jueves 28  de  marzo 2024
opinión

Buenos augurios

Todo lo hacemos mal. El apocalipsis llega seis veces al día. Todo es peligroso. Todo es cancerígeno. Y por supuesto, todo es contagioso. Solo depende del tiempo que tengas para leer la prensa y ojear Internet
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

La muerte nos acecha. Se agotan las mascarillas. No es para menos. Diría que se expande por el mundo la fiebre contagiosa del temor, si no fuera porque parece una broma de mal gusto. Tampoco fue un chiste lo de esta mañana. Con la edad se me están achinando los ojos, agotando siempre los kleenex, y achicando las defensas, que mi vida ya no es más que lo que ocurre en el brevísimo lapso entre dos catarros. Y hoy no he podido aguantarme. Ha sido en la cola. En la panadería. He estornudado y seis clientes se han tirado al suelo, cuatro se han refugiado en la cámara frigorífica, uno ha intentado sacudirme con una chapata, y el último, al que le he impactado en el cogote con toda la nariz, se ha arrancado la cabeza, presa del pánico. Este apunte sobraba. Lo sé. Es obvio que no lo ha hecho por el placer de sentir el desarraigo del melón.

La panadera, la pobre mujer, ha intentado desinfectarse dentro de horno de los cruasanes. Lo ha logrado. Pero ahora es un cruasán más. Ha muerto haciendo lo que más le gustaba, dicen los suyos. “¿Cruasanes?”, pregunto. “El idiota”, responde su hermana. Silencio y prudencia. Son días de locura. Es así, es la fiebre. Todo es susceptible de contagio. Aunque no sepamos el qué. O sí. Que yo hasta le he visto la cara al virus en el periódico. Y, la verdad, es más feo que un pecado mortal. Lo cojas por donde lo cojas. Y, créeme, es mejor que no lo cojas.

Lo de la panadería me ha dejado mal cuerpo. Ahora hay un revuelo en cada esquina. Da igual la causa. Aunque he de admitir que lo mío no fue un pequeño estornudo. Fue un sopetón, una turbulencia, una explosión nasal poderosa, con la fuerza del Etna y la dispersión del pensamiento de Kylie Jenner. Fue, tal vez, un atentado contra la salud pública. Y aun así puedo alegar en mi defensa la involuntariedad y mi ausencia en cualquier categoría de sospecha de portador del virus, ese bicho que nos tiene con el corazón en un puño, y la mascarilla en el otro.

No intentes buscar en Google cómo se contagia. Lo he probado. Ya hay auténticos influencers de la medicina. Son como curanderos pero en guapo. En los rituales, en vez de pies de rana y orina de caracol, utilizan Instagram. Según su criterio, ese veneno se pega de casi todas las formas posibles. No parece haber escapatoria. Vivimos tiempos de reprimenda general. En los medios, en las redes. Todo lo hacemos mal. El apocalipsis llega seis veces al día. Todo es peligroso. Todo es cancerígeno. Y por supuesto, todo es contagioso. Solo depende del tiempo que tengas para leer la prensa y ojear Internet. Tiempos inesperados de añorar la ignorancia.

Ah, y tampoco trates de buscar en la red su sintomatología. La tengo yo aquí. Al completo. Plastificada y pegada en el salón. Le paso gel desinfectante cada amanecer, por si los murciélagos, que ya sabes que son los sospechosos en el origen del virus. Eso dice un grupo de expertos en la revista The Lancet. Los murciélagos. Qué sorpresa. ¡Quién lo habría sospechado! No seré yo quien defienda a esos bichos inmundos que se colaron en la creación mientras Dios dormía la siesta pero, en honor a la verdad, no se les puede culpar de nada esta vez: llevan desde el Arca de Noé chillando como lunáticos poseídos por espíritus malignos, gritan cada noche sin parar, sin coger aire, con esa angustia con la que solo sabe berrear una rata a la que le han nacido alas. Llevan así desde hace miles y miles de años y nadie, absolutamente nadie, ha prestado maldita atención a sus espeluznantes advertencias. Ahora ya sabemos lo que querían decirnos.

Hace hoy 25 años que murió Gerald Durrell. Su ausencia es más dolorosa a esta hora. Él podría encabezar mejor que nadie el equipo negociador con esos quirópteros. Los murciélagos. Animalitos del Señor. Animalitos del Señor, a propósito, que repudia la mayor parte de la gente de bien y que, en cambio, en China son muy apreciados. Me dice ahora Wang, el dependiente del market chino de la esquina, que en su cultura los murciélagos “representan la felicidad y los buenos augurios”. Los buenos augurios. Me lo cuenta con su sonrisa habitual, con todo el teclado al aire. “Y la ironía, Wang”, le digo, “cómo manejan la ironía esos cabrones”. Se ríe más. Eso es que no me ha entendido. Hablando con él me siento un poco murciélago. Estornudo. Wang sonríe y me ofrece pañuelitos. Insensato. Mascarillas ya no le quedan. La histeria nacional, supongo. Subo a casa, abro el periódico. La primera noticia: “El equipo de fútbol de Wuhan llega a España a hacer su pretemporada”. Humor amarillo. Estornudo. Cierro el periódico. Revolotean unos murciélagos. Mejor será releer a Durrell en paz. Sigue estando Dios de nuestro lado.

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