Por Mari García H*
Por Mari García H*
A comienzos de 1939, eran miles los españoles que cruzaban Los Pirineos. La diáspora iba dispuesta a emprender nuevos caminos. Sus integrantes eran mujeres, hombres y niños de todas las edades. Entre ellos, el poeta y profesor sevillano Antonio Machado, un hombre cuya apariencia era la de un anciano. Tenía fiebre y se sentía derrotado, aunque apenas contaba 64 años.
El escritor de Caminante no hay camino, que expresara "Se hace camino al andar", viajaba a pie y, de volver la vista atrás, vería, tal cual lo había escrito, “la senda que nunca se ha de volver a pisar”. Su hermano José y su cuñada Matea, se turnaban para ayudarle a dar algunos pasos entre frecuentes crisis de tos. Caminaba encorvado mientras, a duras penas, abrazaba a su madre, la octogenaria y delgada Ana Ruiz, que preguntaba con insistencia "¿llegamos pronto a Sevilla?"
Esta frase, que el escritor Corpus Barga diera a conocer, se hizo famosa por la ingenuidad y belleza que encerraba: la añoranza de una madre que, en pleno viaje hacia el exilio, preguntaba, como una niña, si faltaba poco para volver a casa.
Debido al estado de salud del poeta, el recorrido hasta cerca de la frontera fue hecho en una ambulancia, que ya no pudo avanzar al toparse con tramos llenos de gente que huía. Cruzaron la frontera en pleno invierno y en la primera noche en Francia durmieron a la intemperie en la estación del tren de Cerbére, empapados, porque llovía a ratos. Era el primer pueblo francés de los Pirineos Orientales. El segundo día, un 28 de enero, partieron para Collioure. El chico que se ocupaba allí del tren, estudiaba español y guardaba unos versos de Machado en su libreta de estudios. Para el joven fue muy importante aquella visita y lo hizo saber a la gente del pueblo, que ayudó a la familia.
Dos mujeres los atendieron, la primera, dueña de una mercería, la segunda, del pequeño Hotel Quintana. Les regalaron sellos postales para sus cartas, hospedaje, comida y algo de ropa. Machado había deseado estar, como allí, frente al mar. Cuando murió, menos de un mes después de su llegada, un 22 de febrero, le cedieron un nicho en el cementerio. Había escrito en Retratos, "Cuando llegue el día del último viaje (...) me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar".
Ana Ruiz falleció 3 días después que su hijo y fue enterrada en una zona destinada a personas sin recursos, del mismo camposanto, hasta que años más tarde trasladaran los restos de ambos a la entrada del lugar, donde miles de personas dejan cartas al poeta todos los años. Como a un santo, como a un héroe, como a un amigo, como a un maestro, lo visitan poetas, presidentes, intelectuales, enamorados, turistas de todo el mundo, maestras con sus discípulos. Gente de todos los oficios y todas las edades, como la que una vez se marchara con él, hace 80 años, de la España a la que escribiera poemas tan hermosos como los de Campos de Castilla. Sus semillas fueron sembradas en todo el mundo.
Alguna vez el poeta escribió "mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla (...) mi juventud veinte años en tierra de Castilla". Podría decirse que, su prematura vejez, en esa última morada, es un adiós en el mar de Francia, que no se olvida. Sus poemas, profundos y hermosos, no se olvidan.
En el lugar donde reposa, y en centros de estudio del mundo entero, todos los 22 de febrero se recuerda su adiós con eventos relacionados a la poesía y a la escritura.
Razón tuvo Joan Manuel Serrat cuando escribió y cantó: "profeta ni mártir quiso Antonio ser, y un poco de todo lo fue sin querer".
*Periodista.