La llamada crisis institucional que hoy acusa Venezuela – montada sobre un subterráneo de miserias y violencia que busca salida y pronto la tendrá, sea por encontrar un drenaje ancho que la ataja y diluye, o por explotar como volcán hacia la superficie – no es tal crisis como lo creo; menos se trata de una crisis institucional.
Tras el aparente conflicto de poderes que observamos - el legislativo intentando cumplir con sus tareas de representación democrática y la corte de escribanos al servicio de la dictadura presidencial empeñada en castrar a la soberanía popular – y que algunos observadores aprecian de resoluble, tarde o temprano, mediante el uso de las reglas constitucionales o el paralelo ajuste de las capas tectónicas que chocan y hacen sismo, lo cierto, a fin de cuentas, es que sucede un deslave grosero de anomia política y social.
Presenciamos la ruptura de los lazos mínimos de identidad que nos hacen nación y república. Vivimos un momento de prostitución de los sacramentos mínimos del Derecho y la civilidad – formalmente respetados hasta por nuestros más ominosos regímenes militares del pasado – y que emula, lamentablemente, el tiempo de nuestra vergüenza: el del decreto de Guerra a Muerte o de la “guerra larga” o guerra federal del siglo XIX.
El linchamiento o la quema de una veintena de pequeños delincuentes desde enero, ante la mirada indiferente de marchantes, es síntoma inequívoco de lo dicho. Es más indicativo que las dolorosas hileras de viandantes a las puertas de mercados y farmacias, que avanzan hacia el cadalso cotidiano de nuevas frustraciones.
Hablar de crisis institucional o constitucional significa, en efecto, que los poderes de un Estado y en pugna recíproca, en alguna medida se mueven dentro de reglas de juego compartidas y cuyo cumplimiento, de buena fe, se asume como algo sustantivo. No meramente instrumental. Cumplir con la Constitución y las leyes, en la hipótesis, equivale a respetar a los otros. Pero ese no es el caso nuestro.
Hasta ayer los poderes públicos venezolanos simulan la vigencia de un orden constitucional mientras no les desafía el descontento popular. Esta vez ceden en la simulación y alegan la razón política revolucionaria para vaciar de total contenido al Estado de Derecho. La mentira y el fraude constitucional derivan en abierta inconstitucionalidad. Y la paradoja no se hace esperar. Los diputados de la nueva mayoría cumplen con la democracia y los jueces supremos del oficialismo, a su turno, les atajan. Arguyen que los primeros la violan y la verdad legal se hace difusa, priva el galimatías, y se deprime la sociedad venezolana. Unos y otros usan diccionarios distintos, como en una Torre de Babel.
La política, en fin, implica administración de realidades. Alguna realidad pronto y al término se impondrá, dará su veredicto, sin que nos movamos de nuestros asientos. Y como autistas nos seguiremos preguntando: ¿Cuál será nuestro futuro como sociedad que ya no es?
Tal dinámica, cabe decirlo, conduce hacia a un callejón sin salida: la explosión social, su represión por los colectivos del régimen, la insurgencia militar, el golpe de estado, el milagro de la renuncia del presidente, o que los tiempos del revocatorio le ganen al ritmo de vértigo que nos lleva hacia el precipicio de la crisis humanitaria y el default.
Dicho panorama o perspectiva pronuncia la tristeza, incrementa las frustraciones sociales a costa de la esperanza, niega la utopía realizable que empuje la voluntad de todos venezolanos hacia mejores derroteros; distinta que es, cabe aclararlo, de la utopía utópica, de las religiones laicas, de los dogmas revolucionarios que desde siempre incuban el desprecio por la dignidad humana.
Urge, pues, de otra perspectiva para el análisis y la acción. Hemos de imaginar y proyectar la Venezuela del futuro, sin reparar más sobre el futuro de Venezuela.
Hay que hacer posible lo deseable.
Luis Ugalde en su Utopía política nos plantea, al efecto, el reto de “esa desconocida realidad conocida que vamos buscando”; que debe servirnos de horizonte en la brega cotidiana, de referencia deseable y a la vez posible – más allá de la coyuntura del despotismo iletrado que nos desgobierna – como susceptible de permitir que la esperanza vuelva a instalarse en el corazón nacional.
Si medramos huérfanos de una narrativa que nos permita dibujar a la Venezuela del porvenir, en lo inmediato acaso cambiaremos iletrados por letrados, militares por civiles, revolucionarios por contrarrevolucionarios, prehistóricos por modernos, camisas rojas por gorras tricolor, pero todos a uno serán igualmente déspotas y alimentadores de mitos, que otra vez han de volverse decepciones y mudar a la política en oficio de mentirosos.