Ninguna palabra causa tanto escozor y molestia en Nicolás Maduro como democrático. De ahí que se entienda su explosión de rabia como respuesta a las acciones de la Organización de Estados Americanos que inició a través de su secretario general Luis Almagro, el proceso para aplicarle la llamada Carta Democrática al Gobierno que lidera Maduro, ingente en ineptitud como ningún otro en la historia de Venezuela.
El planteamiento de Almagro es sencillo, aunque contundente. Alega que en Venezuela no se está cumpliendo la constitución y el Gobierno de Maduro ha propiciado “una alteración del orden constitucional que afecta gravemente el orden democrático”. Es una verdad que, sin embargo, no deja de ser un eufemismo. La realidad es que lo que impulsó Maduro, así como también lo hizo su predecesor Hugo Chávez, es el caos, la anarquía y la destrucción de la tolerancia y la libertad. Lo de Venezuela es una tragedia, porque no existe otra manera para describir las plagas que sufre su sociedad: hambre, miseria, desolación, crímenes, enfermedades, etc.
Fiel a su costumbre de guapetón de barrio –apoyado en su reducto pero temeroso y cobarde cuando sale de su zona de seguridad– Maduro salió al paso a las declaraciones de Almagro con sus groserías, sus palabras altisonantes, sus típicos gritos llenos de palabras vacías, que sólo refuerzan su poco talante demócrata.
La realidad es que la OEA debió haber tomado cartas en el asunto hace mucho tiempo, cuando ya estaba al frente Chávez, quien cerró medios de comunicación, expropió empresas privadas y ejecutó otras medidas que hicieron trizas la constitución que él mismo impulsó.
La Carta Democrática quizás no sea la solución de todo lo que pasa en el país, pero ciertamente sí contribuye a desnudar aún más, en el ámbito internacional, al régimen autoritario de Maduro. Es hora de hacer presión por todos los ángulos.