lunes 14  de  octubre 2024
OPINIÓN

Lo he intentado todo

Tomé la decisión de abandonar el transporte en automóvil, al menos por dentro de casa. Concienciado, vendí mi enorme auto de gasolina y lo cambié por un diésel muy eco. Aún no había terminado de pagarlo, cuando me acusaron de estar acabando con el Amazonas
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

Esto es el final, pero incluso temo después de todo no ser lo bastante biodegradable como para que mi deceso no contamine. Escribo famélico, pávido, asilvestrado, melenudo, y en pelotas. Escribo desde lo alto de un cocotero. Masco raíces. Pinto mi cuerpo del color del tronco para no violentar con mi exótico moreno a la fauna autóctona de la selva. Lo he intentado todo. Lo he obedecido todo. Y aún vivo con miedo a cruzarme con un periodista y que descubra que también esto lo hago mal, y denuncie mi contribución a la aniquilación del planeta.

Todo empezó el día en que renuncié a la plancha. Lo hice cuando me enteré de que de ese modo podría salvar el planeta de un colapso inminente. Tenía 15 años y me pareció una idea maravillosa no tener que planchar. Estaba seguro de que las focas y los ñus me lo agradecerían algún día. En la misma semana intenté dejar de hacer la cama pero el bofetón de mi madre quedó registrado en todos los institutos sismográficos del mundo. La liberación de energía del guantazo bien pudo acortar la vida del planeta en unos 600 millones de años. Eso me apenó.

Más tarde dejé de fumar para evitar seguir contaminando, y me pasé al cigarrillo electrónico, poco antes de que empezaran a arder y explotar simultáneamente en diferentes telediarios del mundo, masacrando a exfumadores incautos, y desatando el pánico. Asustado, lo arrojé por la ventana, y me entregué entonces al mundo de los vapeadores como si fuera una maldita locomotora del XIX, hasta que un vecino me advirtió de que ya estaba muriendo más gente por mi vapor perfumado que por todas las guerras del mundo juntas.

Tomé entonces la decisión de abandonar el transporte en automóvil, al menos por dentro de casa. Concienciado, vendí mi enorme auto de gasolina y lo cambié por un diésel muy eco. Aún no había terminado de pagarlo, cuando me acusaron de estar acabando con el Amazonas y contaminando a las tribus del Kilimanjaro, y entonces me compré un coche eléctrico que, lo admito, funciona bien pero olvido cargarlo, me deja tirado, y tengo que llamar a mi primo el camionero, que con sus desplazamientos de dieciocho ruedas y el remolque lleno de ganado es posible que tampoco le haga cosquillas al Amazonas. Pero, ¿qué puede esperarse de un tipo que transporta vacas por el mero placer de contribuir a despilfarrar 7.000 litros de agua por filete?

Abandoné por esa época mis prácticas de terrorismo ambiental, como arrojar aceite usado por la cerradura del vecino ruidoso, mezclar la comida con restos de cableado informático en el cubo para despistar a los cacos, o tomar café en vasito de plástico en lugar de hacer cuenco con las manitas como hacen las personas de bien. Dejé mi trabajo en una industria altamente contaminante –la política–, suspendí mis viajes en avión y comencé a volar en bicicleta; cansa, pero a los niños les encanta. Renuncié a la carne, al pescado, a los vegetales, y desarrollé una original técnica de alimentación por fotosíntesis poniéndome al sol seis horas al día con el culo en pompa.

Participé en cacerías periodísticas contra esos hijos de una hiena que aún tiran de la cadena después de hacer pis –¡queda mucho por hacer!–, y me convertí en el primer activista anti-ducha, descubriendo así un método increíblemente eficaz de control de natalidad. Compré todas las revistas, vi todos los documentales y asistí puntualmente a los oficios religiosos con la Madre Tierra, predicados a menudo por periodistas del New York Times, y expío mis culpas cada viernes en el confesionario climático de la NBC.

Lo he intentado todo. Como todos los días plásticos, de tres a seis veces, y jamás arrojo hortalizas o verduras al mar. Si bien, nunca olvido beber entre ocho y diez litros de vino al día y, en las comidas, con moderación, un vasito de agua. He eliminado el papel higiénico, escribo en piedra desde hace siglos, y voy siempre a oscuras por casa; he descubierto que comerme la esquina de la mesa del salón forma parte de la dieta ecologista.

Un día me topé con el Santuario Vegano de YouTube. Me hice animalista tan pronto como supe que los gallos violan a las gallinas. No me sorprendió. Estaba visto. Sigo a conciencia los videos de esta granja. Tengo los dedos pelados de darles likes en las redes y no voy a seguir haciéndolo porque me he enterado de que eso deja una huella ecológica superior al consumo mundial de marihuana durante diez años. Lo último que descubrí es que las chicas del Santuario Vegano alimentan a las gallinas con sus propios huevos. Fue entonces cuando me subí al cocotero, ante el temor de que las activistas quieran dar un paso más allá del corral y convertirse también en mis nutricionistas.

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