LA HABANA, CUBA. - Cuarenta y un años después de que Ricardo Bofill Pagés y Martha Frayde fundaran el Comité Cubano Pro Derechos Humanos (CCPDH), en el otoño de 2017 conversé con la periodista independiente Tania Díaz Castro en su casa del reparto Jaimanitas, al oeste de La Habana.
“Yo me integro en 1987. Bofill contaba que él y su pequeño grupo fundaron el Comité el 28 de enero de 1976, como homenaje al natalicio del Apóstol [José Martí], en el domicilio de la doctora Martha Frayde, en el Vedado. Por ironías del destino, esta inolvidable y valerosa mujer había sido amiga personal de Fidel Castro. Poco tiempo después, Martha, Bofill, Adolfo Rivero Caro, Elizardo Sánchez, Edmigio López y Enrique Hernández, entre otros, fueron a parar largos años a la cárcel, por distintas acusaciones, inventadas, como era y es costumbre del castrismo. Así respondió el 'comandante' a la solicitud de aquellos intelectuales a una revisión de la situación de los derechos humanos en Cuba”.
“En un momento dado fui una especie de secretaria de Bofill. En mi casa de Centro Habana recibía una decena de denuncias diarias de personas a las cuales las instituciones del régimen transgredían sus derechos. En 1987, junto a Bofill, Rivero Caro y Samuel Lara, fuimos al hotel Comodoro a reunirnos con una comisión de la ONU, que la dictadura autorizó a visitar Cuba para exponer nuestras denuncias. De forma espontánea, en las afueras del hotel, había más de 1.000 ciudadanos que se llegaron hasta allí a entregar sus acusaciones, a pesar de que en esos años la represión era feroz”, rememoraba Díaz Castro.
Piezas clave
En su opinión, Ricardo Bofill y Armando Valladares, “fueron piezas claves para que el tema de las violaciones de los derechos humanos por parte del régimen fuera conocido en el mundo. Ellos y otros, plantaron la semilla que luego ha germinado en cientos de periodistas, activistas y grupos independientes de la sociedad civil cubana”. Seis años después de aquella conversación, Tania Díaz Castro, afectada por la demencia senil, espera la muerte rodeada de libros, recortes de periódicos viejos y media docena de gatos. Vive de las ayudas y la caridad de parientes y amigos del exilio.
En el verano de 2016 visité a Ricardo Bofill Pagés en su casa de la Pequeña Habana, en Miami. Sus amigos me alertaron de que ya estaba muy mal de salud. Encontré frente a mí a un anciano nervioso y frágil con la mirada perdida. Cuando lo abracé comenzamos a llorar. El 12 de julio de 2019 falleció a los 76 años, pobre y olvidado.
La trayectoria de Ricardo Bofill, entrando y saliendo de prisiones de máxima seguridad sin renunciar a sus ideas, confirmó que los individuos, a contrapelo de lo que afirma la desprestigiada ideología comunista, sí juegan un papel clave en la historia. Las duras cárceles de la Isla no fueron una novedad para Bofill, profesor universitario de Filosofía. Estuvo preso desde 1967 hasta 1972, tras ser enjuiciado en el proceso conocido como la 'microfacción', que permitió a los hermanos Castro aniquilar a un grupo de viejos comunistas acusándolos de connivencia con Moscú y propaganda enemiga.
Cuando Bofill comenzó a denunciar las groseras violaciones a las libertades políticas y de expresión por parte de la autocracia verde olivo, el apoyo al régimen era mayoritario en Cuba. La población conocía muy poco de la intervención de Castro en la guerra civil de Angola ni el envío de una brigada de tanques rusos a Siria durante la batalla de Yom Kipur contra Israel.
El principal aporte de Ricardo Bofill al pensamiento político cubano fue diseñar y asumir una resistencia pacífica frente a la dictadura, cuando aún los familiares de las víctimas lloraban a sus parientes fusilados en La Cabaña. “Hay que acabar en Cuba con la tradición del ojo por ojo, diente por diente”, solía repetir el activista a todo el que quisiera escucharlo.
Pensar diferente
Me cuentan sus allegados que en la prisión Bofill conoció de primera mano los atropellos contra las personas que pensaban diferente del guion oficial. Estaba convencido de que más tarde o más temprano, la democracia aterrizaría en la Isla. El régimen intentó linchar su reputación con una feroz campaña mediática que resultó contraproducente: los cubanos de a pie supieron que había hombres y mujeres, aislados y perseguidos, que acopiaban denuncias de los abusos del Estado y las distribuían en las agencias de prensa extranjeras y embajadas occidentales.
También repartían de forma clandestina la Declaración Universal de los Derechos Humanos (aunque Cuba es una de las naciones que firmó la Declaración en 1948, actualmente es ilegal su posesión y distribución). En la calle, a ese grupo de activistas se les conocía ‘como la gente de los derechos humanos’.
Bofill fue un precursor. La oposición pacífica en la Isla no ha podido ser aniquilada a pesar del éxodo de disidentes y activistas y las razias represivas de la policía política. El activismo a favor de la democracia y el respeto por los derechos humanos llegó para quedarse en Cuba. Fidel Castro pudo derrotar militarmente a la brigada de Bahía de Cochinos y las guerrillas anticomunistas que se alzaron en el macizo montañoso del Escambray. Pero no pudo acallar a la disidencia.
Es cierto que la oposición no tiene el poder de convocar a miles de personas para protestar en las calles o iniciar una huelga general como hizo el grupo de Solidaridad de Lech Walesa en la Polonia socialista. Pero ha tenido éxitos silenciosos. Antes de que el régimen diseñara reformas económicas, la ilegal oposición ya demandaba aperturas de pequeños negocios y la derogación del absurdo apartheid en el ámbito informativo, tecnológico y turístico que convertía al cubano en ciudadano de tercera categoría.
Ningún intelectual o amanuense estatal alzó su voz exigiendo reformas. Nadie dentro del gobierno se atrevió a escribir un artículo pidiendo transformaciones inmediatas de corte económico y social. La aburrida prensa oficial jamás publicó un editorial o una nota sobre los cambios que el país pedía a gritos. La Iglesia Católica, en alguna carta pastoral, abordó en tono mesurado ciertas aristas.
Los seguidores de Castro tampoco se cuestionaban que sus compatriotas no tuvieran acceso a la telefonía móvil, dependiera del Estado si alguien quería viajar al extranjero o perdía sus propiedades si decidía marcharse de Cuba.
La ley
Quien levantó la voz públicamente fue la disidencia interna y la prensa independiente que con sus textos comenzó a desmontar la precariedad y la atroz ineficiencia del castrismo.
Un grupo de destacados juristas, como René Gómez Manzano, Julio Ferrer Tamayo y en particular Laritza Diversent Cambara, abrieron un nuevo camino para enfrentar al régimen utilizando sus propias leyes. En la primavera de 2008, detrás de un corral de cerdos, en una casucha de madera improvisada, en la localidad de El Calvario, al sur de La Habana, una abogada de 28 años disertaba sobre la necesidad de que el régimen de los hermanos Castro ratificara la firma de los Pactos de Derechos Civiles y Políticos de la ONU.
Diversent explicaba que, si las autoridades cubanas estampaban su rúbrica, se verían obligados a cumplir y establecer múltiples derechos civiles y políticos que allanarían el camino hacia una futura democracia. Pero tenía tres factores poderosos en contra: pobre, negra y mujer. Además, madre soltera a los 18 años. Fue una proeza que se graduara de abogada entre tantas calamidades.
Esa campaña iniciada por Laritza fue respaldada por diversos grupos opositores. La dictadura, en su soberbia, jamás ratificó esos Pactos. Juristas independientes como Laritza Diversent y Julio Ferrer tampoco desistieron en denunciar las arbitrariedades de la maquinaria legal y abrieron una oficina, Cubalex, que se dedicó a asesorar a cientos de personas a los que el gobierno transgredía sus derechos.
Aquella mujer pobre y negra labró un camino exitoso dentro la disidencia en Cuba. Con una paciencia asiática preparó diversos cursillos dirigidos a adiestrar a opositores y periodistas independientes en el conocimiento de las leyes. Participó en foros internacionales denunciando los atropellos del régimen cubano. Siempre documentando cada abuso. En sus testimonios desmontaba el barniz de aparente democracia del que tanto gusta alardear a los gobernantes de la Isla. Y mostraba la realidad tal cual es: una dictadura dura y pura.
Sus conocimientos jurídicos la convirtieron en enemiga de la Seguridad del Estado. Una mañana de 2016 desmantelaron su oficina de asesoría legal, encarcelaron a Julio Ferrer y le abrieron un expediente punitivo a Laritza. La única puerta que le quedó abierta fue la del destierro. Hoy reside en Estados Unidos, desde donde, al igual que muchos exiliados, no ha dejado de denunciar los abusos de la dictadura en materia de derechos humanos.
La disidencia
Si algo no ha faltado en la disidencia cubana son programas políticos reclamando democracia. Ahí están, entre otros documentos, La Patria es de Todos de Martha Beatriz Roque Cabello, René Gómez Manzano y los fallecidos Félix Bonne Carcassés y Vladimiro Roca Antúnez; el Proyecto Varela de Oswaldo Payá Sardiñas; La Demanda por otra Cuba de Antonio Rodiles; Emilia de Oscar Elías Biscet y D’Frente de Manuel Cuesta Morúa.
Pero todo comenzó con Ricardo Bofill aquel 28 de enero de 1976 en La Habana.