CARACAS.-ALEIDA YANES
Especial
La pasada semana desde el Club de Madrid, el ex-presidente español Felipe González advertía que “Venezuela pretende ser una experiencia de izquierda pero no lo es, contamina a la izquierda latinoamericana; no nos representan”
CARACAS.-ALEIDA YANES
Especial
Cuando a finales del siglo pasado, la izquierda latinoamericana comenzó a llegar al poder en la llamada ‘marea rosa’, el traspaso pacífico de poder entre gobiernos de derecha e izquierda anunciaba la consolidación del proceso de democratización a través de las urnas. Sin embargo, las tendencias populistas de algunos de estos gobiernos, entre los que se encuentran Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua y Argentina han construido una narrativa que pone en peligro al concepto de democracia para la región y empaña el legado ideológico de los partidos de centro-izquierda.
La pasada semana desde el Club de Madrid, el ex-presidente español Felipe González advertía que “Venezuela pretende ser una experiencia de izquierda pero no lo es, contamina a la izquierda latinoamericana; no nos representan”. Sin embargo, desde hace más de una década, aunque moderada domésticamente, la izquierda social-demócrata de Brasil, Uruguay y Chile ha sido uno de los mayores apoyos de la izquierda populista en su impulso por establecer un concepto de democracia específica ‘a la latinoamericana’.
A diferencia de los gobiernos populistas de derecha de los 90s, este concepto de democracia se ha forjado a nivel regional en instituciones como la CELAC y el ALBA a golpe de declaraciones conjuntas, muchas veces en demérito de normas anteriormente aceptadas por la comunidad internacional como la responsabilidad de pronunciarse sobre abusos de derechos humanos en países extranjeros. Esto ha sido ilustrado en el intento de limitar las capacidades de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos para otorgar medidas cautelares de protección a personas perseguidas.
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Si bien los conceptos de soberanía y no-intervención han sido una espina histórica en el costado latinoamericano, a esto se une la legitimación del ejecutivo como máximo representante del pueblo a través de elecciones. Después del año 2000, los gobiernos de derecha que han acumulado poder en el presidente han justificado sus anhelos de super-presidencialismo en base a situaciones de emergencia o económicas temporales. En contraste, la alteración al balance de poder en los gobiernos populistas de izquierda se perfila de manera permanente, ignorando la necesaria representatividad de otras instituciones y poniendo en peligro a la protección de minorías políticas a largo plazo.
Definiendo a la democracia, Schmitter y Karl escriben sobre la representación de la sociedad a través de diferentes ‘canales’ como son: los políticos elegidos popularmente, los grupos de interés, y las agencias estatales independientes y especializadas. Estas disímiles vías aseguran que no sólo se escuche al presidente como representante de una mayoría difusa, que le permitiría tomar todo tipo de decisiones por mérito de una elección general.
Sino que dependiendo del tema a debate, también se escuchen a los otros representantes legítimos (aunque no elegidos) de la ciudadanía. Estos representantes no deben estar condensados en organizaciones afiliadas al partido oficialista sino exponer los intereses de la sociedad civil que no es incluida en las políticas del gobierno, o de aquella que aún votando por la totalidad del programa presidencial, tienen determinados intereses que varían de los de la mayoría.
Sin embargo, el trato por parte de los gobiernos populistas de izquierda a estas voces disidentes es el de -anomalías desestabilizadoras del sistema democrático-. Por ejemplo, cuando Fernández de Kirchner llama al poder Judicial el ‘Partido Judicial’ y a la oposición ‘colonizados mentales’; o cuando Evo Morales denuncia un “golpe judicial derechista” en Argentina o alerta que si en Bolivia gana la oposición “no podemos trabajar con ellos”.
Mientras que Rafael Correa asegura que “en una fortaleza asediada, cualquier disidencia es traición (…) Nadie que sea de la izquierda coherente puede estar en la oposición” y simultáneamente acusa a organizaciones como CONAIE de infantilismo indígena. Y finalmente en Venezuela donde se llama apátrida, escuálido, o golpista a cualquier movimiento que difiera de la línea oficial.
A este ataque a la diversidad de representatividad, se suma la fluctuación de normas y leyes que al ser modificadas por medio de plebiscitos anulan las propuestas de algunos sectores que se ven directamente afectados.
En contraste, en Colombia donde en la última década hubo un gobierno populista de derecha, no se ha alterado significativamente el concepto de democracia. Esta forma de populismo se vio limitado por una ideología más incluyente, un estado menos extendido, un líder que dominaba a través de instituciones y no alrededor de ellas, y aliados internacionales más críticos de eventos internos. Sabiendo que había un margen de represalias posibles, esto le permitió a las instituciones nacionales bloquear muchos de los decretos y las reformas a la constitución.
El embate de la izquierda populista al concepto de democracia en America Latina es otro fallo del abecedario de organizaciones regionales y de aquellos países moderados que las conforman. La izquierda populista no sólo ha abusado del poder, sino que ha re-definido cuales son las instituciones que legítimamente pueden representar al pueblo, reduciendo drásticamente los espacios de debate. En una auténtica democracia la ‘voz del pueblo’ no puede enmudecer a los derechos del ciudadano.