LA HABANA.-IVÁN GARCÍA
Especial
Una noche caliente y aburrida, tomando como corsarios un aguardiente que les sacaba las lágrimas, Yosvany y un grupo de amigos de un batey recóndito del municipio Yateras, provincia Guantánamo a más de 1.000 kilómetros al este de La Habana, planificaron asentarse en la capital para intentar cambiar su futuro y la mala suerte.
LA HABANA.-IVÁN GARCÍA
Especial
Una noche caliente y aburrida, tomando como corsarios un aguardiente que les sacaba las lágrimas, Yosvany y un grupo de amigos de un batey recóndito del municipio Yateras, provincia Guantánamo a más de 1.000 kilómetros al este de La Habana, planificaron asentarse en la capital para intentar cambiar su futuro y la mala suerte.
“El caserío donde vivía no aparece ni en el mapa. Está en la región montañosa y allí la rutina para los más jóvenes es beber alcohol, tener sexo y acostarse a dormir temprano. La deserción escolar es elevada y muchas niñas con 14 o 15 años ya son madres. No sé cómo será el infierno, pero el villorrio donde residía es lo más parecido”, cuenta Yosvany sentado en su bicitaxi.
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Dos días después de aquella noche, Yosvany y sus socios tomaron un tren rumbo a la capital. Tras 22 horas de viajes y controles policiales en busca de queso, café o marihuana, llegaron a lo que ellos consideraban El Dorado.
“Yo solo había visto La Habana por la televisión. Nunca había visto tantos autos ni edificios altos como el Focsa o el Habana Libre. Las primeras fotos que le envié a mis padres fueron delante del Capitolio, como todos los guajiros, y tomando cerveza de lata en un bar habanero. Es verdad que ciudad está empercudida y casi en ruinas, pero al lado de las provincias orientales es Miami”, asegura.
Como Yosvany, hay cientos de inmigrantes en La Habana. La jerga oficial, displicente y estirada, los etiquetan como “población flotante”. Según el último Censo Nacional de Población y Viviendas, medio millón de compatriotas residen en la urbe en un estatus indefinido. En un auténtico limbo jurídico.
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Desde 1997, existe un oprobioso decreto-ley, el 217, que prohíbe radicarse en La Habana a personas que no nacieron en la ciudad. Apartheid en estado puro.
Mientras las campañas de opositores cubanos machacan las arbitrariedades del poder, la represión contra los que piensan diferente y las violaciones flagrantes de los derechos políticos, la infame normativa intenta pasar de puntillas.
La espuria Ley 88 que sanciona con 20 años de cárcel a un periodista disidente o activista de derechos humanos está vigente, pero no se aplica. Todo lo contrario ocurre con el decreto-ley 217.
Si usted recorre los caseríos de covachas mugrientas de aluminio y cartón, sin luz eléctrica ni servicios sanitarios en las afueras de La Habana, podrá comprobar lo que es vivir acosado por la ley.
Esas familias están en tierra de nadie. Para los registros burocráticos no existen. No están asentados en el Registro Civil ni en la OFICODA, institución que implementa la libreta de racionamiento.
Hace 14 años, Magda llegó desde Mayarí, Granma, a 800 kilómetros de la capital. Su vida es comparable a la de un gitano. “Mis tres hijos técnicamente son ilegales en la escuela. Yo todavía estoy en el papeleo para legalizar un cuarto que construí en San Miguel del Padrón [municipio de la capital]. No tenemos libreta para comprar los mandados [canasta básica] ni podemos conseguir trabajos por ser ilegales”.
De cualquier manera, los negocios subterráneos le permiten a Magda ganar un dinero que ni soñar en su provincia. “Mi esposo recoge dinero para la ‘bolita’ [lotería ilegal] y con unos amigos los fines de semana arma una valla de peleas de gallos. Eso le deja buena plata todos los meses. Yo vendo tabletas de maní molido, esponjas de baño y lo que aparezca. Los orientales somos luchadores por naturaleza. Hacemos trabajos a los que habaneros les huyen”.
El acoso policial a los orientales en “situación ilegal” es constante. En los superpoblados barrios de La Habana Vieja, agentes policiales vestidos de negro con perros pastores alemanes están al acecho.
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“Parecen nazis. A mí me han enviado de vuelta para Santiago tres veces. Pero siempre me las agencio para volver. Aquello está que arde. Los bolsillos vacíos y la gente no tiene cómo prosperar. En la capital abunda el billete. Existen burujones de negocios por debajo del tapete", señala Ernesto, técnico industrial que lleva seis años residiendo clandestinamente en La Habana.
Afirma que lo más peligroso son los policías. "Ni por el hecho de que son paisanos te dejan tranquilo. Pero como hay tanta corrupción, con dinero todo se resuelve. El otro problema es que muchos habaneros nos ven como intrusos, dicen que venimos a quitarles sus negocios o trabajos. Nos llaman 'palestinos'. Tenemos fama de borrachos y chivatos”.
Una tarde de 2009, Ernesto decidió quemar todas las naves. Vendió su casa en el marginal barrio de Chicharrones en Santiago de Cuba y en los arrabales de La Habana levantó un corral techado con tejas donde cría más de 50 cerdos.
“Cada dos o tres meses vendo los puercos. Hago bastante dinero. Compro pienso en almacenes del Estado y sobras de comida en comedores de escuelas primarias. El dolor de cabeza es la policía, que no te deja vivir. Ser oriental sin papeles en La Habana es vivir en una zozobra constante. Parece que Fidel y Raúl Castro no se acuerdan que ellos también son orientales”, apunta.
En cualquier municipio de La Habana, los “orientales ilegales” sobreviven refugiados en la clandestinidad. Lo hacen como sea: conduciendo un bicitaxi, criando cerdos o prostituyéndose, pero siempre al filo de la navaja.