El 12 de agosto de 1995 llegó Simone, la primera hembra de su generación. Sirvió de catalizador para curar las heridas entre familiares y amigos. Todos los que alguna vez habíamos peleado terminamos celebrando en las afueras del hospital.
Karla era una buena persona y llegó a ser muy buena madre, pero sin duda calificaba como la peor cantante del mundo
El 12 de agosto de 1995 llegó Simone, la primera hembra de su generación. Sirvió de catalizador para curar las heridas entre familiares y amigos. Todos los que alguna vez habíamos peleado terminamos celebrando en las afueras del hospital.
Para el aterrizaje de Simone elegimos una sudorosa tarde habanera y en pleno periodo especial. Y digo elegimos porque tuvimos que sostener una discusión con el médico de guardia que proponía esperar a que la madre dilatara y quizás postergar el parto para el otro día. Nosotros dejamos claro que la niña nacía esa tarde o dentro de dos días, pero nunca compartiría cumpleaños con Fidel Castro. El médico sonrió porque no éramos los únicos padres que lo presionaban con semejante reclamo, pero al final aceptó la cesárea inmediata.
Haciendo honor a nuestra condición de primerizos habíamos desatado una feroz ofensiva para encontrar todo lo que un bebe necesitaba, y para orgullo propio llegamos a tachar todos los renglones de la lista que los amigos expertos nos habían preparado, incluso la habíamos superado. Presumíamos un closet lleno de los novedosos culeros desechables y una amplia provisión de las mágicas toallitas húmedas que recién habían aparecido en el mercado negro.
También ensayábamos como mover la niña y como colocarla en la cuna.
Pero en ese frenesí de acumular y practicar nos faltaba algo imprescindible: En nuestro escueto repertorio musical no teníamos ni una sola canción de cuna, y al rebuscar algún tema sustituto lo que me venía a la mente eran marchas revolucionarias y el himno invasor, que más bien servían para alterar a la bebé.
Igual quedé tranquilo cuando Karla, la madre, siempre dispuesta, me aseguró que podía enmendar la falta:
Envolvió a la niña en las mantas que habíamos comprado con los pocos dólares que forrajeábamos en nuestros negocios y comenzó a mecerla en el sillón que una vecina nos cambió por dos bandejas de picadillo, al tiempo que entonaba la canción Mariposas Tecnicolor de Fito Páez, un argentino que nos traía de cabeza por entonces.
Karla era una buena persona y llegó a ser muy buena madre, pero sin duda calificaba como la peor cantante del mundo, y más que una tonadilla eran alaridos de una fiera herida con lo que intentaba arrullar a la recién nacida, que de inmediato comenzó a llorar y yo a gritarle para que desistiera, que no la traumatizara desde las primeras horas.
Al final, quizás por el cansancio o porque se adaptó, la niña quedó rendida. La escena se repitió durante varias semanas hasta que la tía nos mandó “de afuera” un cd con canciones infantiles en español.
Sin embargo, la canción inicial quedó como un código privado entre padre e hija, no ha pasado uno de sus 29 cumpleaños sin que la llame a las doce de la noche y le cante un pedazo de las mariposas. La rutina fue además un acto de reafirmación de nuestra pasión durante la separación de cinco años y 90 millas que el régimen y el absurdo nos impuso. A veces ella se adelanta marcando primero para rememorar la estrofa en que asegura que me conoce de antes de nacer.
Debo reconocer que la niña heredó la voz de la madre y el gusto por Fito.
Yo sigo atento al secundero, esperando la media noche para llamarle y extrañando aquellos años en que podía someterla a mis dominios, acorralándola a voluntad entre mis brazos para cantarle en un tono menos estridente que el de la madre, pero igual de desafinado, aquello de “llevo un vestido errante, llevo tus marcas en mi piel”.