León XIV es un sacerdote agustino, Prior que fue de su Orden y luego Cardenal Prefecto de la Congregación de los Obispos y presidente de la Pontificia Comisión para América Latina. De 69 años, nacido en Chicago, de madre española y padre norteamericano, es descendiente inmediato de inmigrantes franceses y procedentes de España. Mas, el ahora Pontífice, creado Príncipe de la Iglesia por Francisco, sirvió como misionero y Obispo en Chiclayo. Un hombre universal, en suma.
De apariencia sencilla, recatado, de sentido común según los que le conocen, ajeno a ser el centro de la atención fue llamado a Roma, donde previamente alcanza su licenciatura y doctorado en derecho canónico en la Universidad Angelicum. Su preocupación por la labor de la Iglesia en favor de los pobres y haber sido director de misiones de la Orden de San Agustín antes de ser arzobispo, hubo de llamar la atención del Papa recién fallecido.
Robert Francis Prevost Martínez, ahora Sumo Pontífice, un licenciado en matemáticas por la Universidad agustina de Villanova sita en Filadelfia, en su primera aparición en la Plaza de San Pedro evocó el ejemplo de Papa Bergoglio, asegurando la uniformidad en la Iglesia Católica. Mas el nombre que ha elegido, León, marca su decisión de atajar y conducirnos en el tiempo nuevo, Rerum Novarum. Tratará, es lo previsible, de hacer cesar las tendencias – exacerbadas por el mundillo de las redes y resueltas tras su elección fast track – ofreciéndoles una perspectiva trascendente en un mundo de inmediateces digitales.
Sin lugar a dudas Papa Prevost, por su oficio y el carisma de ser hijo de San Agustín compartirá la opción preferencial por los pobres, al ser, además, más que un obispo estadunidense un prelado latinoamericano nutrido con las enseñanzas del CELAM (Consejo Episcopal Latinoamericano y Caribeño); en lo particular, con las actualizadas en Aparecida de 2007 y alcanzadas bajo el pontificado de Benedicto XVI, tanto como realizadas con fervor magisterial por el mismo Francisco: “La utopía de volver a dar vida a las religiones precolombinas, separándolas de Cristo y de la Iglesia universal, no sería un progreso, sino un retroceso. De allí ha nacido la rica y profunda religiosidad popular, en la cual aparece el alma de los pueblos latinoamericanos: el Dios cercano a los pobres y a los que sufren”, precisaba entonces papa Ratzinger.
Al presentarse ante la plaza de San Pedro, sin hacer menguar la serenidad de su sencillez y la firme ecuanimidad de su carácter, retomó los ornamentos papales, el llamado traje de coro, que incluyó la muceta. Y en sus palabras ante la urbe romana destacó su condición de agustino e hizo presente su vínculo afectivo con la ciudad peruana sede de su obispado y de habitantes cálidos.
De modo que, repito, habremos de esperar por las primeras líneas intelectuales que trace en sus documentos apostólicos, para discernir sobre León XIV, lejos de las especulaciones más propias a los conciliábulos ocupados del poder político y por quienes aún se empeñan en hacer del Vaticano una filial de las internacionales posmodernas del progresismo y el nacionalismo: “Mi reino no es de este mundo”, predica Jesús (Juan: 18:36).
A modo de ejercicio hipotético, sin embargo, algunos signos acaso pueden ser indicativos del cambio o de la continuidad metodológica a que haya lugar en el gobierno de la Iglesia de Roma y su Estado Vaticano, sin que ello signifique la probabilidad de modificaciones o reinterpretaciones en el plano de lo teológico.
La escogencia por el Papa de su nombre evoca el pontificado y la ejemplaridad de León XIII, Gioacchino Vincenzo Raffaele Luigi Pecci, que duró 25 años, fue puente entre los siglos XIX y XX, y autor de la celebérrima encíclica sobre las Cosas Nuevas, adoptada en un contexto crítico, el de la revolución industrial y las tensiones sociales que aparejaba hacia 1891. Su propósito era promover la protección de los trabajadores y su afiliación en sindicatos católicos a objeto de ordenar sus relaciones con los patronos, alejándolos de la pugnacidad animada por los marxistas y los anarquistas, encontrando un equilibrio entre las corrientes liberal y socialista, y respetándose a la propiedad privada.
Esa fue, al caso, la fuente nutricia posterior de los partidos y movimientos demócrata cristianos en las Américas, tras la visita a Roma de dos jóvenes líderes universitarios católicos, en 1933, reunidos en Congreso con sus pares europeos, el chileno Eduardo Frei Montalva y el venezolano Rafael Caldera.
La Rerum Novarum del presente – en medio de una acelerada relajación de los referentes morales y la punzante ansiedad en la que todos vivimos, como decía de las suyas León XIII – están a la vista. Son las que deja Francisco y hacen presa de su sucesor. Sobre ellas habrá de proveer este, como guía espiritual de la cristiandad, a saber, sobre el desorden geopolítico y la cultura del relativismo sobrevenidos tras las grandes revoluciones industriales del siglo XXI, la digital y la de la inteligencia artificial (IA). “Caminar con Ustedes como una iglesia unida, buscando la paz y la justicia”, ha sido el pedido inaugural del pontífice a sus “hermanos Cardenales”.
El carisma agustiniano
El otro elemento de juicio a considerar, ya mencionado, es el carisma del Papa elegido. Se trata de un cuidador de las enseñanzas de Agustín de Hipona, San Agustín. Estas, como principios filosóficos son útiles como aproximación para el manejo de las realidades temporales y en su testeo bajo las reglas que, para su acción social y eclesial, hizo suyas su predecesor. Constan en Evangelium Gaudium (2013), escrita por Francisco al iniciar su pontificado: “El tiempo es superior al espacio; la unidad prevalece sobre el conflicto; la realidad es más importante que la idea; el todo es superior a la parte”.
Así como Francisco pone un cable en tierra y atiende a la perspectiva cabalmente humana en su razonamiento – a los poderosos y los políticos sólo les importa el espacio para instalarse, olvidando que lo esencial reside en los procesos e impulsarlos a lo largo del tiempo – en la cosmovisión agustiniana la mente es el lugar en el que se produce la experiencia tanto del tiempo como del espacio. Siendo el tiempo presente del pasado, presente del presente y presente del futuro, a la luz de las enseñanzas del Obispo de Hipona, el espacio como el tiempo se viven e interpretan a la luz de cada experiencia y de su percepción. Son elementos, ambos y sin jerarquías, constitutivos de la realidad interior y espiritual del hombre.
La unidad agustiniana, en el mismo orden, reside en Dios y en su búsqueda por todos, en la armonía del alma, ha de ser lo común. Entretanto, el conflicto es lo propio de la lucha interior entre la voluntad y las pasiones, que incluyen a las divisiones políticas y sociales. Aun así, son el anverso y el reverso de la experiencia existencial: expresión esta de la Ciudad del Hombre y aquella de la Ciudad de Dios. Bergoglio, al respecto, se ubica para su reflexión en la cotidianidad de lo humano, soslayando la trascendencia sin negarla, exigiendo se aborden los conflictos sociales y políticos con espíritu de colaboración, para sostener y privilegiar la unidad en la diversidad. De donde cabría una pregunta a ser resuelta: ¿Acaso en la unidad de los ánimos y mediante un sincretismo entre la luz y la escuridad?
San Agustín regresa de nuevo al interior de la persona – cuya libertad bendice tanto como su natural vocación al bien, pues, en su criterio, el mal carece de entidad. Sólo es ausencia o carencia de bien – explicándonos que la realidad y las ideas están íntimamente relacionadas, la una con la otra, pues son fundamentales para comprender la Verdad, que es la base de todas las ideas y es Dios mismo. No por azar, San Pablo dice que son los hombres quienes aprisionan la verdad con la injusticia; pues el mismo Dios se manifiesta en ellos – sus imágenes – y les muestra sus perfecciones invisibles haciéndoselas visibles a la inteligencia, a través de las cosas creadas. La realidad objetiva, así, no es la que forma o precede a las ideas. Las ideas sólo se aclaran en la inteligencia, recibida como don, en su verificación a través y en contraste con la obra material de la Creación. A Evangelium Gaudium le preocupa, antes bien, el divorcio de las ideas con la realidad tangible, tanto como si fuese posible una unidad de perspectiva sobre esta, en el marco de la diversidad humana y la experiencia única e irrepetible de cada persona.
En fin, en cuanto a la relación del todo con las partes, que a tenor de la aproximación terrenal del pontificado franciscano dicha totalidad enraíza con la misión de la Iglesia y en su opción preferencial por los pobres, según la perspectiva carismática de los agustinos la unidad como idea es la de Dios, mientras que las partes integran al orden cósmico en el que cada criatura tiene una función; su sentido es el propender al bien de la totalidad. Podría decirse así que, relacionándose la partes a través de Dios como un todo, no siendo perfectas ni eternas aquellas sino perfectibles, son, sin embargo, los testimonios de la sabiduría y la creatividad divinas.
Restaría decir, por lo pronto y al margen que, en consonancia con el principio del “buen vivir” (Sumak kawsay), ancestral de los pueblos indígenas y predicante de la armonía del hombre – varón y mujer – con la Naturaleza y su comunidad, tal como lo recoge la Exhortación Apostólica Querida Amazonia (2020), San Agustín apunta a lo universal, a la idea de la “vida buena”. Ciertamente, defiende las características y leyes inherentes a las cosas creadas, a la llamada naturaleza, pero pone su énfasis en la voluntas beate vivendi, como don de Dios dado a toda criatura humana, sobresaliente en la Creación.
Ello significa, según Saturnino Álvarez (1988) y conforme a lo predicado por el santo de Hipona que, la voluntad de vida buena se pierde si se le limita al liberum arbitrium; pues la arbitrariedad en la libertad conlleva al pecado. La voluntad de bien como poder ha de ser entendido, según éste, para que se vuelva verdadera libertas o vida buena, como la liberación para hacer el bien e inmunizarnos contra la servidumbre. La vida buena no es, por ende, buen vivir. Es conciencia de libertad, como poder ordenado al bien, bajo la premisa de la caritas.
León XIV en su última homilía como Obispo en Chiclayo, persuadido del sufrimiento, de las dificultades y del desanimo que cunde en no pocos y los lleva incluso a decir ¡Basta, Señor!, nos pide que “sigamos caminando”. Lo ha repetido hace pocas horas en Roma. “Solos no lo lograremos”, precisó. In illo uno unum (En Aquel que es Uno, somos uno) reza su escudo papal, tomado de un comentario de San Agustín al Salmo 127.
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