miércoles 27  de  marzo 2024

Por mis cajones

Me levanto de cama con la cabeza a punto de estallar. Busco un analgésico. Siempre tengo alguna pastilla encima de la mesilla, pero hoy en el primer intento de tomármela, me he merendado con mucha agua un taponcito de los auriculares
Diario las Américas | ITXU DÍAZ
Por ITXU DÍAZ

El verano es tiempo de lucha contra objetos inanimados. Solo en esta época tratas de abrir un botellín de cerveza sin abridor y solo en esta época buscas un médico que te reconstruya los dientes en poblaciones donde el grueso de los problemas de salud los lleva el veterinario, que es un tipo que trabaja con pacientes a los que los dientes les preocupan mucho menos que las garras que tú, salvo que seas Rosalía, no tienes. En vacaciones, con el calor y ese ambiente húmedo, objetos de la casa que no dan problemas durante el año, compiten entre sí por sacarte de quicio. Ayer mismo se me estropearon la maquinilla de afeitar, un grifo y la plancha. El luto lo llevo por la maquinilla de afeitar, que llevar esta barba tan sexy e indefinida con ayuda de unas tijeritas es como intentar hacer un retiro espiritual en Magaluf. En cuanto a la plancha y eso, tan pronto como supe que el grifo averiado no era el de cerveza, llamé a los amigos e hicimos una fiesta para celebrar que la arruga es bella. Se obró el milagro y acabamos todos planchados.

Peor fue lo de esta mañana. Supongo que los fabricantes de muebles se empeñan en hacer las mesillas de noche con dos cajones para que intentes coger el chiste de la transmutación semántica de la letra. Maldita gracia. Eran las once de la mañana. Así que estaba en las primeras fases del sueño. El caso es que me sonó el teléfono. “¡Espero no despertarte!”, grita un amigo al otro lado. “¿Tu madre bien?”, pregunto, con clara intención ofensiva. “Ya ha salido de la UCI, gracias a Dios”, responde. Me caigo de la cama. Coño. Ya no se puede improvisar. Me froto los ojos. “No sabía nada”, balbuceo poniéndome las gafas al revés. “¿Entonces por qué preguntas por mamá?”, me dice inocente. “Déjalo, déjalo”, qué podía decirle. Ya despierto del todo, con el susto, me cuenta un par de estupideces sobre sus vacaciones y al despedirse, el detallito: “A propósito, mi madre no ha estado en ninguna UCI, está perfectamente. Sigue durmiendo”. Lo estrangulo si lo tengo cerca.

Bochorno y cielo nublado. No falla. Me levanto de cama con la cabeza a punto de estallar. Busco desesperadamente un analgésico. Siempre tengo alguna pastilla encima de la mesilla, pero hoy en el primer intento de tomármela, a oscuras y al tacto, me he merendado con mucha agua un taponcito de los auriculares, por culpa de mi amigo, que me ha puesto nervioso. Y ya no me importa que tenga el estómago lleno de plástico, que si lo ve Greta Thunberg me hace un escrache, sino que es la segunda vez este verano que tengo que ir a la tienda de auriculares a explicarle al dependiente que me he vuelto a comer por accidente la tapita, que si me regala otra. La última vez ya se gustó, disfrutó mi visita, y acabó diciéndome que dos calles más abajo hay un electricista que prepara los auriculares en escabeche que da gloria verlos.

A primera hora de la mañana, la una, el pensamiento de un hombre maduro es binario. Sí, no. De modo que si los analgésicos no están encima de la mesilla es porque están dentro. Al abrir el segundo cajón he comprendido que sería de utilidad tirar algún día las cajas de los medicamentos terminados. Porque no es la primera vez que, revolviendo, buscando tiritas entre los borbotones de sangre que brotan de un pulgar en el que te has clavado un anzuelo, encuentro millones de caramelos para el dolor de garganta, recetas firmadas por un médico de cabecera a cuyo funeral fui de niño, e incluso un par de farmacéuticas que se liaron al salir de una fiesta universitaria siguiendo las instrucciones del asistente de Google.

La única posibilidad, entonces, es que las pastillas estén en el primer cajón. Pero ahí ves la maldad del fabricante: el cajón no abrirá jamás. ¿Por qué? Porque has abierto el otro y algo probablemente fabricado de material incorruptible se ha cruzado de la forma más endiablada posible, de manera que ahora solo puedes abrirlo una rendija. Imposible llegar a las pastillas. Lo primero es tirar con la fuerza que te dan más de treinta años rompiendo mesillas. Lo segundo es intentar introducir los deditos haciendo el escáner; esto, es pasándolos de derecha a izquierda por la cara interior del cajón, como si estuvieras buscando el ganchito que abre el capot cuando el motor está en llamas. Después, lo definitivo: tumbarse en el suelo boca arriba, apoyar los dos pies presionando las esquinas de la mesilla, y colgarse del tirador tratando de abrirla con el peso de todo tu cuerpo. Suele funcionar. Quiero decir que suele funcionar si quieres que la rotura de ligamentos te duela lo bastante como para que lo siguiente que busques sea ya anestesia general. El problema es que esta vez, esta maldita vez, abrió limpiamente sin oponer resistencia, así que se me ha venido todo el cajón a la velocidad de la luz contra la piñata, preocupándose además una de las esquinas en clavarse bien en el párpado derecho, párpado que llevo ahora del tamaño de los huevos de un minotauro joven, para sorpresa de todo el mundo, que se interesa ahora por la identidad del agresor y obligándome a contar que me lo hice en Siria masacrando yihadistas en una despedida de soltero que se nos fue de las manos.

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