sábado 12  de  octubre 2024
RELATO

La generación de los nietos

Vivencias que toman forma de relatos y conducen a la refexión

Diario las Américas | CAMILO LORET DE MOLA
Por CAMILO LORET DE MOLA

Fidel Castro como flautista de Hamelin, se robó en Cuba a nuestros padres que le persiguieron en busca de la fuente de la eterna juventud o la ciudad del Dorado que les prometía. A los niños nos tocó quedarnos con los abuelos, esos sobrevivientes de un universo anterior que el propio Fidel intentaba borrar.

Por eso no levantábamos la cabeza buscando el porvenir, mirábamos atrás, a un mundo imperfecto, pero añorado por los que peinaban canas, siempre dispuestos a rebatir el discurso oficial.

Había abuelos de diversas categorías: Desde lo que insistían en poner todos los cubiertos y fuentes en la mesa, tratando de ignorar que solo quedaba una lata de carne. Hasta los que, con menos pompa, recordaban que cinco centavos equivalían a una indigestión de galletas dulces.

Los abuelos de Camagüey se reunían para rememorar las maravillas que alguna vez tuvieron al alcance de la mano, joyas tan sencillas como una barra de gaceñiga Perezosa, o un refresco de piña Pijuan, o una crema de leche del pueblo de Cascorro. A nuestros oídos era como hablar de lluvia dorada.

Cuando mi abuelo supo que me largaba del país, no reparó en aconsejarme con una sola palabra: “Florsheim”, me dijo y ante mi incertidumbre agregó, “vas a descubrir que los zapatos no son para maltratar los pies”. Desde entonces calzo esta marca, recordándolo cada vez que cuento mis pasos.

María Luisa evoca la obsesión de su abuela con los melocotones Libby’s, “cuando comenzaron a llegar los tíos de Miami ella solo pedía que le trajeran una lata de esas frutas, era su ambrosía perdida”.

Estaban los que no superaron la prueba y comenzaron a mezclar la fea realidad con sus coloridas memorias, una senilidad que provocaba la risa de los muchachos.

José Antonio me cuenta que su abuela se paseaba por el barrio echándole en cara a los nuevos vecinos quienes eran los dueños originales de las casas, “la veían como una provocadora en misión del enemigo”.

La abuela de Elena le advertía sobre los rusos, porque había conocido a una princesa traicionera, una tal Sasha que hace muchos años se había escapado cuando más la necesitaban. “Después descubrí que la princesa la había tomado prestada de Orlando” me cuenta una orgullosa Elena, “no era un invento de ella sino del Támesis congelado de Virginia Wolf”.

El abuelo de mi hija mayor se ideó una memoria selectiva tras sobrevivir una paliza anónima que le propinaron. Borró el mundo cotidiano para bailar con Rita Hayworth aquello de que la culpa era de Mame, o emular a la Bergman tarareando el tema que insistentemente le pedía a Sam, “larí lará lará”, respondía a todo lo que le dijeran.

Al menos ellos tenían algo que contar. Los abuelos del momento regresan a casa con una apagada Odisea en la que el Argos tiene forma de balsa y Ulises pide a los niños que se tapen las bocas y no los oídos porque unas sirenas malvadas vigilan desde la puerta del vecino: el peligro ahora está en lo que digan, no en lo que escuchen.

Los herederos de los poemas homéricos sobreviven en la ciudad sitiada, que ya no es Troya sino toda la isla, almacenando agua en tanques plásticos, un preciado líquido que a veces aparece en los abrevaderos. Son los cronistas de lo que le contaron sus viejos, mantienen vivo los recuerdos de una época impensable cuando se podía perder tiempo abrazando a los nietos y no gastar cada minuto persiguiendo en desespero el magro pan que pondrán en la mesa.

“Abuelo cuéntamelo otra vez”, y el veterano vuelve a colorear la oscuridad del apagón, narrando la historia de un anciano que desafiaba el aguacero, esperándolo en la puerta de su escuela, feliz y empapado, sin cubrirse con la capa de agua porque prefería usarla como envoltorio para proteger el dulce que le llevaba.

El apagón impide al nieto ver las lágrimas del abuelo mientras rememora aquella sonrisa a prueba de agua, resistente al tiempo y a la oscuridad.

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