De buena mañana, iba yo tarareando marchas militares al sol primaveral que por fin asoma por Madrid, cuando he introducido en un gran charco el pie y la media pierna que lleva pegada. Supongo que cuando las obras de Canalejas terminen de romper el metro, podrán concentrarse en tapar los socavones, que cuando llueve se convierte en socabrones. Si empiezas el día metiendo la pierna en un charco de agua y barro, en realidad, todo lo que venga después debería ser mejor. Al menos es lo que pensé, entusiasta, mientras meditaba la manera de meter el pie en el chorro de aire cálido de algún secador de baño. Ocurre que ahora en los bares los secadores tienen la forma exacta de las manos y ya no puedes meter la maldita pierna dentro. Tozudo, lo he intentado, y se me ha atascado el tobillo en el interior del secador. Del tirón que me ha dado la espalda al encaramar la pierna mala al aparato, mejor ni hablamos. He aprovechado el espasmo de un estornudo para sacar abruptamente la pierna, aunque a esta hora no puedo asegurar que haya salido entera. Es horrible cuando llegas a casa tarde y cansado y al ponerte el pijama descubres que te faltan huesos de una pierna.
No he logrado secar el pantalón y he notado que al cruzar la calle hacia la oficina todo el mundo miraba mi malograda ropa y hacía cábalas sobre cómo podría haber ocurrido un accidente tan terrible a un hombre, de fina planta y elegante traje, con aspecto de no haber cometido ningún delito atroz contra la Humanidad. Por suerte esta es una de esas pocas ciudades en las que hay tanta gente y tan variopinta, que podrías atravesar el centro de Madrid con un microondas encendido en la cabeza sin que nadie pierda demasiado tiempo en entender en qué consiste tu rollo. Y aun así te incomoda, porque lees en los ojos de la gente la compasión que suscita el torpe cuando hace alarde de su torpeza.
Ya en mi escritorio, sentado en mis labores de juntar letras, he logrado pillarme los dedos de la mano izquierda al cerrar con la derecha la tapa del ordenador portátil. Insatisfecho con la proeza, he insistido en un segundo empujón, sin que ninguna de las neuronas solitarias que aún deben latir en mi cabeza tuviera la feliz ocurrencia de que no era cuestión de fuerza lo que hacía falta para cerrar el portátil, sino sacar los dedos de la otra mano. En el instante de cazarme los dedos, he soltado un pequeño alarido seguido de una serie de maldiciones, que han sembrado cierto pánico en el vecindario sin que el asunto llegara a mayores.
Con todo, supe que hoy no sería mi día de suerte horas más tarde, cuando revisando antiguos volúmenes en una librería de viejo, se me ha caído un inmenso vademécum de tercera mano sobre el único pie que todavía no había sufrido contratiempos en el día de hoy. Al dolor, agudizado por la casualidad del que el libro impactara de canto sobre el dedo gordo, hube de sumar la humillación que supone romperse algún huesecito de los dedos con un libro de medicina. De modo que lo primero que hice es convenir que en caso de fractura diría al doctor que había recibido el impacto de un programa electoral. No tuve, sin embargo, ocasión de llegar al médico. Mucho antes, me detuve a tomar a café, y observé con solaz que no podía pagarlo, porque había extraviado mi cartera en alguno de los viles lugares en los que durante las horas anteriores me había afanado por mancharme, mojarme, o pillarme los dedos.
Cojo, con los dedos de una mano amoratados, el pantalón aun mojado, y con el traje lleno de salpicaduras de barro, es más difícil explicarle al camarero que has perdido la cartera y no puedes pagar el café. Su “no se preocupe” fue entre dientes y miradas desconfiadas. Pero los días que se tuercen siempre son susceptibles de empeorar. Y es así como al pasar junto a una papelera, de estas tan monas que tiene Madrid en todas las calles, arrojé a la basura el móvil mientras me llevaba a la oreja el folletito publicitario que me habían dado al comienzo de la acera. Nunca sabes lo que es el hastío total de vivir hasta que no te toca intentar alcanzar el fondo de una papelera para rescatar el teléfono, mientras aún tienes la pierna helada y sucia, te palpitan los deditos de una mano y tienes un dedo gordo del pie en un proceso de inflamación más veloz y atroz que el que sufre el gasto público en España cuando llega un socialista al poder.
Estoy de un humor tan extraordinario que cuento desesperadamente las horas para que llegue el domingo y poder ir a votar, participando en eso que los cursis llaman la fiesta de la democracia. Tengo para mí que la mayor parte de los males que afligen a mi país proceden de esa peligrosa costumbre del español medio de ir a votar estando de buen humor, que es casi tan estúpido como hacer la compra cuando no tienes hambre, que te olvidas de todo lo que necesitabas comprar y a cambio traes cosas que no te sirven para nada y que al cabo de unos días nadie sabe cómo han llegado hasta ahí, ni cómo te vas a deshacer de ellas.