viernes 22  de  marzo 2024
CUBA

Fidel Castro: ¿Ya estaba muerto, o me equivoco?

e Fidel, ya no quedaban más que las vallas con su imagen en algunas calles y los fugaces escritos que se publicaban en los periódicos oficialistas

MARCELO BRITO

Especial

LA HABANA. Fidel Castro murió y La Habana parecía no enterarse. La noticia me sorprendió, por decirlo de manera coloquial, porque él ya no representaba nada, ni bueno ni malo para mi generación, en medio de la noche. Ninguna sensación afloró en mi cuerpo y mi mente, lejos de reaccionar sobre el presente, comenzó a recordar todas esas veces que la frustración por vivir en un sistema déspota que yo no había elegido marcó el destino de mi vida.

En el otrora exclusivo barrio de El Vedado, donde me encontraba, mucha gente parecía no estar al tanto del deceso, pero algunos pocos, a la salida del bar que frecuento, debatían las repercusiones que esto podría traer. Algunos reían como si un añejo deseo se hubiera vuelto realidad, y otros, entre los nervios y la apatía, se quedaban inmunes ante el suceso.

Ese viernes, que podía haber sido cualquiera en la capital de todos los cubanos, terminó siendo el inicio de nueve largos días de duelo nacional, un duelo que no muchos cubanos sintieron suyo. Sí, porque ese tipo de dolor debe ser natural, no una imposición como todas las cosas que se han hecho en Cuba desde enero de 1959, una fecha que desde hoy ya no luce tan brillante como nos hicieron creer.

Al día siguiente, como cubanos al fin, y aunque en mi casa no suele usarse la muerte como una vía de entrada económica, el 25, 26 y el 90 fueron los números escogidos para la charada (juego clandestino de azar) y, misteriosamente, acertamos. ¡Qué ironía del destino! Tantas veces que Fidel me privó de tener un sueldo digno y de poder disfrutar con mi familia y su deceso se convirtió en una pequeña entrada de capital.

Tenía el presentimiento de que el sábado y el domingo serían dos largos días y así fueron. El Malecón habanero seguía igual, salvo por un hombre que en medio de su aparente desolación, e infringiendo la ley seca, tomaba un sorbo de ron y mirando al cielo, se lo dedicaba a Fidel. Qué panorama, pero allí todo podía suceder y eso era lo más significativo que vería en medio de tanto desgano.

Aún así, y con la seguridad de saber cómo somos los cubanos, conservaba cierta sorpresa sobre lo que estaba aconteciendo. Quería hablar con la gente, pero no me atreví a preguntar. Solo observé y confirmé que nada importaba. La gente estaba más preocupada por la comida que por la suerte del viejo dictador.

El lunes, tras gastar 20 pesos en “almendrones” (autos de alquiler) y caminar por toda la calle Paseo - muchas vías estaban cerradas-, llegué a la Plaza de la Revolución. Tenía curiosidad por ver a los demás y sentir si realmente esa multitud que se aglomeraba desde tempranas horas podía estar afligida o si, como siempre, la obligación era lo que primaba.

No me equivoqué. Estaban allí, en las colas desorganizadas y bajo ese sol que asoma en Cuba. Entre el bullicio y tanta gente, pocos tenían en sus rostros la marca de la tristeza. Todo era mentira. Era un paisaje tan surrealista que sentí pena y asco. ¿En qué nos habíamos convertido? Justo en eso que no quería y por lo que había preferido mantenerme lejos de cualquier tema político o ideológico.

Estuve una media hora caminando entre la gente. No escuché nada interesante y muchos menos comentarios sobre la pérdida. Se hablaba sobre lo cotidiano, sobre la desesperación de estar de pie en una interminable fila solo para ver una foto y medallas. Había risas pero también desidia. Ese era el resultado de vivir en una sociedad apática. ¿Qué más les daba a los jóvenes, o a los viejos, que se hubiera muerto Fidel? A fin de cuentas solo era un cuerpo más.

De Fidel, ya no quedaban más que las vallas con su imagen en algunas calles y los fugaces escritos que se publicaban en los periódicos oficialistas. A diferencia de ese domingo en la Plaza, donde su figura prevalecía obligatoriamente en pancartas y carteles, la presencia del “líder” del país se reducía solo a eso, a un fatídico recuerdo.

El teatro siguió. Algunos estudiantes de universidad formaban un cordón humano en plena Avenida Boyeros para que los demás no pasaran. Esa algarabía juvenil me remontó a mis años de estudiante cuando también reinaba en mí la apatía.

Durante estos días todo ha transcurrido sin mucho sobresalto. El recorrido inverso que las cenizas emprendieron hacia el Cementerio Santa Efigenia, en el oriente de la isla, no ha causado en mí ninguna conmoción. Si Fidel hubiera muerto 20 o 25 años atrás, tal vez la reacción hubiera sido diferente: más emoción, gritos, euforia, enfrentamientos. Pero “el comandante” dejó este mundo cuando su nombre ya no representaba mucho, al menos para mis contemporáneos. El “caballo” partió físicamente, pero en realidad ya estaba muerto desde hacía muchísimo tiempo.

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