Está la playa llena de arena y eso es algo que no ocurre en todas partes. Cada vez hay más playas de piedras. En muchos puntos del Mediterráneo las playas son de bañistas, que son tan molestos para la planta de los pies como las piedras, pero además chillan si no los pisas bien. Y lo hacen en alemán, en francés, y en todos esos idiomas que, en realidad, nadie comprende, pero millones de personas fingen hablarlos para evitar la incomodidad social del silencio. Mención aparte merece el ruso, que siendo tan absurdo e incomprensible como cualquier otra cosa que no sea el español, resulta dulce, ilustrado, elocuente, y gracioso, porque es el idioma que hablan las rusas y, con eso, pocas bromas.
Me he venido a escribir esta columna a los pies del Atlántico para no hablar de política. Y creo que lo conseguiré. Al fin y al cabo, he estado oteando el arenal y no hay ni rastro de los famosos adoquines. He llegado a la utopía sesentayochista, de la que ahora tanto habla Madrid, sin necesidad de levantar ladrillos. Y me alegro, porque yo con levantar columnas tengo más que suficiente.
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La playa se inventó para el silencio y eso es algo que no acaban de entender los adolescentes, que son ese colectivo que está en contra de todas las normas establecidas y a la vez en contra de saltárselas, e incluso en contra de los colectivos, de las playas, del silencio, de hablar, y del ruido. Escribo y ellos juegan al fútbol, con esa terrible patología de la inmadurez que les obliga a actuar solo para la galería. Por eso chillan y ruedan por la arena, y escupen hormonas al paso de las chicas que pacíficamente van a la orilla a bañarse, prueban el agua con la puntita, y deciden que es mucho más beneficioso para el cuerpo ir a tomarse un helado que morir de un infarto; que a este mar solo le faltan los cascotes de hielo, los osos polares encima, y Al Gore buceando por debajo y grabando documentales como si no hubiera mañana. Bueno, es que los documentales tratan precisamente de eso, de que no habrá mañana.
Perdida la batalla del silencio contemplativo, me decido a mostrar los frutos de mi operación bikini de periodista con problemas, y me despojo de la ropa con estilo y contundencia, como David Hasselhoff en Santa Mónica, pero sin Yasmine Bleeth, ni Krista Allen, ni Pamela Anderson alrededor. Que lo que no sabe Hasselhoff es que, con ese reparto, nadie miraba para él. Centro de todas las miradas de los bañistas, que escudriñan de lejos si lo que brilla es músculo o grasa, me introduzco en el agua con la misma decisión torera con la que Rajoy es capaz de arrojarse a una crisis de gobierno. De pronto, el mar me revuelca, me reboza, me rebasa, y finalmente me lanza a la orilla con violencia, como echan a los borrachos de la cantina en las películas de John Wayne. Y yo, titubeo, le miro a los ojos, amago con volver al agua y zurrarle, y finalmente pongo rumbo al chiringuito, que es de donde quizá no debería haber salido esta tarde.
Me doy cuenta de que estoy fuera de temporada al ver que hay dos rubias, de larga figura y dulce mirada, ligando con el camarero, admirando su camisa hawaiana, y pienso que, sin duda, preferiría la más cruel de las solterías antes de que tener que vestirme con una prenda que podría haber diseñado un mono con una caja de acuarelas. Amablemente pido una cerveza y me siento a escribir y me pongo Nassau de Hombres G en los cascos. Y me siento como David Summers en las Bahamas, desubicado, sin los mensajes agolpándose en el teléfono, sin la urgencia de alguna cumbre internacional, y rodeado de gente muy distinta a la que puebla las redacciones de los periódicos. No parecen exactamente humanos, al igual que los periodistas, pero estos de la mesa de al lado, por ejemplo, tienen la piel mucho más morena, carecen de ojeras, y hablan pausadamente, como si tuvieran todo el tiempo del mundo para paladear cada sílaba. Y hasta apagan un cigarrillo antes de encender el siguiente. Como lo escribo. Un despropósito.
Al fin, inquieto de tanta calma, exasperado ante el clima de ocio generalizado e impune, y rodeado de un enjambre de bikinis lo bastante denso como para provocar avalanchas mortales de amor, decido marcharme con la pluma a otra parte. Me alejo de la playa esquivando turistas, aún aturdido, con mi cuaderno de guerra y mis notas de salitre, con mil cosas aún por escribir. Y mientras camino, vuelvo la vista atrás hacia el arenal un par de veces, incrédulo y sonriente, con el alivio de quien acaba de conseguir escapar de las peligrosísimas garras del ocio estival.