Está la primavera en el estallido de una flor. Temprano y nevado. Suben los picos de nieve y chorrean ríos verdes por las colinas. Hay una brisa fresca, y vaho, y un montón de inviernos en el goteo helado de los tejados de las gasolineras. Luces duras, colores, y pieles crudas. Sombras que se agrietan en la carretera. Niebla y nieve. Copiosa y con sabor a despedida. Sol, sol aún de invierno, derritiendo la estación del hierro.
El ciclo anual nos recuerda el reloj biológico del que no podemos desprendernos. El sol, el universo vivo girando con silenciosa violencia, y aquí la calma, a ratos, al doblar una curva en el asfalto y abrirse al horizonte la enorme dehesa. Evocan los prados tan verdes del invierno aquellos días de flores y aromas rurales, cuando lo más sofisticado era un pedazo de hierro, forjado con más o menos oportunidad. Días de mucho fuego y poca luz. Días que morían suaves pero con aplomo, arrastrando el calendario con toda su crudeza, cayendo el telón celeste con toda su oscuridad, sin la quimera tecnológica y brillante de las pantallas y las realidades virtuales. Que era la noche, noche, y el día, día.
Por suerte aún nos quedan la estepa y los bueyes, y todo el ganado, y esas huertas que florecen, o las enormes plantaciones, que aún necesitan mirar al cielo para entender la vida y agarrarse al astro gigante, como se agarran los náufragos a la mano que los rescata. Aún quedan libros donde olvidar la pesadilla contemporánea, tan digital, tan social, tan inteligente. Aún quedan estaciones donde bajarse del siglo de la prisa, y donde besar con todas las manos.
Está la carretera helada, chispeante, y el café hirviendo. Arcén de blancos y grises. Tiento un cigarrillo bajo el tejadillo y los humos se confunden entre vapores. Es el primer hervor de la mañana. La primera bruma. La bruma virgen. Cientos de veces me he parado aquí, a este lado de la ruta, viendo a los viejos tráileres destrozar el silencio y devolver la calma, y dejar a su paso un viento voraz, que despeina las plantas durante un momento, hasta que pasa el siguiente, con toda su locura. Y entretanto, ese silencio tenso, y su color amarillo e inmenso que se va haciendo más y más pequeño, hasta perderse por la curva de la autopista.
En la antesala de la primavera, en este frío de marzo, en la desilusión de los mirlos, que no encuentran bajo el manto de nieve su alimento, que alguien les ha cambiado el escenario sin avisar. En todo percibo hoy la incipiente soleada del mes, la histeria de contrastes de esta época del año, que en pocas semanas terminará de hornear y regar las plantas y flores, que irán naciendo y prendiendo el paisaje de colores y luces.
Se acaba el café y se acaba el tiempo y empieza el día. Nadie puede parar ya la luz. Ya bajan los granjeros de regar los pastos de su tropa, y los campesinos cruzan la dehesa de huerta a huerta, ajenos a los relámpagos lejanos de la autovía. Llenas las carretillas, rugen los tractores, y varios hombres retiran la nieve de la puerta de la ermita, en lo alto de la montaña. Toda la vida allí, cerrando el cerro con su solemne eternidad. Piedra sobre piedra, y oxidado todo el campanario. Y la Santísima y su gente, y las guirnaldas de plástico rotas, y las banderas carcomidas de los días de fiesta, cuando la aldea crece y recuerda viejas muchedumbres, que toda la vida estaba aún por delante.
Es la noria que vuelve, al poco de doblar la Navidad, y que nos dejará de un invierno extraño en un verano ajeno, pasando por este marzo que no es de nada y no es de nadie, más que de los estudiantes, que siempre saben que marzo es marzo. El resto pisamos y no dejamos huella. Empezamos y empezamos sin saber en qué curva se dejará caer la temporada del hielo. Pero con la sana esperanza que nos levanta haber visto estallar en flor los almendros. Los pastos, tan verdes, que todo lo han drenado. La tierra revuelta y cansada de los sembrados: entre sus surcos, destellos marrones y tinieblas. Y allí arriba, el cinturón de la vida, la corona blanca de la niñez de la nueva estación. Ha amanecido al fin, blanco y jovial, el mar de almendros, coral de todas las juventudes; las que nos esperaban, otro año más, al otro lado del enjambre otoñal de ramas huérfanas y huesudas. Estaban, prometiendo siempre, los almendros. Y detrás, un millón de flores.