Bien atado, entre dobladillos y vuelos, Wendy Guerra nos consigue presentar su nuevo libro, una novela de ficción en la que descubrimos, por momentos, su añoranza, camuflada entre rejuegos de alta costura y el arte histórico del buen vestir.
Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la reflexión
Bien atado, entre dobladillos y vuelos, Wendy Guerra nos consigue presentar su nuevo libro, una novela de ficción en la que descubrimos, por momentos, su añoranza, camuflada entre rejuegos de alta costura y el arte histórico del buen vestir.
Y digo añoranzas porque Wendy puede oler al mejor perfume de Paris, pero en sus páginas siempre descubrirás esas marismas que arrastramos todos los que nos fuimos de Cuba y no conseguimos desprendernos de la isla aun cuando llevamos años nadando en sentido contrario a nuestra morriña.
La costurera de Chanel, es un libro que se lee de una sentada, que te engancha de inmediato con sus parlamentos cortos y directos, un viaje en el tiempo que combina a europeos y habaneros en una misma máquina de coser.
En su nueva obra Wendy además consigue juntar su alma y su cuerpo, que naveguen juntos, a pesar de los años que median entre el nacimiento de su espíritu y la llegada de su físico a la tierra.
Me explico: el menudo cuerpo de Wendy aterrizó en la isla mucho después que su alma, que como espectro, deambulaba sola por la Europa de la preguerra.
Cuando su cuerpo crecía en medio de los azotes que; en nombre del comunismo; imponía la égida del verdeolivo, su alma ya había vivido experiencias en el trópico de Cáncer o en las primaveras consagradas por un compositor ruso.
Y soy testigo de que cuando le tocó decidir entre el aliento y el músculo, ella prefirió defender su espíritu.
Sin importar lo difícil de subsistir en La Habana del periodo especial, Wendy se las arreglaba para abstraerse del picadillo de soya y desayunar en Tiffany, o reposar desnuda en la casa flotante de Annais Nin, que por capricho suyo permanecía amarrada en las orillas pestilentes de un río habanero y no en el Sena.
Su primera inspiración le llegó, creo recordar, en una tienda de paraguas de alguien de apellido Wallace, la vi garabatear esa memoria londinense en uno de sus primeros poemas, a contracorriente de las banderas rojas y el canto a la ofensiva que nos imponía el realismo socialista del momento. Era como el personaje de su novela que conseguía sonreír en el lanzamiento de uno de sus perfumes cuando en realidad estaba disfrutando de un abrazo que la envolvía a kilómetros de allí.
El nuevo libro además nos demuestra que las mujeres emprendedoras no son un fenómeno de última generación, que siempre las hubo, aisladas, decididas, dispuestas a remover el piso del stablishment aunque esto les costara terminar desnudas en la antesala de una cámara de gas.
La portada, elegida con acierto, muestra a una de estas revolucionarias, sombrilla en mano, clavándola como la pica de Juana de Arco, ese gallardete que, como única arma, la heroína francesa enarbolaba para inspirar a su tropa.
El libro me permite dibujarme otra vez La Habana que prefiero recordar, antes del derrumbe final, “antes de que desaparezca lo poco bueno que queda”, como le decía un amigo común, Camilo Hernández a otro entrañable, Jorge Dalton cuando lo obligó a recorrer La Habana vieja para que reforzara sus recuerdos antes de partir al exilio. Una caminata que marcó el parteaguas de Dalton en su regreso al Salvador.
La costurera de Wendy es además un canto al otro vitral, al frutero hermoso de la cultura cubana donde las papayas no se valoran por libras y el chocolate es una bebida espesa que contrarresta el frio y no el peregrinar de un desafortunado intérprete de calabozo en calabozo.
Es bueno recordar que se puede ser erótico sin la vulgaridad, que se consigue ser voluptuoso sin ser rudo, como el abanico imaginario con el que un personaje de Cabrera Infante golpeaba la cabeza de Benito Cue en Tres Tristes Tigres, como la desnudez lampiña del amante de la Duras, como los escarceos de Simone en el nuevo libro de Wendy.
Por cierto, el libro me tendió una trampa con el nombre elegido para su personaje principal, tuve que abstraerme a la ternura que una Simone ha marcado en mi vida para jugar al imparcial con sus páginas. Al final La Costurera me ganó la partida, me venció en el tablero, me robó un fin de semana sentado en mi sillón favorito.
Vale la pena subir a bordo de esa máquina del tiempo “made in Chanel” que nos regala Wendy Guerra.