David sueña con construir un gran puente en la ciudad de Miami. En ocasiones asegura que él y Santiago conformarían un excelente dúo de trabajo, uno como ingeniero civil y el otro como arquitecto o hasta podrían unirse para hacer realidad el estadio de fútbol donde jugaría Jeffry, quien está convencido de que vestir la camiseta del Real Madrid solo necesita tiempo. Melissa será una gran abogada y ver al coro de la escuela en los canales de televisión miamenses no suena a imposible.
Así piensan los niños de Tamiami School Methodist. Un lugar pequeño como La Pequeña Habana, donde se juntan los colores de toda la América Latina, dando la impresión, por momentos, de que la felicidad tiene allí su casa. Me lo aseguraba Danilo, un niño italiano que cuenta los días para el inicio del próximo curso escolar, convencido de que podrá estudiar en esa escuela.
En los últimos tiempos es recurrente que se hable en las primeras páginas de los periódicos o en los telediarios estadounidenses de tiroteos en las escuelas, de niños con armas de fuego encontradas en sus mochilas y de riñas entre estudiantes grabadas con celulares y colgadas en las redes sociales. En la escuela de La Pequeña Habana esas historias parecen fruto de la imaginación o vertebradas por mentes truculentas.
Escuché de boca de Dalila, su directora, sobre las noches de insomnio pidiendo a Dios que sacara adelante a la escuela y le permitiera a la comunidad tener ese centro de enseñanza. Días después, estaba preocupada porque, aun cuando se abriría un espacio para todos, ese todo parecía infinito. Ella me habló de la unidad que logran entre la escuela y la familia, de la formación de valores en los estudiantes: “No se pueden obtener resultados halagüeños si la escuela y la familia no están unidas”, –dijo. Al tiempo que ripostó: “Por eso la comunicación entre los profesores, los estudiantes y los padres vertebra la estrategia de trabajo de todo el equipo”. Me habló, además, del proyecto de reconstrucción que esperan iniciar cuando las condiciones financieras lo permitan, dándole al lugar un halo de modernidad y belleza inimaginable.
Son recurrentes los casos de niños con problemas de disfuncionalidad familiar que encuentran un espacio de paz, amor y comprensión, donde los propios estudiantes son portadores de los valores aprehendidos, incluso, hacia sus propias casas. Una niña me explicó, desde una mezcla de orgullo y dolor, como entre todos, hace tres años, lograron que su mamá dejara para siempre el mundo de las drogas. Ella llegó al Day Care de la escuela con tan solo dos años y una profesora de tanto prestigio como la profe Barbarita, así la llaman todos, me contó sobre su elevado coeficiente de inteligencia, al tiempo que, sin perder su inocencia, la propia niña me aseguró que será famosa en el mundo de la fotografía.
Desde horas de la madrugada ya parte del equipo está en la escuela. Preparan el desayuno de los estudiantes para que todos lleguen a las aulas bien alimentados. Los profesores también están desde temprano, arrastrados, muchas veces, por el humeante aroma de un café tertuliano con que siempre inician la mañana.
Los niños de Tamiami School saben que volarán alto, quizás fue una de las razones por la que escogieron al águila como su mascota, siempre dispuesta a recibir a los padres y visitantes, quienes, en ocasiones, acompañan a los estudiantes en unos matutinos donde perviven valores como el amor, la amistad, la honestidad o el respeto. No solo la comunidad se ha volcado a la escuela, sino la escuela a la comunidad, y son cada vez más quienes se suman a la clases de ballet, guitarra, piano o canto que allí se imparten.
Quienes dirigen la escuela sueñan el próximo curso tener séptimo grado y quizás después octavo. Ojalá puedan llegar a Hight School, o hasta a encaminar a estos niños hacia las universidades de Estados Unidos. Las aulas se honrarían con estudiantes como John, Connie, María, Santiago, Michael, Ciara, Sofía, Zelinn y tanto otros, que juntos han visto crecer sus alas.
En tiempos donde se habla de violencia en las escuelas, lugares como este nos demuestran que también la paz vive en ellas, pero parece que, como las virtudes brillan con luz propia, muchas veces nos centramos demasiado en solo potenciar los defectos.
Al tiempo que me adentraba en la pequeña escuela de La Pequeña Habana rememoraba a José de la Luz y Caballero, el gran pedagogo cubano del siglo XIX, quien aseguró que “instruir puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo”.