Él defendía sus zonas dentro del closet y la mitad que le correspondía encima de la cama, aunque solo la ocupara algunas noches.
Vivencias que toman forma de relatos y conllevan a la reflexión
Él defendía sus zonas dentro del closet y la mitad que le correspondía encima de la cama, aunque solo la ocupara algunas noches.
En realidad, solo necesitaba espacio en la zapatera para guardar uno de sus tesoros: las verdaderas botas de las doce leguas.
Daba gusto verlo, calzándose los zapatos mágicos para presumirlos ante los nietos: En cuestión de segundos nos llevaba a dar la vuelta al mundo, sin necesidad de salir de la sala, los cuatro muchachos arremolinados alrededor de su sillón.
Gustavo Tomeu, acabado de bañar, en calzoncillos y chinelas gastadas, era el gran alquimista, idóneo para convertir en oro la desgracia de la zafra de los diez millones. Capaz de llevarnos a conversar con los Beatles en Hide Park o aterrizarnos en el aeropuerto de su querido Camagüey tras pilotear el Cuatrovientos con Barberán y Collar. Todo en la misma tarde, durante la estrechez de las dos horas en que podíamos retenerlo dentro de casa.
No había fronteras, uno nunca sabia cuando asesinaba la verdad y florecía el pentagrama de su entelequia.
Una tarde de apagón nos llevó a conocer el spam: Como si fuera el Melquiades de Macondo, nos sentó en la mesa y descubrió las dos latas del maná celestial con que untamos el pan magro, después aseguró que aquello era un regalo de Nixon, el presidente yuma a quien los maestros de primaria equiparaban con Mefistófeles. Boquiabiertos y asustados provocábamos las burlas de mi madre.
En una infancia desolada por los uniformes y las consignas él era el único caudal que conservábamos, el baúl de maravillas que recuperábamos a su propia voluntad, porque se perdía, supuestamente para acumular nuevos momentos que compartir, para que la ausencia hiciera resplandecer su brillo de abuelo imprescindible, rejuvenecido en cada regreso. En una de sus vueltas nos descubrió un tío, el fruto de otra familia que había mantenido en el anonimato dentro de la misma ciudad que tanto mataperreábamos. El tío tiene mi edad, la de uno de sus nietos, y es hoy alguien imprescindible para nosotros.
El abuelo nos falló solo una vez: fue en aquel santiamén en que se fue sin despedirse y no volvió. Ya grandes los nietos, ya con biznietos en el morral. Aun sí nos quedamos enfermos y sin cura, sin la capacidad de volar como en aquellos tiempos de sus deshilachadas chinelas, añorando la era en que mi hermana cabía, cómodamente, en su regazo.
Hoy Karoll lo ha inmortalizado en el lienzo que colgare en mi espalda, en la tela estrecha con que abrigaré mi falta de imaginación. Retratado con los cuatro hermanos encima, extasiados los muchachos con el magnetismo de sus grandes espejuelos, los que supuestamente le habría regalado una cuñada de Lázaro Cárdenas mientras se colaba en Texas a través de la frontera de su imaginación.
Los amigos que vivían fuera de nuestra fantasía lo recuerdan arrastrándonos cada día a la escuela; en su Ford verde con nombre de lancha de carrera, o garantizando el pan caliente de cada mañana que compraba en la mejor panadería de La Habana, ¡no faltaba más!, y cargando con el barrio entero hasta su playa, la exclusiva de él, que a la vez era la misma playa de todos, aunque los demás no sabían colorearla o no contaban con el caudal de barcos hundidos llenos de oro y plata de su utopía.
Al final cuando lo recordamos y sopesamos su vida parece que sí era locutor, profesor de educación física, director de la escuela de periodismo y basquetbolista,
A veces también se nos aparece como piloto, guerrillero, escapista de circo y mujeriego.
Pero sobre todas las cosas era nuestro abuelo, el que nunca estaba, pero que no faltó jamás. Ambivalente, como todo en él.