lunes 11  de  agosto 2025
CUBA

Agosto de 1994 podría repetirse, no le queda máscara al régimen

El escenario del estallido popular del 5 de agosto de 1994 que antecedió a otro episodio de éxodo masivo se repite hoy en medio de la hambruna y extensos apagones

Diario las Américas | IVÁN GARCÍA
Por IVÁN GARCÍA

La Habana. - En el verano de 1994, el abogado disidente Jorge Bacallao, fallecido en 2001, quien residía en el piso superior de un caserón con puntal alto en la barriada habanera de La Víbora, además de conversar de política y prestarnos libros a un grupo de jóvenes con inquietudes intelectuales, nos mantenía actualizados del trabajo de la ilegal oposición a la dictadura de Fidel Castro.

Bacallao, un tipo brillante, fue un mánager político para muchos de mi generación. Cuando lo conocí ya había leído Archipiélago Gulag, de Aleksandr Solzhenitsyn, La Gran Estafa, de Eudocio Ravines y un par de libros de Carlos Alberto Montaner. Siempre insistía en la fuerza de lo pequeño. Aprender de la resistencia pacífica en los antiguos países comunistas de Europa del Este. No vaticinaba una fecha para las reformas en Cuba. Pero estaba convencido de que las fuerzas democráticas serían fundamentales en el cambio.

Desesperados

1994 fue un año terrible. Muy similar a lo que viven los cubanos en este verano de 2025. La gente desesperada por el hambre, los apagones y la falta de futuro. La madrugada del 13 de julio de 1994 parecía ser el día perfecto para una fuga. El mar estaba en calma y con poco viento. Y empujado por un motor de 1.500 caballos de fuerza, el remolcador 13 de marzo estaría en los cayos de la Florida a la hora de comida.

Al menos eso pensaba Fidencio Ramel Prieto, 51 años, estatura media, jefe de operaciones del Puerto de La Habana y autoridad suficiente para moverse con absoluta libertad por todas las instalaciones de la rada capitalina. Con información privilegiada, Fidencio pudo preparar al detalle la huida en una vetusta nave con casco de madera recién reparada que descansaba en un punto de atraque de la bahía de La Habana, cercana a la estación eléctrica de Tallapiedra.

Pasada las dos de la madrugada un grupo de 72 personas, entre ellos varios niños, bajaron de un ómnibus y caminaron en silencio hasta el muelle. Todos abordaron la barcaza y se acomodaron en la popa del remolcador. Sobre las 3 de la madrugada zarpó y comenzó a bordear la rada con las luces apagadas para evitar ser vista desde la capitanía del puerto. Al enfilar proa rumbo a la boca de la bahía se le acercaron otros dos remolcadores, modernos y con casco de acero, provenientes del vecino muelle de Regla.

Ambos embistieron al 13 de Marzo, e intentaron arrimarlo a los arrecifes en la zona de Casablanca. Los atacantes bombardearon la cubierta con cañones de agua a presión. Estos cañones están diseñados para apagar fuegos en los buques. Bajo este asedio, el remolcador logró escapar mar adentro mientras otra embarcación se sumaba al acoso. Las tres lanchas, denominadas Polargo 2, Polargo 3 y Polargo 5, incrementaron los chorros de agua a presión y los bandazos a medida que se iban alejando de la costa. A varias millas mar adentro una embarcación del servicio de guardacostas del Ministerio del Interior monitoreaba la operación.

Crimen de estado

Cuando las mujeres les gritaron a sus atacantes que detuvieran la embestida, que allí iban niños, la respuesta fueron frases despectivas y aumentaron los chorros a presión. Varias madres con niños pequeños se refugiaron en la bodega de carga y el cuarto de máquinas del remolcador. En una maniobra de perversa ferocidad, uno de los barcos atacantes chocó por la proa al remolcador agredido. Otro montó su proa en la popa del 13 de Marzo y se la partió, provocando el hundimiento y muerte por ahogamiento de las personas que estaban refugiadas bajo cubierta. Ya para ese momento, el impacto de los chorros de agua había matado a unos cuantos más.

Una vez hundido el remolcador, las embarcaciones atacantes maniobraron con la intención de crear remolinos de agua para ahogar a quienes aún intentaban mantenerse a flote. Detuvieron el ataque cuando fueron avisados de que un barco mercante, de procedencia griega, se hallaba cerca, en espera de acceder a la rada habanera. Esa noche murieron 37 compatriotas, 10 eran niños. Los capitanes de las embarcaciones que asediaron al remolcador 13 de marzo fueron premiados como héroes por Fidel Castro.

Fue un crimen de Estado que antecedió a las protestas callejeras veintitrés días después: el 5 de agosto de 1994. En la mañana del jueves 4 de agosto un amigo me cuenta sus planes para emigrar. “Ya la balsa está lista. Aún hay un par de puestos libres. ¿Te embullas?” Estábamos sentados a la entrada de un pasillo con apartamentos interiores en Santo Suárez, municipio Diez de Octubre. Lanzarse al mar en una precaria embarcación era el tema de moda entre muchos cubanos. Los neumáticos de camiones o tractores, motores de viejos autos estadounidenses, brújulas, sextantes y salvavidas se pagaban a precio de oro en el mercado informal.

La caída del Muro de Berlín en 1989 y la desaparición de la URSS en 1991, fue el inicio del agravamiento de la crisis económica perpetua en Cuba que se extiende hasta la actualidad. Retrocedimos a una economía de subsistencia. La Isla entró de pleno en una etapa de inflación, carestía y hambre. Comer una vez al día era un lujo. La desnutrición provocó enfermedades extrañas como el beri-beri y la neuritis óptica.

El régimen verde olivo activó planes de contingencia, denominado Opción Cero, para cuando la gente cayera abatida como moscas en las calles a causa de la hambruna. Camiones militares repartirían el rancho en los barrios. Nunca se llegó a ejecutar. En la calle un dólar llegó a costar 150 pesos cubanos. Una libra de arroz se pagaba a 140 pesos al igual que un aguacate. En ese contexto de miseria -igual que ahora- vivíamos los cubanos en 1994. El descontento social era creciente. La gente estaba cansada de sus vidas precarias. No se hablaba de otra cosa que de huir del país.

Sobre las once de la mañana del viernes 5 de agosto, un amigo comenta a varios jóvenes sentados en una esquina: “Dicen que hay lanchas que salieron de Miami con rumbo a La Habana para recoger a los que quieran irse. En el malecón hay un montón de personas esperándolas”. Un chofer de la ruta 15 nos invitó a subir al ómnibus para llegar más rápido. El hombre se desvió del itinerario. Iba recogiendo por el trayecto a personas que sacaban la mano.

Pa’l malecón

“Voy pa'l malecón”, decían. Cada pasajero que abordaba contaba una versión diferente de lo que estaba pasando. “La gente ha roto las vidrieras de las tiendas en dólares para robar comida. Han volcado carros de patrullas. Parece que ‘esto’ (el régimen) se jodió”, comentaban. El ambiente era de fiesta. Cerca del antiguo Palacio Presidencial, fuerzas combinadas de la policía, militares y agentes de Seguridad del Estado detuvieron el ómnibus.

Un grupo de leales al régimen intentaban contener las protestas antigubernamentales y los incipientes disturbios con consignas. Había una algarabía impresionante. Nos bajamos del ómnibus y caminamos hacia la Avenida del Puerto por las calles interiores de la Habana Vieja. Cerca del hotel Deauville, en Malecón y Galiano, un carro de patrulla estaba destrozado a pedradas. Paramilitares llegaban en camiones armados con cabillas y tubos de acero. Eran obreros del Contingente de la construcción Blas Roca, creado por Fidel Castro, y que fueron movilizados con urgencia para reprimir al pueblo.

Motín popular

Por primera vez en mi vida escuché gritos de Abajo Fidel y Abajo la Dictadura. También gritos de Libertad. Lo que comenzó con un intento de fuga masiva a la Florida se estaba transformando en un motín popular. El epicentro del Maleconazo fueron los barrios pobres y mayoritariamente negros y mestizos de Jesús María, Belén, San Leopoldo, Colón y Cayo Hueso. Zonas donde mucha gente residía en solares ruinosos.

Esos barrios son la cuna del jineterismo (prostitución), los juegos prohibidos y el tráfico de drogas. Allí los hermanos Castro nunca fueron bienvenidos. Pasadas las cinco de la tarde, fuerzas del régimen parecían tener controlada una amplia demarcación donde la gente se tiraba a las calles a robar, gritar o simplemente sentarse en el muro del malecón a esperar que algo sucediese.

Es imposible que un habanero mayor de 40 años no recuerde que estaba haciendo ese día. Daniel, residente en la barriada de Colón, entrecierra los ojos y rememora: “Había tremenda hambre. Y aunque tuvieras dinero, no había nada que comprar. Por la noche ponían carteles contra el gobierno. Los planes para secuestrar la lanchita de Regla o una patana del puerto se fraguaron aquí, en estos barrios".

"Estaba en casa de un amigo cuando escucho el barullo. Su esposa nos dice, ‘oye, la gente asaltó las tiendas en divisas y rompieron los cristales del hotel Deauville. Cuando me asomé al balcón, más de mil personas se habían tirado a la calle. Ya para las once de la mañana aquello era un mar de personas. Desvalijaban las propiedades del Estado y comenzaron a gritar Abajo Fidel”, recuerda Daniel.

El 5 de agosto de 1994, Susana estaba vendiendo aguacates en la entrada del solar donde vive. "Los vendía a un dólar o al equivalente que eran 120 pesos. El dinero cubano había perdido su valor. Una libra de arroz costaba 100 pesos y la de frijoles negros 120. Comer carne era un lujo. La libra de puerco subió a 150 pesos. La gente se comía los gatos callejeros”.

“Cuando comienzan las protestas, guardé el saco de aguacates y me fui pa’ la Avenida del Puerto. Aquello era impresionante. Asaltaron los comercios y la gente gritaba consignas contra el gobierno. Se decía que iban a llegar lanchas desde la Florida a recoger a todo el que quisiera marcharse. Yo preparé un bultico de ropas y unas galletas, por si acaso”, evoca Susana.

Carlos, sociólogo, considera que las protestas en el malecón habanero dejan diversas enseñanzas. “El gobierno comprendió que el pueblo estaba agotado de apagones, miserias y escasez de comida. Pudieron neutralizar las protestas, igual que las del 11 de julio de 2021, porque fueron espontáneas, sin un líder ni una estrategia organizada”.

Victor Manuel Domínguez, periodista y escritor independiente, cuenta que el 5 de agosto estaba en Santiago de Las Vegas. “Había ido a visitar a un sobrino en una unidad militar. Al regresar a mi casa, me llamó la atención ver soldados de tropas especiales con armas largas. Vivo en una zona de La Habana, muy cerca del Barrio Chino, que se las trae. La gente había roto los cristales de tiendas y locales. El tráfico de personas hacia el malecón era tremendo. La génesis de esa protesta, contraria a la del 11J, no fue reclamar derechos políticos ni democracia. La gente se tiró a la calle simplemente porque deseaba emigrar”.

La represión

Como hizo el 11J, el régimen acalló el Maleconazo a golpe de represión. Sobre la siete de la tarde junto a un grupo de muchachos regresamos caminando hasta La Víbora. Las calles estaban desiertas. Jeeps artillados merodeaban por la ciudad. Esa noche, ante el temor de otras revueltas, no hubo apagón en La Habana. Las protestas del 5 de agosto de 1994 y las del 11 de julio de 2021 marcaron un antes y un después en el enfrentamiento a la dictadura castrista. Desde entonces el enemigo de la dictadura es el pueblo.

Especial

@DesdeLaHabana

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