La Asamblea Nacional (AN), apoyada por el mandato soberano y democrático de la mayoría del pueblo venezolano, ha aprobado la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional para poner en libertad a varios opositores encarcelados o bajo arresto domiciliario, acusados injustamente de cometer delitos comunes por el régimen chavista. Así se recoge en el articulado.
Sin embargo para vetar esta ley, las autoridades chavistas emplean una serie de calificativos para desacreditar el perfil de los presos políticos venezolanos, acusándolos de terroristas, asesinos o enemigos de la patria, cuando en realidad se trata únicamente de gente pacífica, condenada mediante procedimientos políticamente impuestos.
En concreto, esta disposición podría beneficiar a 78 personas encarceladas por motivos políticos, entre ellas el líder del partido Voluntad Popular, Leopoldo López; el exgobernador del estado occidental de Zulia, Manuel Rosales; el regidor metropolitano de Caracas, Antonio Ledezma; y el exalcalde de San Cristóbal (Oeste), Daniel Ceballos.
Mientras se multiplican las reacciones adversas en la bancada chavista por considerar que la ley ampara a terroristas y criminales, el presidente Nicolás Maduro parece haber olvidado que en 1994 el entonces presidente Rafael Caldera amnistió a su luego sucesor Hugo Chávez, que cumplía condena en una cárcel militar por encabezar el frustrado golpe de Estado de 1992 contra el entonces gobernante Carlos Andrés Pérez.
La ley de Amnistía, que consta de 29 artículos, deberá ser revisada por el Jefe del Estado para su promulgación. Pero Maduro, enemigo del equilibrio institucional y sin competencia para legislar sobre este tema, se valdrá del control que tiene su Ejecutivo sobre la judicatura para frenarla.
Una vez más, el gobierno venezolano podría echar por tierra la independencia judicial y cometer uno de los asaltos más flagrantes a la separación de poderes que se recuerdan en la historia de las democracias constatadas. De hecho, Henry Ramos Allup, presidente de la AN, ha avisado que desde el Supremo se prepara “a medida” una sentencia para declarar inconstitucional este dictamen.
Maduro sigue tercamente sin entender que los venezolanos han depositado su confianza en la Asamblea Nacional para que elabore las leyes de interés nacional y que su deber constitucional es respetar este compromiso soberano.
Los chavistas llevan demasiados años utilizando la administración de la justicia como un instrumento para gobernar a su antojo. Es una de sus estrategias preferidas. Y el Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) de Venezuela no es una excepción.
Desde su inequívoca adhesión a Maduro, el máximo órgano del sistema judicial venezolano, con magistrados nombrados a dedo por la antigua dirección oficialista presidida por Diosdado Cabello, decidió recientemente de manera arbitraria limitar las atribuciones legislativas de la Asamblea Nacional, al control y supervisión del gobierno.
No es, por desgracia, el único escándalo judicial protagonizado por los magistrados del TSJ. Bien cercana en el tiempo está también su decisión de legitimar el decreto de emergencia económica que dio poderes especiales al presidente Maduro, en contra de la posición de la AN.
Según el Código Penal venezolano, prevaricar es dictar una resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia. ¿Prevaricará el Tribunal Supremo de Venezuela si acepta vetar una la Ley de Amnistía y Reconciliación Nacional aprobada por la Asamblea que custodia los principios constitucionales que rigen la vida democrática de los venezolanos?
La separación de poderes es uno de los pilares fundamentales de cualquier democracia que se respete. Lejos de poner en peligro los cimientos del Estado o el futuro de la democracia venezolana, la decisión del TSJ de no inmiscuirse en las competencias del poder legislativo constituiría un buen síntoma de la salud de las piezas del entramado constitucional de una sociedad debilitada por una crisis económica galopante y por corrientes muy críticas hacia la normalidad del funcionamiento de sus instituciones.
La defensa de los valores que consagra la Carta Magna y de la legalidad vigente en Venezuela debería tener en el Tribunal Supremo a uno de su más resueltos y leales defensores. Por tanto, la posición del máximo órgano del sistema judicial venezolano, en las tensas horas que se avecinan, deberá ser símbolo de la legitimidad constitucional y democrática.
Confiemos en que, desde el seno de todos los poderes públicos, se haga cumplir la voluntad del pueblo. Los días venideros determinarán el futuro de la convivencia y de la libertad de Venezuela.