que alejarnos del coto.
No era solo en mi calle, lo mismo pasaba en la cuadra de mi tía, allí tuve que cumplir diez años para descubrir que Mingui y Nanacho no eran familia, o en la calle 10 de Miramar donde aún no tengo capacidad para discernir dentro de una veintena de muchachos que se movían como una mancha, quienes eran solo amigos.
Había algo sano en esta identidad callejera que no es justo que desaparezca de la idiosincrasia de nuestros hijos. Es irrepetible la sensación de sentirte seguro con solo doblar la esquina donde vivías. Saber que al otro lado de la ventana encontrarías a los amigos turnándose para montar la única bicicleta del barrio o para decidir a qué árbol subirse o a quien retar para jugar a las bolas. O compartir los perros, aquellas mascotas que terminaban siendo de todos y pernoctaban en cualquier casa, como si el concepto de un solo amo no fuera importante.
En la era de “la calle” los padres no nos perseguían, nos sabían seguros, uno regresaba a casa cuando le entraba hambre o a la hora sagrada de bañarse, hasta esos momentos disponíamos de cada minuto, empujando la chivichana o comiéndote el mago verde que alguien bajó de una pedrada.
Lo cierto es que en Cuba ese sentimiento perdura, la tribu se mantiene entre los que recién llegan de la isla. Lo veo en la dependencia de mis sobrinas y sus amigos, o en los pretextos de mi hija mayor para reunirse con las adoradas de su infancia.
Esa familia se pierde aquí, en el exilio, cuando los más jóvenes se extravían en el universo infinito de los teléfonos celulares y en el laberinto de las computadoras. Y cuando nosotros, los más viejos, nos ahogamos entre los miedos del mundo nuevo y el bombardeo de los noticieros de las desgracias.
“¿Amigos en el condominio?”, me dice la madre de mi vecinita, “nahh, deja que la mande pa’ Cuba a ver a la abuela, allí se va a coger calle, pero aquí, ¡nahh!” …