El antisemitismo no es una opinión, ni una ideología, ni una consecuencia de conflictos actuales, es una estructura mental profunda. Esta opera según una lógica precisa, predecible y devastadora. No comenzó en Auschwitz, terminó allí; viene de mucho antes, con una función que se activa cuando un grupo humano es percibido, y la palabra es percibido, como superior. Ya que quien lo mira desde afuera se siente inferior. Esa diferencia se vive como humillación y no genera estima, ni deseo de superarse, genera envidia. Y no cualquier envidia: un resentimiento que se vuelve dolor. Y cuando los celos duelen, se convierten en odio. Una hostilidad que no se calma con argumentos ni concesiones, solo con el fracaso del envidiado. Ese es el centro de la judeofobia: una dinámica implacable que convierte al éxito del otro en una amenaza insoportable.
El antisemitismo es la única xenofobia que no mira para abajo y rechaza al que sobresale. Es un resentimiento que castiga la excelencia. Por eso su núcleo está en la envidia y no en la competencia o el miedo. Y esa envidia tiene una sola salida: la desaparición del envidiado.
La historia del pueblo judío está marcada por esa dinámica. Cada vez que prosperó, ya sea en Bagdad, Berlín, Vilna o Nueva York, ha encendido esa función. El otro lo ve, lo mide, se compara y entonces lo ataca. Primero con palabras, luego con leyes y después con fuego.
Siempre fue así: la Inquisición, los pogromos, los campos de concentración. Estos no son accidentes, son estaciones de una misma ruta. Auschwitz consumó el deseo profundo del envidioso: que el otro desaparezca.
Durante un tiempo, tras el Holocausto, el mecanismo pareció haberse detenido. El horror era demasiado reciente y la culpa era demasiado pesada. Pero los mecanismos estructurales no desaparecen, se duermen hasta que una nueva forma del éxito del envidiado los reaviva. Y esa nueva forma se llama hoy Israel.
Israel es el nuevo rostro visible del pueblo judío, dejó de ser una diáspora invisible o una minoría escondida. Es un Estado soberano, con bandera, con idioma, con ejército, con logros y florece en medio de una región convulsionada y empobrecida. Produce tecnología, ciencia, medicina, cultura, inteligencia estratégica y victorias militares quirúrgicas. Y eso enloquece a muchos, porque no encaja con el relato que necesitan para calmar su frustración. Por lo tanto, la envidia se desata y con ella, el odio.
Cada éxito israelí, en defensa, en innovación, en diplomacia, activa una nueva oleada de antisemitismo global. Cuanto más éxito tiene el envidiado, más insoportable se vuelve para el que envidia. Y este no puede tolerar esa distancia sin sentir que su propio valor se diluye. El proceso es claro: revalúa al otro al agrandarlo en su mente, y se devalúa a sí mismo, al sentirse menos. Esa distancia lo desgarra y para no romperse, ataca. Los motivos morales, las acusaciones de genocidio, de supremacismo, o de colonización se inventan para justificar el ataque. Pero detrás de esas palabras no hay ética, hay una estructura.
Y si antes ese deseo se manifestaba en expulsiones o quema de libros, hoy toma formas más modernas. Las marchas globales donde se grita “del río al mar” no son consignas políticas: son llamados a la desaparición. Boicots, cancelaciones, escraches, insultos y amenazas hacen que los judíos caminen con miedo por las calles de París, Nueva York, Buenos Aires, o Bangkok. En instituciones internacionales, se trata a Israel como el único Estado cuya existencia se debate.
Esta semana, el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, fue un paso más allá. En una entrevista pública, afirmó que su país no tiene armas nucleares para obligar a Israel a detener lo que él llama “el genocidio en Gaza ”. ¿Qué quiso decir? Que, si las tuviera, quizás las usaría. La implicancia es brutal: un jefe de gobierno europeo expresa que, si tuviera capacidad nuclear, la usaría para aniquilar a un Estado judío. Es decir: otra vez la sombra de Auschwitz, ya no como recuerdo, sino como posibilidad. Porque cuando el odio crece, la distancia mental entre un insulto y un misil se acorta.
Y lo más terrible es que todo esto ocurre no a pesar del Holocausto, sino en parte gracias a él. Porque el envidiado cayó, y entonces la envidia se desactivó por un tiempo. Pero cuando volvió a levantarse, volvió a molestar. Y la culpa del pasado empezó a ser reemplazada por un nuevo odio. Y entonces, el ciclo se cerró: envidio → odio → destruyo → me culpo → odio para no culparme → destruyo otra vez.
Hoy, ese ciclo está otra vez en marcha y su centro es Israel, un país que no pide amor. Un país que no busca ser modelo, quiere sobrevivir. Pero cuya sola existencia activa en otros la percepción de inferioridad.
La pregunta ya no es si puede repetirse Auschwitz. La pregunta es si alguien va a detener la estructura antes de que llegue a su solución final, porque las condiciones ya están. El envidiado volvió a tener éxito y el odio crece. Los gobiernos lo alientan y las masas lo celebran. Falta solo una chispa.
No se trata de profecías, son funciones. Y una función que no se desactiva, se repite. Siempre.
Las cosas como son
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