El mundo ha entrado en una nueva fase de su historia, una en la que los conflictos ya no se resuelven en campos de batalla definidos, ni en tratados solemnes firmados con plumas de oro sobre mármol. Hoy las guerras se juegan en la opacidad de llamadas telefónicas, en acuerdos industriales encubiertos bajo el lenguaje técnico de "cooperación estratégica", y en la ambigüedad política de potencias que -como Estados Unidos- oscilan entre el rol de benefactor, comerciante y árbitro.
La reciente llamada entre el presidente ucraniano Volodímir Zelenski y Donald Trump, abre una nueva grieta -o quizás un nuevo sendero- en el curso de la guerra en Ucrania. No es un cambio menor: ocurre justo después de que Trump también haya conversado con Vladimir Putin, quien reafirmó que “no renunciará” a sus objetivos militares en territorio ucraniano. El resultado es inquietante: mientras las bombas siguen cayendo, los líderes conversan con una mezcla de cordialidad diplomática y cálculo de alto riesgo. La guerra, como ha ocurrido tantas veces en la historia, parece convertirse en un teatro donde lo que importa no es la sangre derramada sino el equilibrio precario de los intereses.
En este contexto, la promesa de Trump de “reforzar la defensa aérea ucraniana” no debe interpretarse como una declaración de principios, sino como una jugada geopolítica con múltiples capas. Por un lado, representa una respuesta al desgaste moral de Estados Unidos tras años de apoyo militar directo a Ucrania bajo administraciones anteriores. Trump, pragmático, reduce la ecuación a su esencia: ya no se trata de regalar armas, sino de venderlas -aunque se paguen con dinero europeo-. Ya no se trata de respaldar a una democracia frente a una autocracia, sino de asegurar una cadena de producción conjunta que reactive la industria militar estadounidense en clave económica. Es una diplomacia de drones, donde los principios se intercambian por contratos, y la soberanía por alianzas industriales.
Zelenski, por su parte, se muestra como un político hábil, que sabe adaptarse a los cambios de viento en Washington. Sabe que ya no hay apoyo gratuito, y por eso ofrece cooperación, producción compartida, compras cruzadas y desarrollos conjuntos. La guerra, que en el relato heroico es una defensa de la libertad, en el plano real se ha vuelto un laboratorio de drones, radares y sistemas de defensa automatizados. Lo trágico, lo profundo, es que esa modernización tecnológica ocurre al mismo tiempo que pueblos ucranianos siguen siendo arrasados por misiles, y miles de familias duermen bajo tierra con el miedo incrustado en los huesos. La guerra no ha terminado, pero ha cambiado de lenguaje: ahora se habla de joint ventures, no de trincheras.
En este escenario fluido, la figura de Putin cobra un matiz aún más inquietante. A pesar de las sanciones, de la condena internacional, de los crímenes de guerra denunciados, el presidente ruso sigue teniendo interlocución directa con el líder de la potencia occidental por excelencia. Que Trump lo llame y que escuche su posición no es, en sí, escandaloso; lo escandaloso es que después de dos años de guerra devastadora, el agresor sea todavía parte del diálogo diplomático como si no hubiera cruzado ninguna línea. Lo que se presenta como realpolitik podría acabar normalizando el hecho de que la fuerza, si es persistente y brutal, obtiene su asiento en la mesa de negociaciones. Y eso es un mensaje peligroso para el orden mundial.
Más allá de los titulares, lo que se está dibujando en este momento es un nuevo mapa moral del mundo, donde la justicia queda supeditada a la utilidad, y donde la paz —esa palabra tantas veces invocada— parece más una estrategia de desgaste que un objetivo verdadero. Zelenski afirma que quiere una paz “justa, duradera y digna”. Pero ¿quién define hoy lo que es justo, duradero o digno? ¿Trump? ¿Putin? ¿Los fabricantes de armas? ¿O los ciudadanos ucranianos que han perdido sus casas, sus hijos y sus esperanzas?
El problema central no es solo militar ni diplomático, sino conceptual: estamos viviendo en un tiempo donde la guerra ya no termina, sino que se transforma. Se vuelve rentable para unos, estructural para otros, y permanente para casi todos. No hay frente definido ni enemigo claro, porque las alianzas se mueven al ritmo de las llamadas privadas y los intereses cruzados. La defensa aérea ucraniana podría ser reforzada, sí, pero ¿cuánto de ese refuerzo es realmente por Ucrania, y cuánto es por las ganancias de Boeing, Raytheon u otras multinacionales estadounidenses o las firmas emergentes del sector de drones?
Y aquí es donde se hace necesaria una reflexión más profunda, incluso incómoda: ¿acaso la paz es hoy un objetivo real para las grandes potencias, o más bien una excusa para reconfigurar su poder de negociación? Si Trump llega a plantearse como el “pacificador” del conflicto, podría hacerlo no desde una lógica de justicia para Ucrania, sino desde una lógica de dominación simbólica, del tipo “yo resolví lo que los demás solo complicaron”. Es decir, la paz como botín político.
Por otro lado, la actitud de Zelenski, aunque comprensible en su urgencia, puede estar derivando en una dependencia estratégica que debilite la autodeterminación ucraniana. Mientras más profundos sean los acuerdos industriales y las compras cruzadas, más difícil será para Ucrania liberarse, algún día, de la tutela occidental. Así, el país que lucha por su soberanía podría, sin quererlo, terminar hipotecando su autonomía tecnológica y militar a cambio de sobrevivencia táctica. Esto, aunque doloroso, merece ser dicho: una nación ocupada militarmente y dependiente logísticamente puede ganar batallas, pero corre el riesgo de perder la guerra por su propio destino.
Lo más inquietante, sin embargo, es el modelo que se está gestando en silencio. Un modelo donde las guerras se eternizan porque su prolongación produce beneficios. Donde las democracias asediadas deben convertirse en plataformas tecnológicas al servicio de la potencia aliada. Y donde los líderes que deberían representar el interés colectivo deben actuar como gestores de alianzas comerciales para mantener viva la maquinaria de defensa. La línea entre soberanía y subordinación se vuelve cada vez más difusa.
En este marco, cabe una última reflexión sobre el rol del mundo, del multilateralismo, de Europa, de las Naciones Unidas. ¿Van a observar desde la barrera mientras se redefine el mapa de Europa oriental en función de acuerdos bilaterales entre potencias? ¿Seguirá la ONU en su retórica inerte, repitiendo condenas sin consecuencias? ¿No es momento de repensar los mecanismos colectivos de defensa de la paz, antes de que el nuevo orden mundial se imponga por la vía de los hechos consumados?
La historia está girando sobre un eje peligroso. Trump negocia con Zelenski y con Putin casi en paralelo. La defensa de Ucrania se convierte en oportunidad comercial. La guerra se vuelve industria. La paz se posterga. ¿Qué modelo de mundo se está construyendo? ¿Y qué precio, exactamente, estamos dispuestos a pagar por llamarle a eso "estabilidad"?
Porque si la guerra se convierte en costumbre, la paz dejará de ser esperanza y se volverá una nostalgia. Y entonces sí, el siglo XXI quedará marcado no por los valores que lo fundaron, sino por la perversa habilidad de convertir el dolor humano en insumo geoestratégico. Que no se diga, dentro de algunas décadas, que no lo vimos venir.