La realidad humana, la del hombre como especie racional pensante, por el contrario, es la de ser y el existir en el espacio y en el tiempo, arraigado en su patria de campanario, distinta de la patria de bandera; tanto como su experiencia con el tiempo lo determina a vivir procesos para su perfectibilidad, para ser, para ser estando, y estando, para ser siendo.
Así las cosas, con escalpelo a la mano, Byung-Chul Han, filósofo alemán de origen surcoreano, en su ensayo sobre las “No-cosas” disecciona a las grandes revoluciones del conocimiento en marcha y a sus «cosas nuevas»; esas que la academia y las élites políticas de Occidente no alcanzaron a discernir en sus esencias ante el cataclismo de 1989. Antes bien, se limitaron a celebrar, emborrachados, el final del comunismo, la victoria sin más del viejo capitalismo y de su orden liberal.
Las élites políticas de extracción partidaria, aún hoy siguen atadas, para sus haceres, a los viejos cánones institucionales y constitucionales, a sus metáforas y simbolismos, sin persuadirse de que los espacios y el tiempo se les han diluido; y que el sujeto final de sus esfuerzos, la persona humana, medra en la incertidumbre al perder las seguridades propias a su ser: su derecho a estar o no estar, a no necesitar emigrar por la fuerza, su derecho a un proyecto de vida, y su derecho a ser memorioso, a trascender, generacionalmente.
Todos a uno, gobernantes y líderes políticos, eso sí, cuando advierten que las viejas ataduras constitucionales del Estado moderno ya no les sirven, practican el narcisismo digital. Reducen la realización de las políticas públicas a una cuestión de redes.
Han, por lo mismo, nos explica que vivimos en un reino de información frenética, auxiliado por lo digital y por la Inteligencia Artificial, que se hace pasar por libertad; que se coloca delante de las cosas y las desaparece, desmaterializando al mundo y aislando o extrañando a los seres humanos hacia otra realidad, imaginaria. Sostiene que con la pérdida de las cosas se van nuestros recuerdos, los que nos dan estabilidad como individuos y sociedades, a partir de los que podemos razonar, discernir, elegir en conciencia.
Lo real es que, en el aquí y en el ahora sólo almacenamos datos pues hemos dejado de habitar la tierra y el cielo, justamente para habitar en las nubes y sus redes. Opinamos sin preocuparnos por la verdad, creyendo moldear opiniones estables, y votamos en elecciones, pero sin decidir.
León XIV, nuevo pontífice, le recuerda al Cuerpo Diplomático acreditado en el Vaticano y a propósito de lo anterior, que: “No se pueden construir relaciones verdaderamente pacíficas, incluso dentro de la comunidad internacional, sin verdad. Allí donde las palabras asumen connotaciones ambiguas y ambivalentes, y el mundo virtual, con su percepción distorsionada de la realidad, prevalece sin control; es difícil construir relaciones auténticas, porque decaen las premisas objetivas y reales de la comunicación” entre los seres humanos.
Lo que ha sido veraz, a todas estas, es la concurrencia global de unas generaciones más ocupadas de su bienestar; en un marco de deconstrucción normativa y de solideces culturales; de fugacidad en los comportamientos; lo que es más grave, en un «juego sin reglas» imperante. Y todo ello, al cabo, es lo que atiza las polarizaciones, anula al centrismo cultural y político – que no es sincretismo de laboratorio – e impide la necesaria y posible reconciliación entre la razón y la fe; fuentes, ambas, razón y fe, de la cultura occidental judeocristiana y grecolatina que declina, bajo la dictadura del relativismo.
Las consecuencias están a la vista. No sólo se ha reducido y se le ha puesto término a la experiencia liberal y al Estado constitucional y democrático de Derecho. Se aúpa al populismo, como fórmula para atenuar la incertidumbre. Y en ese juego sin reglas ni fronteras y de ruptura de los pactos constitucionales, lo que ha sobrevenido es la legalización de la ilegalidad.
Me detendré un instante, entonces, para mejor explicar esta cuestión vertebral, la del valor del espacio y del tiempo y sobre su reconstitución.
El tiempo, en efecto, es movimiento y fluidez – según la tendencia vitalista que representa Henri Bergson en el siglo XX: “ese tiempo vivido que crece con algo permanente que está formándose”, “nada es, todo se hace”. Mas lo cierto es que, sin espacio, que es el otro a priori en toda existencia humana, cuya otredad es y se hace nación – diferente de las desviaciones nacionalistas – se le resta al hombre la posibilidad de asentarse; de hacer y de tener un alto para la reflexión, para discernir sobre la cercanía o lejanía de su destino y, con los pies sobre la tierra, poder mirar al cielo y no sólo al horizonte.
Ambas categorías, el tiempo y el espacio interactúan según la perspectiva de Emmanuel Kant sobre lo humano: “La vida animal carente del vértigo del tiempo no abre espacio para que los estímulos dejen de ser móviles”, volviéndonos a todos, hombres y animales, nómades, migrantes sin destino. Mal cabe, pues, la reinterpretación que de este hace Manuel García Morente al predicar – paradójicamente unido a la tesis del fallecido Papa Francisco – la «superioridad del tiempo» por sobre el espacio: “El tiempo será la condición de la sensibilidad toda, tanto interna como externa; pero el espacio, en cambio, será sólo la condición de la sensibilidad externa”, sostiene.
A Papa Ratzinger le preocupaba que sólo encontremos en el presente y en Occidente a desmemoriados o a quienes dicen avergonzarse de ser causahabientes del patrimonio judeocristiano y grecolatino, para no ir a contracorriente ni atentar contra la corrección política posmoderna e iliberal, globalista y dictatorialmente relativista. Por lo que, en 2005, siendo Cardenal, desde Subiaco dijo, sin ambages, lo siguiente:
“Los musulmanes, a los que tantas veces y de tan buena gana se hace referencia en este aspecto, no se sentirán amenazados por nuestros fundamentos morales cristianos, sino por el cinismo de una cultura secularizada que niega sus propios principios básicos. Y tampoco nuestros conciudadanos hebreos se sentirán ofendidos por la referencia a las raíces cristianas de Europa, ya que estas raíces se remontan hasta el monte Sinaí”.
Se explica, así, no de otro modo, el deterioro corriente del valor integrador de los pactos constitucionales de los Estados, mientras cada gobernante reelabora el suyo al arbitrio, o lo reescribe para hacerle decir lo que no dice y a fin de diluir los límites entre la verdad y la mentira; para hacer imperar, como se ve y constata en España y las Américas, “la mentira política – la legalización de la ilegalidad – como instrumento normal y fisiológico del gobierno”. Es fascismo, lo precisa Piero Calamandrei.
La experiencia de la libertad, así, cede mientras crecen y son exacerbados – en suerte de paradoja – los derechos humanos como si fuesen ríos sin madre o sin cauce; viéndose desfigurados en su esencia y para responder de modo proselitista al corriente deslave de identidades al detal que hoy acusan nuestras sociedades.
Se tratará, entonces y vuelvo a Ratzinger, acaso ¿de “elegir entre una ciudad «líquida», patria de una cultura marcada cada vez más por lo relativo y lo efímero, y una ciudad que renueve constantemente su belleza, bebiendo de las fuentes benéficas del arte, del saber”, de las relaciones entre los hombres y entre los pueblos? O bien, lo predicable sería ¿forjar entre ambas ciudades, la global y la local, un equilibrio que ambas necesitan en reciprocidad; como la luz que diluye a la oscuridad, las partes que forman al todo, o los universales que coexisten con los particulares? ¿Globalización vs. localización será la respuesta?
La deconstrucción constitucional
Cabe decir, en este orden, para ir concluyendo con algunos ejemplos de la experiencia que, en línea con los textos de Antonio Gramsci, las rupturas constitucionales sobrevenidas, v.g. en Venezuela (1999), Bolivia (2007), Ecuador (2008), y en las que se empeñan actualmente México, España y Colombia, han significado rupturas en paralelo con las tradiciones culturales judeocristianas, mixturadas y decantadas sobre el atlántico mediterráneo a lo largo de milenios.
Han hecho avanzar las disoluciones de lo social, apalancadas por el metaverso, para darle cabida a lo plurinacional o a las identidades de género u origen racial, que explotan favorablemente sus gestores, neo marxistas, seguidos en su ejemplo por las emergentes democracias autoritarias, mientras desmontan las bases del Estado moderno y sus raíces democráticas representativas.
En Gramsci, ciertamente, “la conquista del Estado equivale a la creación de un nuevo tipo de Estado”, de allí las constituyentes. Aún más, la apelación al uso ambiguo del lenguaje y a los conceptos constitucionales y democráticos, como “profundización democrática, radicalización de la democracia o reformas democráticas radicales”, no es otra cosa, según Juan Pedro Arosena, que “un camuflaje semántico que trata de esconder el tránsito hacia ese gobierno autoritario que todo marxista persigue en última instancia y que es algo que alcanza también a los autores posmarxistas y neogramscianos de nuestros días”.
Así, mientras unos apuestan a la reducción del Estado, otros impulsan su macrocefalia, sin persuadirse, ni unos ni otros, de que la desaparición de los fundamentos históricos de la organización social y política, de los mismos partidos, forjados sobre el espacio jurisdiccional y para la administración de reglas compartidas cultural y políticamente, elaboradas sobre la experiencia temporal, al cabo conspira contra las mismas bases existenciales del Estado moderno, el liberal o el autoritario. Unos y otros, al término, quedan aislados ante la avalancha de las realidades virtual e instantánea, generadas por la tercera y la cuarta revoluciones industriales.
¿Qué hacer, a todas estas? Es la pregunta de actualidad, que interpela y se nos hace crucial. Eso también se lo preguntaron Jürgen Habermas, de la Escuela de Frankfurt, y el Cardenal Ratzinger, durante el diálogo que sostuvieran en 2004, en la Academia de Baviera, sobre razón y fe, fuentes intelectuales de Occidente.
“Es importante que las dos grandes integrantes de la cultura occidental – la razón y la fe, en esta hora dilemática – se avengan a escuchar y desarrollen una relación correlativa … a fin de que pueda desarrollarse [junto a las otras culturas y conjurando la arrogancia occidental] un proceso universal de depuración en el que, al cabo, todos los valores y normas conocidos o intuidos de algún modo por los seres humanos puedan adquirir una nueva luminosidad; [esto] a fin de que aquello que mantiene unido al mundo recobre su fuerza efectiva en el seno de la humanidad”, argumenta el Cardenal, teólogo y filósofo alemán quien, durante su posterior pontificado, denunció sostenidamente a la más peligrosa dictadura posmoderna, la del relativismo.
Corresponderá al Humanismo, en fin, volver a fijar intelectualmente la primacía de la inviolabilidad de la dignidad humana en los espacios y a lo largo de tiempo, tanto como por sobre el tiempo y los mismos espacios, para que unos y otros no pierdan sus sentidos y teleologías; que no son otros que servir a la verdad y conjurar los regímenes de la mentira, devolviéndole sus precisos significados a los significantes del lenguaje. Nada menos.