martes 11  de  noviembre 2025
OPINIÓN

Democracia manca y las elecciones presidenciales en Chile

La desvitalización moral y cultural que hoy vive Chile comenzó cuando se aprobó la ley de divorcio y se profundizó cuando los partidos políticos, en vez de llevar las inquietudes de la sociedad al Estado, comenzaron a determinar la vida social desde el Estado

Por JUAN CARLOS AGUILERA P

Las elecciones presidenciales del próximo domingo encuentran a Chile exhausto. Un país envejecido, dividido, desvitalizado moral y culturalmente. Las cifras no son solo estadísticas, son el retrato de una nación en peligro. Con la tasa de fecundidad más baja de América Latina, el país envejece antes de tiempo. Más de treinta y cinco mil personas mueren cada año esperando atención médica, en silencio y sin duelo público. Los matrimonios disminuyen mientras los divorcios crecen; siete de cada diez niños nacen fuera del matrimonio, y el hogar —esa célula primera de toda república— se ha convertido en un lugar triste donde la mujer cría sola, entre deudas y ausencias.

En el ámbito social y económico, el desempleo ha llegado a niveles que no se veían en décadas, especialmente entre las mujeres. La educación, otrora orgullo nacional, ha descendido a niveles alarmantes de mediocridad, y la corrupción se ha vuelto norma en la administración del Estado, convertido en botín del gobierno de turno. No se gobierna para servir, sino para repartirse el erario entre los propios. La delincuencia, el terrorismo y el narcotráfico han colonizado el paisaje político y social del país.

El ámbito político, por su parte, se ha transformado en escenario de nombramientos improvisados: personas sin formación, sin probidad y sin experiencia ocupan cargos de alta responsabilidad. En el poder judicial, la politización ha erosionado la confianza en la justicia, hoy más atenta al garantismo ideológico que a la defensa del inocente. Se llega incluso a juzgar y condenar bajo ficciones jurídicas, comprometiendo gravemente el orden social.

En este sentido, Andrés Bello, advertía que “la administración de justicia, sin la cual no hay libertad ni bien social alguno”. Y añadía: “sin la acción firme y severa de los magistrados destinados a hacerlas cumplir, las leyes son solo vano simulacro”. Bello comprendía que sin justicia verdadera no hay república posible; que la ley, si no se observa, degenera en instrumento de poder. Su reflexión complementa la intuición de Gabriela Mistral, quien consideraba que la democracia manca —“a la semidemocracia chilena le faltaba un brazo y yo creo que era el derecho” — señalaba justamente esa carencia del orden moral en la vida pública.

Hoy ese brazo sigue faltando. El derecho, en su sentido más alto —como orden del bien y garantía de justicia—, ha sido reemplazado por una legalidad sin sustancia, un entramado de decretos cargados de ideología que pretenden alterar el sentido común y subvertir los fundamentos morales de la nación.

La desvitalización moral y cultural que hoy vive Chile comenzó cuando se aprobó la ley de divorcio y se profundizó cuando los partidos políticos, en vez de llevar las inquietudes de la sociedad al Estado, comenzaron a determinar la vida social desde el Estado. La política dejó de escuchar a la comunidad y se convirtió en ingeniería social. Este proceso tomó fuerza durante el segundo gobierno de la presidente Bachelet, se acentuó en el actual, con el intento de refundar del país. Desde entonces, Chile vive bajo un permanente experimento ideológico: leyes que niegan la naturaleza humana, programas educativos que disuelven la familia, la perversión de la instrucción genital de los niños, discursos oficiales que confunden libertad con permisividad moral.

Se perdió la vieja enseñanza platónica según la cual “la moral determina la política”, y se ha asumido la de Maquiavelo: “la política carece de relación con la moral”. Más aún, hoy parece imponerse la ideología según la cual la fuerza es la única moral.

Y como si hablara al presente, como respuesta al afán refundacional del país, la misma Mistral escribía: “Queremos hacer una democracia asistida de los imponderables del Mediterráneo, adobada con las especias de Grecia y de Roma, que también son los abuelos del hombre europeo-americano. Porque si nuestra civilización futura no tuviese el sabor de nuestra sangre, ¿cómo podría ella parecernos industria propia, hazaña nuestra?”. En esas palabras resuena la advertencia de una mujer que consideraba que sin herencia, sin raíz y sin trascendencia, no hay patria ni cultura posible.

El marxismo, como sabemos, tiene como motor el odio -la “partera de la historia”, según la célebre expresión de Marx-. En Chile, Jeannette Jara, la comunista y candidata presidencial del Partido Comunista, marxista y leninista, según su último congreso celebrado en enero del presente año, se ha convertido, tras unas primarias, en la representante de toda la izquierda, incluida la Democracia Cristiana que, al apoyarla, revive aquel triste capítulo de los “marxistas cristianos” y de la teología de la liberación que tanto daño causó al alma de Hispanoamérica. En aquellos años la consigna era “ya no basta con rezar”; hoy se repite bajo otras formas, pero con igual soberbia: un cristianismo sin Cristo, una política sin verdad.

Sin embargo, los llamados “analistas intelectuales” y comentaristas de todos los signos señalan a la derecha como responsable de la polarización política, como si la radicalización proviniera de quienes aún creen en el orden, la libertad y la responsabilidad. Es necesario reconocer que el desprecio no es patrimonio exclusivo de la izquierda. Como afirmaba Nietzsche, el verdadero amigo también es nuestro enemigo: y eso se ha visto reflejado en la actitud de la centroderecha hacia sus propios aliados. No solo no han comprometido un apoyo irrestricto a un eventual candidato de su sector en segunda vuelta, sino que muchos “comentaristas intelectuales”, han puesto en duda sus credenciales democráticas y su capacidad para gobernar. Esa división interna, nacida del miedo y del complejo de inferioridad moral ante la izquierda, muestra que la democracia manca no solo es fruto del adversario, sino también del abandono de los propios. Ha ocurrido, lo que Julien Benda llamó en un texto imperdible: La traición de los intelectuales.

La democracia manca de Mistral tenía una carencia estructural; la nuestra tiene una carencia espiritual. Hemos confundido la libertad con la licencia, la justicia con la revancha, la igualdad con la nivelación hacia abajo. Y cuando la virtud deja de ser fundamento de la política, lo que queda es el poder desnudo, administrado por tecnócratas sin alma o activistas sin pudor, pero con el poder aplastante del Estado.

Chile, en estas elecciones, tiene la posibilidad de intentar volver a las raíces nutricias de su identidad como nación, de reconducirse a la senda perdida que hace más de cuarenta y cinco años le permitió ordenar su desarrollo y fortalecer sus instituciones. Hoy está llamado a superar una etapa oscura y a reencontrarse con su espíritu fundacional: el de una república que reconocía la dignidad de la persona, la primacía de la familia y el valor del bien común. Porque ninguna democracia puede sostenerse sobre una cultura que desprecia la vida, disuelve la familia y trivializa la verdad. Ese el reto que los chilenos deben acometer en las elecciones del domingo: devolverle a la democracia el brazo que le falta.

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