miércoles 16  de  julio 2025
OPINIÓN

La negación del otro en Cuba: pobreza, poder y exterminio simbólico en el discurso de la ministra de Trabajo y Seguridad Social

En Cuba no se gobierna desde la ética, sino desde la negación. No se administra el Estado desde la compasión, sino desde la impunidad

Diario las Américas | EDUARDO MORA BASART
Por EDUARDO MORA BASART

En Cuba no basta con la pobreza estructural. Es necesario, además, negar su existencia. No por falta de pruebas, sino por razones políticas. La intervención de la ministra de Trabajo y Seguridad Social, Marta Elena Feitó Cabrera, ante la Asamblea Nacional del Poder Popular no fue un error comunicativo, sino la expresión de un modelo que administra el sufrimiento desde la negación, y no desde la ética. Afirmar que en Cuba no hay indigentes, que los deambulantes “se disfrazan”, “violan el fisco”, “optan por ese modo de vida” o que “no hay personas abandonadas”, trasciende la falsedad: es una declaración de impunidad política y un acto de deshumanización institucional.

Pero más revelador aún fue el silencio del Parlamento. Ningún diputado levantó la mano para poner freno al “cuasi edicto”. Ninguno pidió aclaración ni cuestionó el cinismo de la ministra, reafirmando que, en Cuba, el Parlamento es una herramienta al servicio del poder, desprovista de todo atisbo de disonancia. Y cuando la ideología se vuelve ciega al dolor del otro, lo que se perpetúa no es un modelo político, sino una forma de crueldad administrativa.

La estrategia del borrado: el lenguaje como política de exclusión

El núcleo del discurso de Feitó reside en una operación lingüística: sustituir los conceptos de pobreza, exclusión y vulnerabilidad por términos como “conductas desviadas”, “disfraz” y “violaciones fiscales”. El rostro humano desaparece, sustituido por el expediente, la cifra o la sospecha.

Aquello que no se nombra no existe, y lo que se presenta como anomalía ya no necesita reparación, sino castigo. Esta lógica transforma a la víctima en culpable. La indigencia, en lugar de ser un resultado de políticas económicas fallidas, se convierte en una elección individual. Así, el Estado no tiene que asumir responsabilidades, pues el problema “es del deambulante”.

Esta operación semántica responde a lo que el filósofo Emmanuel Levinas advertía: cuando se borra el rostro del otro, se cancela la posibilidad del juicio ético. Si el otro deja de ser visible, el poder ya no se siente cuestionado. De esta forma, la ministra desactiva la responsabilidad del Estado bajo una apariencia tecnocrática.

Una estructura sin culpa: premiar el fracaso y castigar al pobre

La impunidad no es una anomalía del sistema, sino su regla de funcionamiento. Mientras se culpabiliza al pobre por su situación, exministros acusados de corrupción —como Jorge Luis Perdomo y Alejandro Gil— cayeron en “desgracia” sin enfrentar procesos judiciales transparentes. Otros, como Marino Murillo, arquitecto del desastre de la Tarea Ordenamiento, fueron recompensados con nuevos cargos, como la presidencia de TabaCuba. Ábrete sésamo de la complicidad burocrática.

Es un patrón que se repite: quien fracasa para el pueblo, pero sirve al poder, es premiado. Quien interfiere con el relato es silenciado. Esta lógica de permanencia convierte al gobierno en una máquina de inmunidad. Y al Parlamento, en un espacio que no legisla ni fiscaliza, sino que aplaude en silencio.

Incluso decisiones estructuralmente violentas, como los aumentos de tarifas impulsados por ETECSA y el Ministerio de Comunicaciones —que justificaron castigar al pueblo en nombre de la rentabilidad empresarial— quedaron sin responsables. El modelo no corrige: se autoprotege.

Díaz-Canel y la estética del simulacro: el poder sin ética

En medio de esta crisis de representación y legitimidad, el presidente Miguel Díaz-Canel publicó en redes sociales una reflexión que evidencia la distancia abismal entre el relato oficial y la realidad del país. Escribió que “la Revolución no puede dejar a nadie atrás” y criticó vagamente “la falta de sensibilidad”. Pero no mencionó a la ministra, ni a los indigentes, ni al Parlamento. No habló de hambre, de impunidad ni de reformas.

Él sugiere, pero no expone en su mensaje, una política de rectificación, sino una fórmula vacía. Una estética del simulacro donde se invoca a la Revolución sin asumir su responsabilidad concreta sobre el dolor de los más vulnerables. Lo que predomina no es la verdad, sino la liturgia de un discurso desconectado de la realidad.

Resulta vergonzoso no arremeter de manera frontal contra este tipo de discursos en un país donde los datos oficiales y las cifras de organismos independientes —como el Observatorio Cubano de Derechos Humanos (OCDH)— validan que el 89% de las familias cubanas vive en una condición de pobreza extrema. A ello se suma que en febrero pasado el propio Ministerio de Trabajo y Seguridad Social reconoció que 1,236 comunidades estaban en la miseria.

Filosofía del desprecio: entre Malthus y el totalitarismo semántico

El razonamiento de Feitó tiene antecedentes ideológicos. En el siglo XIX, Thomas Malthus defendía que asistir a los pobres solo perpetuaba el problema, y que la caridad desestabilizaba el equilibrio económico. La ministra reactualiza esa lógica desde una perspectiva tecnocrática: quien no encaja en el modelo productivo debe ser invisible. El indigente deja de ser sujeto de derechos para convertirse en una amenaza fiscal. No es frágil, sino enemigo.

Este patrón no es exclusivo de la tecnocracia. Puede conectarse con las prácticas totalitarias del siglo XX. El nazismo no eliminaba a los “improductivos” por odio, sino por considerarlos una “carga para el Estado”. El discurso de Feitó no llama al exterminio físico, pero sí practica una forma de eliminación simbólica. Borrar al otro del lenguaje es el primer paso para despojarlo de ciudadanía, de derechos, de existencia política.

Es un tipo de lenguaje edulcorado y vacío, adscripto a lo que Pierre Bourdieu llamaba “violencia simbólica”, entendida como la imposición de una visión del mundo donde la dominación se naturaliza. Si la pobreza no existe, no hay a quién reparar. Si la vulnerabilidad es una conducta desviada, entonces debe ser corregida, no protegida. Esta lógica reproduce la impunidad, perpetúa el autoritarismo y consolida un modelo de administración política sin accountability, es decir, sin la obligación de los actores públicos de justificar sus decisiones y asumir sus consecuencias ante la sociedad.

En Cuba nadie responde por nada, y las víctimas carecen de interlocutor institucional. No existe control democrático y, por tanto, la burocracia estatal actúa desde la legitimidad que le confiere un imaginario de capital simbólico, pretendiendo que el pueblo debe deshacerse en reverencias y acatar acríticamente las decisiones de las élites.

Parlamento sin alma: sumisión institucional y complicidad estructural

El Parlamento cubano fue testigo mudo de esta negación. Y su silencio es más elocuente que mil discursos. La ministra no fue desmentida, ni sancionada, ni interpelada. Porque los diputados no representan al pueblo: representan al poder.

Ese Parlamento no corrige errores. No debate alternativas. No legisla: respalda. No protege a los ciudadanos: protege al relato. Su función no es construir justicia, sino custodiar el simulacro. Por eso, aunque la ministra mienta, el aplauso es elocuente. Porque en esa sala, la verdad no importa. Lo único que importa es no desafiar la narrativa oficial.

Por eso, en esta jornada no habrá una moción de censura del Parlamento contra la ministra, ni una interpelación parlamentaria, ni comisiones de ética o investigación que se activen para analizar el caso. La crítica solo emergerá en los círculos informales, en redes sociales o será canalizada a través de la resignación y la rabia.

Entre la desmemoria, el desprecio y la inercia del poder

En Cuba no se gobierna desde la ética, sino desde la negación. No se administra el Estado desde la compasión, sino desde la impunidad. Por eso, mientras la ministra borra a los indigentes del discurso, y el Parlamento aplaude, y el presidente se refugia en frases vacías, el pueblo real —el que vive con menos de 4 dólares de pensión al mes— sigue desapareciendo de la historia oficial.

La pobreza en Cuba no necesita diagnósticos metafóricos ni retórica revolucionaria. Necesita justicia. Y la justicia comienza por el reconocimiento del otro. Mientras ese reconocimiento no ocurra, el sistema no cambiará. Porque un sistema que convierte al pobre en sospechoso y al corrupto en funcionario no está en crisis: está perfectamente diseñado para persistir.

Y por eso —como tantas veces en la historia cubana— nadie renuncia. Nadie rectifica o pide perdón. En Cuba lo único que se condena es nombrar la verdad.

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