lunes 17  de  marzo 2025

A pesar de todo

Supongo que todo se vino abajo el día en que algún iluminado –deslumbrado por el reflejo del becerro de oro, intuyo– decidió cambiar la quema de incienso por un ambientador electrónico de reminiscencias a bosque de pinos
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Sé que la Iglesia es realmente una obra de Dios porque ha logrado sobrevivir a los templos construidos en la segunda mitad del siglo XX. Sí. Gran parte de las iglesias cristianas de los últimos cien años parecen obra de Boquetes Satanás S.A. Ante un montón de paredes desnudas con ese hormigón de grumo gordo decolorado, lo que te pide el cuerpo no es dar gloria a Dios sino llorar, golpearte el pecho con una copia de los planos del edificio y pedir misericordia. Que cuando la liturgia habla de sacrificar un cordero, el pueblo se indigna pensando que el cordero es inocente, que la culpa es del arquitecto.

La comparación con los siglos precedentes es aterradora. Desde los primeros tiempos del desarrollo arquitectónico, la locura inspiradora de la fe estuvo detrás de las grandes proezas. Ahí tienes las iglesias románicas, las catedrales góticas y ese sinfín de bellezas que hacen que hasta el más gélido de los ateos caiga de rodillas y entone una oración, aunque sea al Dios del por si acaso, esa oración ritual del que no cree, pero la suelta por si las moscas, con muy buen criterio.

Pienso en la catedral de Santiago, en San Pedro del Vaticano o en el Santuario de Nuestra Señora de Lourdes. Imposible no elevar los ojos al cielo, no sentir un temblor en el alma al cruzar su planta, o no preguntarse cómo sería la fe de sus impulsores, creadores y actores para alzar algo tan grande, tan cálido, tan sobrecogedor. El cielo en la tierra. Pienso, por el contrario, en la iglesia madrileña que visité hace unas semanas, mil novecientos noventa y algo, con más toneladas de aluminio fundido que fieles –que imagino tozudamente fieles–, y con el sagrario de hormigón mimetizado en un lateral del inexistente retablo, tan repleto de cemento como el cerebro de ese hermano en la fe que creyó buena idea recordar a las almas la existencia del infierno a través de lo ornamental, haciendo del templo un lugar de penitencia y purificación para todos los sentidos.

Observo que la felicidad de los enemigos de la Iglesia es notable ante la deriva grotesca del viejo arte sacro en la era moderna, porque aún en su maldad saben que toda batalla importante comienza por lo estético. Y es muy difícil entender a Dios si no comprendes la belleza.

En cierto modo, ahora se entiende el constante retroceso del latín y el gregoriano en la liturgia. Son dos eslabones de belleza, de eternidad, dos ascensores al cielo, en buena medida incompatibles con las cartulinas de colores recortadas y pegadas por la pared desnuda del lateral hormigonado del templo, con mensajes sobre la importancia de que no haya plástico en el mar, ante la mirada atónita de un San José conceptual; que es sin duda una importancia enorme pero no estoy seguro de si podría equipararse a la majestuosidad del dogma del Fin del Mundo, por mencionar un ejemplo genuinamente definitivo.

Cosas de un escritor cascarrabias. Melancolía de las iglesias de ayer. Exaltación ante algunas basílicas de hoy aún construidas con respeto a Dios, al sentido estético, a la búsqueda de la belleza, a la poesía del alma. Supongo que todo se vino abajo el día en que algún iluminado –deslumbrado por el reflejo del becerro de oro, intuyo– decidió cambiar la quema de incienso por un ambientador electrónico de reminiscencias a bosque de pinos. Esto en mi tierra no pasa. Pobre de quién trate de interponerse en la trayectoria del botafumeiro y su nube de incienso, que del golpe es devuelto al instante a su tierra por el mismo lugar por el que vino peregrinando a Compostela y sin ganar más indulgencia que la gracia de librarse del óbito en el leñazo.

No me juzguen los teólogos, Dios me libre, pero tengo para mí que si la justicia divina no conociera la misericordia infinita, el buen Dios aplastaría a su pueblo por levantar esos templos como pabellones deportivos, coronados con algo que podría ser una cruz, o también podría ser un pararrayos, o tal vez un mechón de pelo de Einstein disecado. Pero esta es la gran enseñanza: Dios es paciente. Y generoso. Lo suficiente como para escuchar la oración de los fieles que se reúnen en su Nombre, incluso aunque lo hagan en un lugar cuya única aspiración espiritual humanamente merecida, a fin de cuentas, es albergar el funeral del arquitecto y, si es posible, albergarlo cuanto antes.

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