Pocas imágenes se disfrutan más que la que ofrece la habanera Plaza Vieja. Las columnas recorren los multiples estilos que hacen cada vez más ecléptico el panorama constructivo de esta Habana con ruinas y esfuerzos por resurgirla. En esta plaza, sin dudas, en El Escorial se toma el mejor café de la capital cubana.
Lo sabían mis hijas desde que llegaron a la isla porque sentenciaron: “Mi mamá quiere un kilo de café de El Escorial”. Y lo sabía yo: necesitaría dedicar varias horas y una buena dosis de paciencia para que este deseo se cumpliera. Desde hace años el café que venden en este hermoso sitio, tostado y molido al momento, es tal vez el de más calidad que podamos comprar y cada mañana hay colas que normalmente terminan en disgusto de los que madrugaron y no alcanzaron. No obstante, como suele suceder cuando se trata de los hijos, me levanto temprano en una de esas pocas mañanas húmedas con que los que estabamos en la Habana recibimos el 2016.
Llegamos temprano, y pudimos sentarnos mientras la cola se organizaba. Conté los presentes y calculé nuestras posiblidades. Incluso preparé las mentes de quienes estaban conmigo: “Tal vez no alcancen”. Ambas me miraron y yo me dispuse, un rato después al abrir el Café, a pedir un buen desayuno. No me habían servido cuando Katy, mi hija del medio, vino con la noticia: “Sólo van a vender 8 kilos!!”. Mi café empezó a perder sabor antes de que me lo sirvieran.
En resumen una hora después no habían sido 8 sino 38 kilos los vendidos pero igual insuficientes, dos presuntos rusos se colaron y desde mi posición en una mesa ví como otros no tan rusos sacaban con la complicidad de alguien dentro varios paquetes por la ventana de la calle lateral. El olor a café atrajo más personas y los habituales se unieron en ese ritual que cada día une a millones de cubanos en todo el mundo: tomar una taza de café. Pero no terminaron allí las sorpresas que guarda El Escorial.
Varios cafés después me aventuré a interrogar al cantinero que con inusual amabilidad (no es lo común, lamentablemente, en los centros de servicios cubanos) me explicó que no hay norma para la venta del café molido y tostado, que sólo pueden vender lo que le envían desde la empresa y que en realidad ellos quisieran tenerlo siempre para la venta. Le pregunto, tal vez de manera ingenua: “¿Si hay demanda por qué no venden más?”. El mulato se encoje de hombros y me responde con una sentencia lapidaria: “Solo somos trabajadores, hacemos lo que nos dicen!”.
Tránsito en el baño
Unos minutos después de la apertura, urgido por mi vejiga, fui al baño del local. Encuentro delante un joven con visible inquietud pero lo más raro, allí estaba la señora que “cuidaba” los baños y con actitud de agente del tránsito ante una infracción me paró en seco: “El baño no está listo… y demora!” ¿Demora? Me pregunté en alta voz, pero no hubo respuesta, el joven me miró y casi me suplica que me una a su conato, porque él ya estaba allí hacia unos minutos.
¿Qué sucedió? No tuve respuestas inmediatas porque la señora de los baños, el gendarme que con más actitud que educación paró en seco todo mi sistema urinario, terminó pacientemente su cigarro mientras arreglaba una y otra vez los papeles sanitarios cortados y doblados, el cenicero para la propina y el trapito, para luego entrar al baño en cuestión, y salir de inmediato para darle paso al joven que casi no podía aguantar delante de la.
Dayron, que así se llamaba el muchacho, tuvo tiempo para comentarme que era cubanoamericano procedente de Naples, Florida, y estaba por primera vez en Cuba para conocer a su familia en Holguín. Cuando le comenté que yo vivía en México dijo en tono solidario y alarmado: “¡En otros países esto no pasa!”. Y tal vez es cierto, eso no pasa en muchos lugares, y mucho menos en un centro de servicios donde la gente va y paga (caro por cierto) y trata de disfrutar el paso caluroso por lo más antiguo de La Habana, aprecia la belleza de lo que está recuperado y lamenta los edificios que, en ruinas, parecen no tener paciencia hasta que les llegue la inversión necesaria.
La Habana es ahora más visitada que de costumbre. De hecho, ese florecer del turismo podría palear la difícil situación que parece cubrir las espectativas económicas de los cubanos, oficialmente dichas en las sesiones de la Asamblea Nacional y vaticinadas después de las elecciones venezolanas. El turismo podría ser otra vez una tabla en medio del océano de ineficiencia y poca productividad que las medidas alternas que decoran el via crucis de los cubanos no logran resolver; una alternativa para acortar el fin del embargo/bloqueo y la entrada de divisas necesarias para no colapsar. Sin embargo, y repitiendo la frase de Dayron: “La Habana es hermosa, pero no es hospitalaria”.
Hay mucho por aprender si al final Cuba quiere ser una nación que vive del servicio. Hay que prestar atención a la demanda si queremos que la oferta satisfaga y la economía crezca. Esta vez incluso tuve suerte y medio kilo de ese excelente café llegó hasta mi cocina, pero sin dudas, hay mucho por hacer.
Me atrevo a invitarlos, si pasan por La Habana, a que no dejen de probar un café en El Escorial. Eso sí, no tengan apuro por entrar a sus baños ni crean que las diez de la mañana pudiera ser un buen horario para comprar un kilo de ese exquisito y único café.